IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

¿Cuándo llegamos?

Entre pensarlo y conseguirlo hay un camino o varios que no nos queda más remedio que recorrer para unir ambos puntos. Entre imaginarnos en una nueva circunstancia interna o externa y hacerla realidad hay un montón de decisiones y acciones que tomar y que no siempre son lineales o claras pero que nos hacen avanzar hacia allí. Curiosamente, cuando pensamos en los propósitos que nos hemos marcado hasta llegar a donde estamos hoy en las distintas facetas de la vida, es probable que aquellos planes iniciales que parecían los más razonables, los más directos para conseguir nuestros objetivos, se hayan encontrado con giros inesperados que finalmente han arrojado un resultado no planeado. Es algo así como intentar cruzar un río caudaloso saltando de tronco en tronco mientras el río los lleva; probablemente llegaremos al otro lado con agilidad, cálculo, jugándonos el avance en cada salto, que entraña cierto riesgo, para terminar llegando a la otra orilla pero a una altura diferente a la prevista, sin duda no justo enfrente de nuestro punto de partida.

Nuestra sociedad centrada en la productividad, con un modelo educativo y de trabajo centrado en objetivos, nos plantea desde muy temprano una cultura de avance vital en torno a la planificación, que debe cubrir unos hitos comunes y con poco margen de error entre lo que nos proponemos y lo que conseguimos. Y por otro lado, nuestra mente es muy poderosa, es de hecho una maquina engrasada para hacer asociaciones entre informaciones distantes y crear planes de acción. La línea recta mental es relativamente sencilla de trazar, incluso la fuerza de voluntad imprime movimiento interno para seguir esa línea en ese mapa, pero caminar en línea recta en la montaña es otra cosa. De hecho, seguirla literalmente es absolutamente imposible.

Entonces es necesario cambiar de estrategia, buscar rutas naturales, asequibles, lo más cercanas posible a nuestro plan, pero incluyendo un elemento esencial: la paciencia. Necesitamos darnos tregua, no conformarnos con parar ante el primer escollo pero al mismo tiempo apreciar nuestras derivas, los tiempos muertos, los recesos y las desviaciones que nos ayuden en el camino.

A mediados del siglo XX, un psicólogo llamado Walter Mischel hizo un experimento con niños que algunos de los lectores conocerán. Colocó un dulce frente a ellos y les propuso un trato: si eran capaces de esperar hasta que él volviera sin comerse el dulce, recibirían dos dulces, si no, podían comerse el que tenían delante pero no recibirían ninguno más. Algunos de ellos se lanzaban de inmediato, mientras que otros podían contenerse durante los quince minutos de espera.

Lo interesante es que cuarenta años después se realizó una investigación con estas mismas personas, ya adultas, y descubrieron que aquellos que habían conseguido esperar habían tenido más éxito en sus estudios, en su trabajo e incluso parecían ser más felices.

Los investigadores se atrevían a asegurar que la demora en la propia gratificación ayudaba a conseguir los objetivos, decirse “espera” internamente facilitaba las cosas a largo plazo. Lo cual no deja de tener cierta complicación, así que si queremos lograr grandes objetivos o pequeños, quizá sea más fácil si conseguimos amar los pequeños pasos del camino que recorremos, si no tratamos de saltarnos las fases que nos acercan, e incluso si nos desviamos de los planes iniciales a favor de un nuevo objetivo que surge como parte del hecho de caminar por la vida. Necesitamos coger impulso, explorar y divergir para ajustar la teoría de nuestros planes a la práctica de nuestras circunstancias y probablemente lo necesitamos a lo largo de todos los ciclos vitales.