Pablo L. Orosa
dificultades para la reconciliación

Sri Lanka olvida la guerra, pero no sus causas

En la isla de Nainathivu, las plegarias a Shiva comparten espacio con los rezos budistas. Fieles de ambas confesiones olvidan frente a los templos las tensiones étnicas que desangraron Sri Lanka durante más de dos décadas. Parece que siete años hayan bastado para borrar el recuerdo de 100.000 víctimas.

La gente está tratando de «cambiar», confiesa Thilak Lakshaya, uno de esos hijos de la paz que lleva la guerra en la memoria. Más al caer la tarde sobre las aguas verdosas de la bahía de Palk, cuando los autobuses repletos de visitantes cingaleses abandonan la península de Jaffna a la carrera. Pocos quieren pasar la noche en territorio tamil. Después de todo, la paz no es lo mismo que la reconciliación. «Aquí, en Jaffna, la gente sigue odiando a los cingaleses». La voz glotona de Thilak Lakshaya resuena ahora cansada, harta de tanto detestar. Desde que nació, hace casi dos décadas, no ha dejado de odiar ni un segundo. Como si ese fuese su estado das cousas. «Los chicos de mi generación fuimos criados en el miedo, con pensamientos negativos hacia los cingaleses. Nos sentíamos oprimidos por ellos. Era lo que escuchábamos a nuestros padres. En mi casa, mi abuela les tenía mucho miedo». Uno de sus hijos falleció durante el conflicto. El resto de la familia permanecía encerrada en casa. Los niños ni siquiera podían acudir a la escuela por el toque de queda. «No había comida y las tiendas quedaban demasiado lejos», rememora Lakshaya, hoy estudiante de administración de empresas, mientras apura un batido de chocolate en una pequeña panadería a las afueras de Jaffna. Finalmente, los Lakshaya tuvieron que huir. Refugiarse durante un año en los campos del sur. Fue aquel año cuando el joven aprendió a odiar a los cingaleses: «Siempre teníamos miedo».

Hoy en el territorio tamil sigue habiendo odio. Y miedo. El Gobierno, de mayoría cingalesa, ha reconstruido los accesos viales y ferroviarios a las áreas tamiles, conectando así el norte y el sur de la isla, y ha permitido que miles de turistas de la región india de Tamil Nadu, el estado ribereño que alimentó durante décadas la insurgencia tamil y donde permanecen todavía más de 100.000 refugiados, visiten cada semana este lado del mar. El país entero se ha llenado de símbolos de paz. Hay graffitis y murales que hablan de reconciliación. Pero esta nunca será realidad mientras los muertos permanezcan desaparecidos, las comunidades sigan segregadas y la pobreza continúe matando.

Aunque se construyen hoteles, centros comerciales y los visitantes indios pasean por las murallas medievales levantadas por los portugueses sobre la bahía, Jaffna, la capital cultural de las tierras tamiles, sigue siendo una comunidad deprimida. Cabras, gallinas, vacas y perros enflaquecidos pululan sin rumbo por unas calles que, a medida que se alejan del centro, van cediendo ante el color ocre de una tierra sucia, oscurecida por el último arrebato del monzón. La tasa de pobreza en los territorios tamiles quintuplica a la de la capital. En Mullaitivu, el último bastión de los Tigres Tamiles, es hasta veinte veces mayor.

Tras el fin de la guerra, en 2009, y especialmente tras la caída el pasado año del Gobierno de Mahinda Rajapaksa, quien dirigió la despiadada ofensiva que acabó con la resistencia de Tigres de Liberación del Eelam Tamil (LTTE), que está siendo investigada por la ONU, el Ejecutivo ceilandés ha empezado a reconocer la existencia de más de 65.000 desaparecidos (una cifra que algunos estudios elevan a 90.000) y se ha comprometido a apoyar su búsqueda, lo que ha generado una gran controversia social. «El problema es que los cingaleses no quieren reconocer que su padre, su hijo, su vecino ha matado o violado a mujeres tamiles», asegura Ruki Fernando, uno de los más destacados activistas del país, de origen cingalés, detenido varias veces por su lucha en favor de los derechos humanos.

