IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

¿Que hablemos de aquello? Ni de coña

Para qué remover el pasado cuando duele tanto? Quién no lo ha pensado alguna vez. Bien fuera un acontecimiento repentino y agudo, o bien un goteo quedo y drenante de las necesidades más básicas hasta quedarnos secos, ambas situaciones pueden sobrepasar nuestras defensas y anegarnos, dejándonos sin respuesta. Y todos hemos tenido alguna vez esta dolorosa sensación de la que solo hemos deseado huir. Así que cómo no querer apartar los recordatorios hoy cuando vuelven. De hecho, a mano tenemos un millón de pequeños gestos: encogerse de hombros, frases como «la vida es así», «no se puede echar atrás el reloj» o cambiar de tema cuando surge. Y durante un tiempo funciona, por lo menos cuando estamos prestando atención consciente a ese lugar herido en nosotros. En otros momentos, en cambio, algo sucede que nos pilla desprevenidos y de repente, nos topamos de bruces con la herida que sigue ahí. O más sutil aún, alguien que nada tiene que ver hace justo lo que hizo aquella persona que nos dañó o todo lo contrario, y bien por semejanza o por agudo contraste, nuestro cerebro más inconsciente ata cabos y reaccionamos con pensamientos, emociones, sensaciones y acciones sin siquiera darnos cuenta, como si volviéramos allí en una máquina del tiempo. Y siendo más o menos conscientes de ello, empezamos a recordar.

Y es que la memoria es peculiar. Por un lado, parece que hay recuerdos hundidos en el fondo de nuestra mente y al mismo tiempo, como si de un buceador se tratara, hay una boya en la superficie de la consciencia que marca el lugar donde hay actividad submarina. Y seguir conscientemente esa boya hoy, o rozarla sin querer, nos lleva directamente a reexperimentar aquello que fue tan importante. Esto son buenas y malas noticias al mismo tiempo. Malas, porque los recuerdos intensos –dolorosos– pueden estar muy a mano y revivir en circunstancias cotidianas sin que nos demos cuenta. Pero son buenas noticias, porque si aprovechamos esa línea, podemos quizás aliviar e incluso curar parte de esa herida. Con precauciones eso sí, porque igual que no dejaríamos que alguien con las manos sucias nos limpiara una herida abierta en la pierna, no parece deseable compartir esta vulnerabilidad con alguien dispuesto a juzgar antes de escuchar o con quien va a hacer que la conversación gire entorno a sí. Las heridas psicológicas también requieren de cierta asepsia y al mismo tiempo necesitan del candor de otros.

Es cierto que el pasado no se puede cambiar, pero si hay algo que caracteriza a la vivencia de estas heridas es la soledad y, por cierto, seguro que parte de la herida en sí tiene que ver con sentirse solo, sola, sin apoyo, cuando aquello pasó. Al no tocarlas se convierten en un recuerdo solitario. Las apartamos para que no duelan, pero, al hacerlo, las sacamos fuera de nuestra narrativa vital, del hilo conductor de nuestra historia, y como si no nos pertenecieran, se quedan ahí como un cuerpo extraño, como un trozo de metralla.

Si conectamos con quien nos quiere –con todo lo que esto significa– antes de hablar de ello y del otro lado, queremos a quien nos lo cuenta –si queremos su bien–, podemos empezar a tocar sin dañar de nuevo, aunque duela, para desenterrar la importancia que tuvo. Entonces valoraremos por qué tuvimos que sepultarlo y reconoceremos lo que faltó. Si hay candor, podemos hacer que no sea un secreto a solas, sino una reivindicación compartida de lo que tuvo que pasar, de lo que esa persona necesitó y no sucedió. Y así, con cuidado, recuperar la fuerza, la confianza, el sentido de ser yo de nuevo, sumergido con el recuerdo, y que dicho recuerdo pase hoy de ser el título o subtítulo más visible, a convertirse en una línea más de la historia personal.