Ura Iturralde
un dia en el convento

MONJAS DE CLAUSURA DEL SIGLO XXI

El término monja de clausura hace referencia a la obligación que tienen las religiosas de no salir del recinto en el que habitan y del impedimento de que personas ajenas puedan entrar en su residencia. A día de hoy, en cambio, estas normas han cambiado y, a pesar de conservar la esencia, no son tan estrictas. Claro ejemplo de ello son las seis monjas clarisas residentes en el convento Santa Clara de la localidad guipuzcoana de Tolosa.

El convento de Santa Clara, construido entre los siglos XVII y XVIII, está dentro del casco urbano de la localidad de Tolosa. En 1964 fue declarado Monumento Histórico-Artístico de interés provincial y hace más de cuatrocientos años que sus muros albergan la orden de las monjas clarisas.

«El Papa Juan Pablo II dispuso antes de morir que cada convento de clausura podía regular su funcionamiento y lo cierto es que las cosas han cambiado. Hoy en día tenemos más contacto con el exterior. Es verdad que no salimos por salir, únicamente cuando nos parece realmente necesario: a la farmacia a por medicinas, a la compra, a visitar familias que nos lo piden y realmente lo necesiten, etc. Nos turnamos para ello. No sentimos la necesidad de alejarnos del convento, vivir en él es nuestra manera de servir a Dios. Aquí nos sentimos felices y en paz», explica Micaela Urroz, madre abadesa del convento.

Admite que son muchas las preguntas que se hacen respecto a las monjas de clausura. «La gente nos pregunta si no nos aburrimos. ¿Aburrirnos? No sabemos lo que significa esa palabra». En realidad, tienen un horario muy estricto y el día organizado para realizar diversas tareas. A las 07.30 se despiertan y acuden a la iglesia a rezar. A las 08.00 celebran una misa, abierta a quien quiera acudir. De 09.00 a 09.30 rezan en privado y, seguidamente, van a desayunar.

«Amor con amor se paga». La madre abadesa es una de las encargadas de preparar la custodia para la misa. Lleva diecisiete años en el convento de Tolosa. «Nací en Saldias, en un pequeño pueblito de Navarra, y allí residí hasta que cumplí los 18 años y me fui a trabajar como sirvienta a Francia. Siempre me gustaron las monjas, desde muy pequeñita me disfrazaba delante del espejo y jugaba a ser una de ellas». Tras su vuelta, a los 23 años, Urroz lo vio claro: «Quería ser monja, Jesucristo murió por nosotros y qué mejor manera de agradecérselo que dedicar la vida a servirle. Amor con amor se paga. Me pasé día y medio llorando cuando me incorporé al convento de clausura; ahora sé que mi decisión fue la correcta y me siento muy feliz».

Tras cinco años en el convento de las clarisas de Oñati, se trasladó a La Rioja porque necesitaban una organista. Allí pasó los siguientes 27 años hasta que finalmente se trasladó a Tolosa por razones personales: «Aquí vivía mi hermana con mi padre, que en aquel entonces estaba enfermo. Quería estar lo más cerca posible de ellos. Han pasado diecisiete años desde que llegué aquí y me siento muy feliz formando parte de esta comunidad», asegura.

Tras la misa y sus respectivas oraciones, las monjas se reúnen en el comedor para desayunar. «Desayunamos todos los días a las 09.30. Un desayuno muy sencillo, a base de leche y pan. Tras recoger todo y fregar, nos queda un poquito de tiempo libre hasta las 10.00 para que cada una haga lo que le resulte oportuno. Normalmente aprovechamos ese tiempo para organizar nuestro cuarto, leer o, simplemente, dar un paseo, y a las 10.00, a trabajar. Cada una tiene asignadas varias tareas; si es un tanto especial, la hacemos entre todas, como elaborar dulces para ocasiones especiales. Yo, como madre abadesa, represento a la comunidad y hay pequeñas decisiones que puedo tomar sin consultar, pero casi nunca se da el caso. Funcionamos como grupo, las decisiones más importantes las tomamos entre todas», subraya. Micaela Urroz es madre abadesa del convento desde hace nueve años, cargo que se elige por votación democrática cada tres años.

Sin relevo generacional. Son las 10.00 y comienzan las tareas diarias. A sor María Rosario se le ha asignado la limpieza de parte del convento, trabajo que realiza encantada y siempre con una sonrisa en la boca. «Tengo 81 años y llevo 61 en este convento. La vocación de ser monja no me surgió de niña, tuve una vida que disfruté como cualquier otra adolescente. Trabajé en varios lugares de Tolosa como sirvienta y a los veinte años lo vi claro: quería ser monja de clausura. No tuve ningún problema en entrar en el convento, me amoldé enseguida. Entonces éramos cuarenta monjas, a día de hoy solo quedamos seis. No sé qué pasará cuando nosotras faltemos; no hay relevo generacional y se están cerrando muchos conventos. Me hace mucha gracia el concepto que tiene la gente de nosotras. No somos extraterrestres, somos mujeres normales, trabajamos en nuestras tareas a diario. Simplemente, hemos decidido dedicarle la vida a Dios». Planchar, limpiar, regar las plantas... las monjas se encargan de que el convento se mantenga impoluto.

