IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

¿Hasta cuándo?

La razón de ser del dolor en el cuerpo es normalmente su función de baliza, avisando de que algo no va bien en esa zona que duele. Quizá un daño físico severo, agudo y fruto de un accidente externo, o quizá una sensación más difusa relacionada con las vísceras, pero el dolor, precisamente por tener una función, desaparece cuando la cumple. Es decir, cuando deja de haber daño, por lo general dejamos de sentir el dolor.

Evidentemente esto es una simplificación y una generalización de un mecanismo tan complejo, pero nos puede servir para hablar de otros dolores y de su persistencia en nosotros. El dolor físico también es subjetivo, tiene que ver con la sensibilidad propia de cada individuo, lo que llamamos el umbral de dolor, es decir, a partir de cuándo la persona se hace consciente de estar sintiendo dolor. Y esto es diferente entre individuos, pero también es distinto entre grupos. Podemos pensar en nuestros mayores, en particular en aquellos que han tenido trabajos físicos durante su vida o han experimentado situaciones adversas durante largo tiempo, y es fácil darse cuenta de cómo su percepción del dolor es diferente, de la misma manera que lo es su grado de aguante.

Porque, por un lado, está la percepción del dolor y, por otro, su manejo, el cual también es subjetivo. No hay un protocolo personal estándar sobre cómo gestionar el dolor propio aplicable en todos los casos; más bien, cada uno tenemos nuestras tolerancias y sensibilidades.

Y de nuevo, podemos encontrar similitudes con el dolor psicológico, que también cumple la función de señalar lo que no va bien, quizás el daño psicológico, y está a expensas de nuestro umbral de dolor, nuestra sensibilidad y de cómo hemos aprendido a manejarlo. Pero, ¿hasta cuándo dura este? ¿Cuándo se cura? Y, sobre todo, ¿cómo curar una herida del pasado?

Lo primero que me viene a la cabeza al oír esta dificultad para reparar algo que sucedió hace tiempo es que con una herida física o una lesión, siempre la cura es en el presente, aunque es evidente que la herida se produjo en algún momento del pasado y los efectos nos remontan a lo que se rompió entonces o lo que se dañó. En unos casos, los medicamentos solo palían el síntoma del dolor, pero es el tratamiento el que cura la estructura dañada en la medida de lo posible.

Aunque podemos pensar en la cura como un proceso objetivo, tiene poco de universal, del mismo modo que el dolor, a pesar de ser una experiencia compartida, no es igual en todas las personas. Cuando nos curamos de una lesión o de una enfermedad, ese proceso nos cambia de algún modo, lo atravesamos con mayor o menor dificultad, pero habitualmente somos algo diferentes tras hacerlo.

Por norma general, pensamos en la curación como en la reversión de una situación de daño y la vuelta a la normalidad, pero nuestros accidentes nos cambian. Las secuelas de ciertos accidentes nos acompañan el resto de la vida y quizá también las de ciertos acontecimientos dolorosos. De alguna manera, contactar con ellos duele a pesar del paso del tiempo y en la fantasía, querríamos no haber pasado por ello. Sin embargo, se nos olvida a menudo que nuestro dolor también somos nosotros, que nuestras experiencias dolorosas también nos han conformado como somos y no solo esos aspectos negativos que uno entiende como «taras» tras la situación, sus secuelas, sino en esos otros aspectos en los que hemos crecido gracias a ellas, lo que hemos aprendido y que hemos llevado a otras facetas de nuestra vida para estar mejor.

Sentir el dolor todo el tiempo en ocasiones es inevitable, pero a veces no, a veces llega el tiempo de pararlo para atender a otras partes de nuestra vida, otras relaciones, para atendernos a nosotros mismos aquí y ahora, y quizá también para apreciarnos como somos… a pesar del dolor.