IÑIGO GARCÍA ODIAGA
ARQUITECTURA

Entre dos tierras

Llegar a Marsella desde tierra es una contradicción impuesta por el transporte contemporáneo y el avión. La segunda capital del Estado francés es, sin lugar a dudas, una ciudad abierta al mar Mediterráneo, cuyo origen, esplendor y futuro están íntimamente ligados a esa condición marítima de la urbe.

Desde su fundación como puerto griego en el año 600 a.C., Marsella ha sido un crisol de culturas, un espacio destinado al comercio en el que judíos, árabes y centroeuropeos se relacionaban construyendo una ciudad próspera y llena de los matices de las diferentes culturas que la conforman. De alguna manera, hacía honor a su condición ribereña del Mediterrráneo y se aprovechaba de ese mar en medio de diferentes territorios para erigirse como un espacio compartido entre todas ellas.

Solamente desde este punto de vista puede entenderse que cuando Marsella fue designada como Capital Cultural del año 2013, su proyecto no mirase tanto al Estado francés como al mar Mediterráneo e hiciese valer su característica mezcla racial para convertirse en una especie de capital cultural del Mare Nostrum.

Así, su proyecto estrella, que como edificio tractor ha rehabilitado una importante zona degradada del puerto industrial, fue el MuCEM, Museo de las Civilizaciones Europeas y del Mediterráneo.

El MuCEM es en realidad la suma de dos edificios. Por un lado, se rehabilitó como museo la antigua fortaleza que protegía la bocana del puerto viejo de Marsella y por otro, se levantó un nuevo inmueble ubicado de cara al mar, construyendo así ambas piezas un nuevo paisaje.

La ciudad ofrece ahora una primera imagen renovada a aquellos que la visitan desde el mar, convirtiendo este espacio en un punto de encuentro entre ambas orillas del Mediterráneo, pero también en punto de encuentro entre el pasado y el futuro de la ciudad, donde la antigua fortaleza defensiva es ahora un edificio que recibe con los brazos abiertos al visitante contemporáneo.

El propio arquitecto de la obra, Rudy Ricciotti, es fiel reflejo de esa suma entre culturas que el museo quiere representar. Nacido en Argel, se formó como arquitecto en la Escuela Nacional Superior de Arquitectura de Marsella, para después obtener el título de ingeniero en la escuela de Ginebra. Así que por formación y por origen vital, Ricciotti representa a una generación que aúna el poder de una mirada abierta a diversos mundos con una gran formación académica.

El nuevo edificio del MuCEM es un cuadrado perfecto de 72 metros de lado, de geometría perfecta que parece recordar las matemáticas puras de los griegos que fundaron la ciudad.

Para acceder a este nuevo edificio, se debe atravesar una ligera pasarela de 52 metros que cruza las aguas del puerto, sirviendo de nexo entre la plaza del fuerte de Saint-Jean y la cubierta del nuevo equipamiento.

Desde la cubierta del museo, una sucesión de rampas entrelazadas sumergirán al usuario en los espacios museísticos, pero también le permitirán conectar con el nivel del agua, con el mar, que desde el fuerte era un elemento lejano, distante y del que protegerse. De este modo, el edificio se presenta como una torre de Babel, un símbolo compartido por las diferentes civilizaciones a las que sus carteles en hebreo, árabe o francés se dirigen.

Pero si algo caracteriza al edificio de Ricciotti, es la piel de hormigón prefabricado que envuelve tanto las fachadas como la cubierta del inmueble, otorgándole una condición casi mineral, de roca erosionada por el mar. Una imagen que reinterpreta, desde lo contemporáneo, los antiguos muros de piedra de la fortaleza y que en una visión lejana desde el mar, pone en relación ambas edificaciones.

Esta piel de hormigón representa mejor que nada la fusión de culturas que conforma Marsella. Por un lado, es un alarde tecnológico de la industria francesa y europea, que con hormigón y acero inoxidable ha sido capaz de levantar una membrana de filigrana frágil y delicada mediante técnicas de prefabricación.

Pero, por otro lado, es una celosía oriental, un damasquinado que protege del sol, generando sombras caladas, como en innumerables arquitecturas árabes y judías de la cuenca del Mediterráneo. Esta envolvente negra también es un burka que protege los tesoros del museo, un velo como los que se pueden ver en las calles de Marsella y que tanta tensión generan en la sociedad occidental.

Pero al llegar al edificio desde el puente que lo conecta con la antigua fortaleza, esta celosía se convierte en la cubierta, rasante a los ojos en una alfombra voladora, en un mar pétreo que llega hasta los pies de la catedral de Marsella. Un efecto óptico sutil, que recupera de nuevo las postales de la ciudad, en las que las olas del mar Mediterráneo golpeaban los cimientos de la catedral, como intentando recuperar el espacio de tierra que esa mezcla de civilizaciones que es Marsella le arrebató.