Sor María Lourdes Jauregi se dedica principalmente a planchar y doblar la ropa, ya que su enfermedad le impide andar. «Nací en Zaldibia (Gipuzkoa) –cuenta– y a los diez años dejé la escuela para trabajar, cuidando niños durante varios años y de sirvienta en un hotel de San Sebastián . Con 23 años decidí hacerme monja, a día de hoy tengo 85. Mis comienzos fueron en el convento de Segura (Gipuzkoa), pero unos seis meses después me incorporé al convento de Tolosa. Yo no era monja de clausura; mi decisión de ser interna la tomé hace unos ocho años porque mi enfermedad ya me impedía andar. Hasta entonces yo era la encargada de hacer todos los recados en el exterior. Ahora, en cambio, me dedico a planchar y a doblar la ropa. Mucho más no puedo hacer. Intento colaborar en todas las tareas que puedo».

No solo cocinan, limpian y preparan la ropa. Las monjas también tienen una huerta y diez ovejas que atender diariamente. «Hay mucha gente del pueblo que se pregunta de qué vivimos, y la verdad es que tenemos nuestra jubilación por los años que hemos cotizado. De vez en cuando, asociaciones o grupos grandes nos traen ropa para limpiar y planchar y les cobramos un poquito. No podemos vender dulces porque para ello se necesitan muchos permisos. Sí que los hacemos, pero para nosotras mismas, para celebrar ocasiones especiales o para ofrecerlos a la gente que viene de visita».

Una vida sin misterios. La vida dentro del convento sigue siendo un misterio para la gente del pueblo, que lo considera un lugar inaccesible. «Somos humildes, sencillas, trabajadoras, simpáticas y muy divertidas. Creo que se tiene una visión equivocada de nosotras. Antaño sí que era todo mucho más estricto, pero los tiempos han cambiado», comenta Urroz, riéndose.

Atender la huerta y los animales son quehaceres cotidianos. Y cuentan con ayuda externa para esquilar y ordeñar las diez ovejas que pastan en los terrenos pertenecientes al convento. «Nos divertimos mucho realizando nuestras tareas diarias, humor no nos falta. Aquí nos sentimos en paz con nosotras mismas. Muchas veces, cuando por una circunstancia excepcional tenemos el deber de salir fuera por unos días, en realidad estamos deseando volver. No sentimos la necesidad de salir. La vida que hemos elegido, la vida dentro del convento es lo que realmente nos satisface. Es una rutina como la de cualquier persona de la calle. Al fin y al cabo, todas tenemos nuestra propia rutina que se resume en trabajar y tener tiempo libre para dedicarlo a lo que más nos guste», explica la madre abadesa mientras saca a las ovejas y echa un vistazo al huerto junto con algunas de sus hermanas.

«La huerta tiene mucho trabajo, a veces pedimos ayuda externa para mantenerla», explica la abadesa. «Recogemos lo sembrado para cocinar, nunca lo vendemos. En esta época recogemos las vainas y, a pesar de ser mucho trabajo, nos lo pasamos realmente bien realizándolo. Yo siempre me pongo una visera para protegerme del sol, al resto de las hermanas les hace mucha gracia», explica sor María Rosario.

Al finalizar la recogida de productos de la huerta, es hora de cocinar, tarea en la que se turnan. A las 13.00 llega la hora de comer en el convento. El menú habitual es a base de verduras, legumbres... Una vez retirada la mesa y finalizada la tarea de fregado, las hermanas cuentan con tiempo libre hasta las 16.00 para dedicarlo a sus aficiones. «Me gusta mucho hacer deporte, para ello cuento con una bicicleta estática y una cinta de correr que aprovecho cada vez que tenemos un ratito libre», cuenta sor María Cruz.

En el convento disponen de varios pianos que la madre abadesa aprovecha para poder practicar una de sus aficiones. «A mí me gusta mucho leer y tocar el piano, suelo dedicar los ratos libres a ello. Tenemos aficiones normales como las del resto de la gente y las practicamos cada vez que podemos».

Sor María Cruz Pérez cuenta su historia mientras pedalea en la bici estática. «Nací en Bilbao hace 49 años y estudié corte y confección con unas monjas. Un día mi madre quiso hacer ejercicios espirituales en un convento de La Rioja y también me invitaron a mí. Una vez que entré en el convento, jamás volví a salir. Lo vi muy claro, quería ser monja de clausura. Pasé allí once años, hasta que las monjas fueron muriendo y tuvimos que cerrarlo. Las pocas que quedamos fuimos reubicadas».