Lo cierto es que, aunque la situación ha mejorado desde el fin del conflicto, las torturas, desapariciones y ejecuciones siguen siendo una constante en los territorios tamiles. En el país sigue habiendo más de 200 presos políticos, así como decenas de detenidos, en su mayoría tamiles, en virtud de la Ley de Prevención del Terrorismo, quienes permanecen en prisión sin haber sido enjuiciados. Una situación que ha sido reiteradamente denunciada por organizaciones de derechos humanos como Amnistía Internacional, la cual ha alertado del «constante uso de la detención y la reclusión arbitrarias, el empleo de la tortura y otros malos tratos, las desapariciones forzadas y las muertes bajo custodia, y un arraigado clima de impunidad». «Todavía hay vigilancias y detenciones arbitrarias», confirma Fernando, quien fue liberado tras su última captura gracias a la presión internacional.

En los últimos años, más de 36.000 hectáreas, el 0,55% de todo el territorio insular, han sido tomadas ilegalmente por las fuerzas armadas y la oligarquía empresarial afín para el desarrollo de proyectos agrícolas y, especialmente, turísticos. Áreas tamiles como las de Trincomalee, con sus puestas de sol sobre las playas de arena dorada, han sido el principal objeto de esta agresiva política que ha expulsado a muchas familias tamiles de sus tierras. En julio de 2015, el Internal Displacement Monitoring Centre (IDMC) cifraba en 73.700 los desplazados internos en el país.

«El Gobierno de Rajapaksa, incluso después de la guerra, tenía esa actitud de expandir la presencia militar para seguir controlando el país. Aunque no había razones para ello, lo hicieron, expropiando mucho territorio que luego fue vendido a empresarios afines», asegura desde su despacho en Colombo el coordinador de la ONG Sri Lanka Unites, Nishath Najumudeen. En enero de 2014, todavía había desplegados más de 80.000 soldados en el norte del país, según los datos del Centro de Políticas Alternativas (CPA). La propia ONU, a través de la que entonces era alta comisionada de derechos humanos, Navi Pillay, denunció en agosto de 2013 los abusos militares en los territorios tamiles.

Hoy, cuando deja de llover sobre Jaffna, un sol exhausto, fatigado de tanto luchar contra las nubes grises que trae la tarde, brilla sobre el horizonte y los jóvenes que se resisten al último estreno de Hollywood salen a cantar las glorias de una tierra orgullosa de su pasado. En sus ojos sigue habiendo miedo. Pero también mucho odio. «Se están paliando las consecuencias del conflicto, pero no la raíz del problema. Y la lucha de los tamiles es anterior al LTTE», alerta Fernando.

Colombo, entre el turismo y los crímenes de guerra. En Colombo, la capital comercial del país, la guerra parece ya haber sido olvidada. Decenas de estructuras de hormigón dominan el horizonte de una ciudad que palpita al ritmo frenético de los trenes que entran y salen de la estación de Colombo Fort. Los turistas recorren las casas victorianas del barrio británico antes de alejarse hacia las playas de Kollupititiya. Los locales, como el joven Fez, prefieren esperar la caída del sol en Slave Island, la barriada donde los esclavos africanos eran comprados y vendidos durante el dominio portugués de la isla. Como cada noche durante la época de lluvias, el monzón no tarda en anegar las calles, colándose incluso hasta el templo budista de Gangaramaya, la más importante de las construcciones sagradas de la isla y uno de los mejores ejemplos de su herencia multicultural de influencias indias y chinas.

La presencia militar es constante en el centro de la ciudad. La Armada tiene aquí su cuartel general y uno de los equipos de fútbol más temidos del país. «Ellos son muy fuertes. Entrenan todo el día corriendo alrededor del puerto. Es imposible ganarles. El árbitro no se atreve a pitarles en contra», bromea Fez, mientras pasea con el balón pegado al pie entre los muros agrietados del Galle Face Walk, el paseo marítimo levantado en 1856 por Sir Henry Ward sobre los vientos irredentos de la costa de Colombo. A unos pocos minutos de allí, hombres a los que precede la reputación de cobrarse siempre sus deudas negocian préstamos clandestinos junto a las ruinas del centro de telecomunicaciones. Una de esas huellas de la memoria que recuerda una guerra no tan lejana.

