IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

La mirada virtual

Es un hecho que nuestra sociedad cada vez valora más la información, sus flujos y su enorme poder. Contenidos de todo tipo nos asaltan desde el bolsillo interior de la chaqueta, de forma literal, sin preguntar si es buen momento o si la vibración del aparato nos molestará. Lo importante es estar informados de lo que pasa en aquellos focos de nuestro interés, segundo a segundo. Bien sea en la pantalla de un móvil, una tablet, un ordenador o la televisión, la vista se nos inunda con luces de colores que dan mensajes supuestamente interesantes e incluso imprescindibles para estar al tanto. Sin embargo, probablemente el noventa por ciento de esa información no cambia para nada nuestra vida, no nos impacta especialmente, más allá de evocar opiniones y reacciones subjetivas que en las redes sociales se convierten en argumentos para contarle al mundo cómo son las cosas. Y como dice un buen amigo mío experto en estas lides, «como si al mundo le importara».

Porque, en cierto modo, vivimos una época de especulación informativa y no hablo de los medios globales, sino del uso de la información a pequeña escala. Es como si lo que escuchamos y vemos en medios generalistas o en nuestras redes más cercanas, fuera moneda de cambio en las transacciones sociales. Inflamos su valor opinando, argumentando, nos indignamos e incluso pedimos explicaciones por lo que otra persona ha dicho en una frase descontextualizada, completamente carente de matices, sacada de una pantalla de ordenador, nos importa mucho… Un rato.

En este contexto, engullimos las palabras y acciones de otros, las revalorizamos y emitimos juicios totalitarios con una despersonalización llamativa. Y con la misma velocidad que nuestros comentarios se convierten en información que considerar para otros, aparentemente abundando sobre un tema importante o socialmente imprescindible, todos terminamos desechando el paquete completo, olvidándonos en poco tiempo del tema que tanto nos enfervoreció y aquí no ha pasado nada.

Si nos paramos a pensarlo, realmente estos tejemanejes, estos cotilleos más o menos fundados, al final no suelen cambiar nada en nosotros. Más bien nos ofrecen la sensación de que estamos haciendo algo, quizá estructurar nuestro tiempo y aparentemente cubrir una necesidad gregaria. Pero las opiniones de un futbolista, una actriz, la nueva actualización de un sistema operativo, el lanzamiento de una línea de ropa, la serie de moda e incluso las opiniones políticas de siempre en versión web no tienen un impacto real en nuestras vidas.

La virtualidad que cada vez más nos rodea en todos los ámbitos de nuestro entorno tiene unas características peculiares que la hacen tremendamente útil para muchas cosas. La imagen de conceptos abstractos nos permite entender con mayor facilidad, podemos operar virtualmente sobre un terreno amplio que se nos escapa de antemano y facilita muchas otras tareas diarias. Sin embargo, en lo que a la conexión entre personas se refiere, los sistemas que estamos utilizando parecen priorizar la inmediatez antes que la cercanía real. Sin darnos cuenta, cada vez más sustituimos la implicación real en las cosas que nos importan por una implicación virtual, lejana, conversacional, política; sustituimos la presencia, el contacto físico, el tiempo que podemos dedicar a algo relevante en nuestra vida por la intención, el pensamiento o la vehemencia del verbo.

La sensación es que las sociedades cada vez más tecnologizadas, como la nuestra, prescinden poco a poco de la piel, de la reflexión profunda, de la acción, a favor de la asepsia, la fugacidad del pensamiento y la intención. Todo cambia muy rápido a este respecto y no querría sonar trasnochado, pero sea como fuere y por encima de toda la versatilidad tecnológica, nunca querría que dejaran de mirarme a los ojos.