A día de hoy lleva dieciocho años en el convento de Tolosa y asegura sentirse muy feliz. «Cuando yo llegué –recuerda–, éramos diecinueve, ahora somos seis. Normalmente realizo todas las tareas que puedo, pero ahora mismo mi labor más importante es la de enfermera, ya que tenemos una hermana enferma que necesita muchos cuidados. Aquí nos cuidamos mucho unas a otras».

Habitaciones para huéspedes. A las 16.00 en punto las hermanas vuelven a rezar hasta la 16.45, hora en la que reanudan sus tareas. «Es nuestra responsabilidad también acondicionar los cuartos apropiadamente para las personas que vienen al convento a pasar unos días de retiro. No son pocas las personas que acuden a nosotras en busca de tranquilidad en épocas duras. Por ejemplo, hemos alojado a varias personas que en época de exámenes han necesitado tranquilidad y silencio absoluto para concentrarse. Para ello contamos con varias habitaciones acondicionadas, una pequeña cocina y una pequeña sala de estar para que puedan estar sin que nadie les moleste».

La madre abadesa es una de las encargadas de preparar los alojamientos, a los que se accede desde una entrada lateral del convento. Las personas que acuden a modo de retiro disponen así de una independencia absoluta.

El mismo orden que preside las habitaciones para los huéspedes se observa también en las de las hermanas; son austeras y luminosas. «Disponemos de una cama, un armario y un pequeño lavabo. Dentro del armario no tenemos gran cosa. Ropa íntima, un par de hábitos, ropa de trabajo y calzado», explica la madre abadesa.

Entre las tareas a realizar también se incluyen las compras y los encargos necesarios, así como revisar el correo electrónico. «Tenemos internet, mediante correo nos comunicamos con nuestras familias y lo utilizamos para mandar y recibir fotos. Normalmente soy yo la que lo utilizo –prosigue–. A pesar de que hoy en día, con las nuevas normas, podemos visitar a nuestras familias si surge algún problema o enfermedad, no está de más comunicarnos también vía e-mail. Los encargos en la calle, en cambio, los hace sor María Cruz, que es la más joven. Ella se encarga de comprar los medicamentos necesarios, de ir al ambulatorio o de comprar la comida».

Permisos para salidas. La madre abadesa es quien da permiso al resto de hermanas que necesitan salir del convento. «Normalmente no hay ningún problema en salir al exterior, incluso para varios días, si la razón está justificada. En cambio, si es para un periodo muy largo, deberíamos de pedir permiso al obispo. Nunca nos ha surgido ningún problema al respecto».

Sor Genoveva, hermana de sor María Rosario, lleva 49 años en el convento de Tolosa. «Nací en Bedaio (Tolosa) hace 76 años. Hasta los 27 estuve trabajando, primero en el caserío familiar y luego como sirvienta. Estoy convencida de que la vocación me venía desde pequeña. Recuerdo cómo vestía a mis muñecas de monja. La verdad es que tenía una vida feliz, incluso salía con un chico, pero sentía un vacío dentro de mí que no sabría explicar. Definitivamente, decidí entrar en el convento. Mi decisión fue la correcta, ahora me siento realizada».

A las 18.30 termina el horario de visitas en el convento. A esa hora, las hermanas de Santa Clara acuden a rezar a la iglesia hasta las 20.00 en punto, hora de la cena.

Los trece huevos. Todas ellas aseguran que les agrada recibir visitas: «Nos encanta charlar con la gente. Para las visitas preparamos rosquillas y un poquito de vino dulce si tienen la edad apropiada. Nos gusta mucho intercambiar opiniones, hablar, contar, y que nos cuenten. También es tradición en el pueblo que las personas acudan al convento a traernos huevos, trece huevos, lo que se denomina la docena del fraile», precisan. Las hermanas explican que «esta ofrenda se hace para la petición de buen tiempo. Normalmente nos los obsequian cuando los interesados tienen eventos especiales, como bodas. Yo siempre digo que el tiempo está en manos de Dios y de la naturaleza; lo que hacemos nosotras es rezar para que la petición se cumpla». Años atrás las monjas apenas podían recibir visitas, ahora poquito a poco tienen más relación con el exterior. Ha habido una importante apertura.

Tras la cena y después de haber realizado el correspondiente fregado, a las 21.00 acuden a ver las noticias en la televisión. «No vivimos en una burbuja, sabemos todo el sufrimiento que hay fuera y rezamos por ello», señalan.

Después, tras una breve oración, sobre las 22.00 se acuestan. «Madrugamos mucho y al final del día terminamos agotadas», concluyen.