IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Oportunidades

Para una parte de nuestra sociedad, el conflicto, en general y amplio, es algo que tendemos a evitar. Enseñamos a los niños a mediar, a dialogar y evitar la pelea, aunque siempre es un dilema, porque, de nuevo en general, aprender habilidades emocionales y sociales es vital, y al mismo tiempo, la agresión está profundamente enraizada en la naturaleza humana. «Tú no pegues, pero si te pegan, pega», podríamos decirle a un niño de tres añitos y al mismo tiempo, al dar pautas claras sobre qué hacer en caso de conflicto, parece que estamos animando al mismo.

Los conflictos forman parte de la vida desde el principio y son oportunidades excelentes para ajustarnos (y a veces las únicas) si podemos soportarlos. A menudo nos asusta el conflicto cotidiano y evitamos afrontarlo llanamente. Nos cuesta notar la disonancia frente a frente y soportar las palabras de oposición durante un tiempo largo sin evitarlo, bien extremando las posturas o bien escapando de él. Y es que podemos evitar el conflicto huyendo y también haciendo lo opuesto, anulando la voluntad del otro, su postura, sus motivaciones o derechos. Por la fuerza y su ejercicio, también evitamos hacernos cargo de sus causas, sus menudencias y llevarlo a término con esa otra parte que nos desafía, hurgando lo suficiente, llegando a su raíz para redirigirlo y que al final haya servido de algo.

Es muy habitual que la propia inercia de la lucha nos despiste de la razón por la que estamos luchando, ya que la emoción principal en el conflicto suele ser el enfado. Una emoción intensa muy asociada a la supervivencia durante miles de años, que nos activa y nos hace sentir fuertes, capaces de lograr y defendernos, mientras que las causas por las que luchamos son pensamientos, a menudo abstractos, que solo encienden la mecha.

Para empezar, los conflictos plantean desequilibrios entre (por lo menos) dos partes que conviven de algún modo, lo cual, de por sí, es bastante incómodo. Abrir el melón de esta incomodidad implica iniciar un camino del que no se conoce su final y nos preguntamos: ¿Podremos cerrar el conflicto una vez abierto? ¿Este malestar pasará? ¿Cuáles serán las pérdidas al final? ¿Saldrá a cuenta iniciarlo? Por lo menos, estas cuestiones surgen cuando el conflicto se plantea para lograr algo más que el mero hecho de vencer en el conflicto en sí, algo muy habitual.

Para algunas personas, discutir resulta estimulante y la excitación de la contienda es suficiente para iniciarla. Para otras, su única motivación en el conflicto es la derrota de su adversario a cualquier precio, su propia afirmación y la sensación de poder. En cualquiera de los dos casos, el tema no importa y se convierte en una mera excusa. «Me dio un golpe con el coche», «Es hincha de tal equipo», «No le gusta cómo hago las cosas» «Ha mirado a otro hombre»... son razones suficientes para empezar un conflicto con consecuencias dramáticas.

Este secuestro emocional evita ver más allá, o más acá, y al mismo tiempo, ninguno de los dos tiene que admitir que depende del otro de una u otra manera. Porque si no fuera así, simplemente llevaríamos caminos distintos. Resolver un conflicto de forma que fortalezca la relación de las personas que lo tienen y mejore su convivencia requiere de una postura activa y en términos generales y sociales, la derrota del otro suele ser una estrategia a corto plazo que se deja muchas opciones por el camino, por lo general más humanas.

Es cierto que hay excepciones y que poniéndonos expeditivos, como dice el refrán, muerto el perro se acabó la rabia, pero incluso la medicina veterinaria ha avanzado lo suficiente como para que la muerte del perro no sea el tratamiento de la rabia y, de hecho, de lo que se trata es de salvar al perro.