IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Segundas oportunidades

Hace unas pocas semanas, tuve el placer de compartir un proyecto con un psicólogo canadiense y en los descansos del trabajo, discutíamos amigablemente sobre la visión que en nuestros respectivos entornos había sobre las personas que necesitan algún tipo de ayuda o asistencia psicológica. Poco a poco derivamos hacia las diferencias culturales y en particular, hacia las creencias de unos y otros al respecto de las personas que han atravesado por situaciones difíciles en su vida, en concreto sobre aquellas que han decidido hacer algo para cambiarlas.

Manejar prejuicios y etiquetas al evaluar la realidad –la propia y la de los demás– no necesariamente es algo que nos convendría evitar, ya que las etiquetas que ponemos tratan de resumir y simplificar la comprensión de un fenómeno humano siempre complejo. Evidentemente, a diferencia de algunos rasgos físicos que permanecen sin demasiados cambios a lo largo del tiempo –que no todos–, los rasgos de carácter o de personalidad no se manifiestan de la misma manera las veinticuatro horas del día. Por ejemplo, que a alguien se le considere extrovertido o extrovertida no implica que esa persona se pase el día buscando la conversación, sin un momento de silencio o introspección. Esa simplificación nos ayuda a clasificar, pero sabemos que no define la totalidad. Las etiquetas dan paso a los prejuicios, atajos entre estas y la acción que teóricamente hay que tomar ante la situación o persona catalogada así. Y uso el imperativo porque cuando este juicio previo no está ajustado a las circunstancias concretas, a lo individual o a lo subjetivo, sino que se basa en una creencia adquirida y no actualizada, la acción parece inevitable y hay que hacer, pensar o sentir algo determinado, porque aprendemos también a sentir.

Es habitual que nos encontremos y participemos en campañas de recaudación de fondos para las personas que sufren enfermedades graves, adultos y niños que tienen que afrontar un trance tan difícil y doloroso, y que merecen todo nuestro apoyo. Celebramos los avances médicos, los transplantes y su curación como si se tratara de alguien cercano, aunque no los conozcamos más que por una foto o una carta. Y al mismo tiempo, las dificultades psicológicas o la enfermedad mental no tienen la misma consideración por nuestra parte, individual y socialmente. Quizá nos da más miedo o quizá, transitando por el lado más oscuro, todavía hay quien piensa que son cuestiones de voluntad, de esfuerzo, y por lo tanto, más que el apoyo y la celebración, cuando una situación como esta se supera, la manera de acercarnos es más bien crítica, por ser cosas que se arreglarían si se pusieran “las pilas”.

Y a pesar de ser generalizaciones, esta era una de las diferencias fundamentales que encontramos entre nuestros contextos aquel psicólogo canadiense y yo: su consideración hacia la persona que superaba unas condiciones de vida adversas y que aquí contrasta con el recelo ante alguien que puede no estar bien del todo. Sin duda, cada cultura tiene sus rigideces y probablemente una de las nuestras es todavía esa tendencia a traducir aún muchas circunstancias psicológicas en términos morales, con el riesgo de convertir una depresión en cobardía o la expresión de la insatisfacción en solo una llamada de atención, como si fueran debilidades de carácter o máculas en la voluntad. Quizá –y esto es una reflexión puramente personal– de esta manera sea difícil conceder una segunda oportunidad a alguien, quizá todavía arrastramos en nuestra visión del mundo interno una diferencia entre lo físico y lo mental, moral o espiritual, como si no tuvieran nada que ver, como si, en el fondo, no formaran parte de lo mismo o, directamente, fueran lo mismo.