Aunque el movimiento por la autodeterminación del pueblo tamil comenzó en la década de los 70 del pasado siglo, no fue hasta 1983 cuando el conflicto entre la mayoría cingalesa, de credo budista y que agrupa al 70% de los habitantes, y la minoría tamil de religión hindú (15%) estalló. Los Tigres Tamiles, liderados por Velupillai Prabhakaran, respondieron a la represión cingalesa con una guerra de guerrillas cada vez más violenta. Reclutaron a niños soldados y utilizaron a la población civil como escudos humanos. Fueron además los precursores de los atentados suicidas habituales hoy en día entre los radicales yihadistas. En 2002, con la mediación de Noruega, ambas comunidades alcanzaron un alto el fuego que ninguna de las dos partes respetó, lo que recrudeció el enfrentamiento hasta la ofensiva final decretada por el presidente cingalés Rajapaksa en la primavera de 2009. Entre octubre de 2008 y mayo del siguiente año, más de 40.000 personas, entre ellos miles de civiles, fallecieron en los bombardeos ordenados sobre Mullaitivu, el último bastión de resistencia del LTTE. Todavía hoy la división 59 del Ejército ceilandés vigila los accesos a la zona.

La ONU, a través de un informe publicado en setiembre de 2015, denunció «las ejecuciones extrajudiciales, la violencia sexual contra las mujeres tamiles y la tortura» a la que fueron sometidas centenares de personas vinculadas al LTTE tras la caída de Mullaitivu. El documento, que reconoce «fuertes indicios» de crímenes de guerra cometidos durante la ofensiva final contra los tamiles, ha generado un fuerte rechazo social en la sociedad cingalesa, reticente a la creación de un tribunal internacional para juzgar lo ocurrido. De hecho, el pasado mes de febrero, coincidiendo con la visita a la isla del alto comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, Zeid Ra'ad Al Hussein, miles de personas tomaron las calles de Colombo para pedir a Naciones Unidas que deje de hurgar en el pasado. «Los héroes del conflicto no cometieron crímenes de guerra, ellos liberaron el país», clamaba entonces el parlamentario Wimal Weerawansa. Lo cierto es que «los tamiles sí están mirando hacia dentro y reconociendo los errores cometidos. Los cingaleses, sin embargo, siguen hablando de héroes de guerra», apunta Ruki Fernando, una de esas raras voces capaces de alzarse contra la mayoría.

Desde setiembre de 2005, han matado a al menos media docena de periodistas en el país y varias decenas más han abandonado la isla ante la persecución a la que eran sometidos por el Gobierno. De hecho el Índice de Impunidad Global 2015 –realizado por el Comité para la Protección de Periodistas (CPJ)– considera Sri Lanka como el sexto país más peligroso para los trabajadores de la información y Reporteros Sin Fronteras (RSF) lo sitúa en el puesto 141 de 180 en su clasificación de libertad de prensa.

Los medios tamiles, como el diario ‘‘Uthayan’’, son a menudo las principales víctimas de esta campaña de hostigamiento con la que las viejas estructuras de poder cingalesas siguen castigando a la minoría tamil. Una estrategia, similar a la utilizada por el temible Ejército birmano, el Tatmadaw, que incluye expropiaciones forzosas y agresiones sexuales a mujeres tamiles. Sin tierra y sin el sostén social que suponen las mujeres, los restos de la insurgencia tamil carecen de apoyo para resistir.

«Ahora mismo la sociedad tamil todavía tiene muy presente las consecuencias de la guerra, pero sus demandas políticas siguen vigentes, por lo que no podemos descartar que en el futuro el movimiento del LTTE rebrote», advierte Fernando.

La sorprendente derrota electoral de Rajapaksa en los comicios de enero de 2015 ha abierto una puerta al diálogo. El nuevo Ejecutivo, liderado por Maithipala Sirisena, «está tratando de rectificar», reconoce el coordinador de Sri Lanka Unites, Nishath Najumudeen. En un guiño a la comunidad internacional, Sirisena tiñe cada uno de sus discursos con la pátina de la reconciliación, al tiempo que ha comenzado a devolver algunas de las tierras confiscadas a los campesinos tamiles y está reduciendo la presencia militar en su territorio. «Los cambios no pueden ser drásticos, tienen que ser paulatinos», alerta Nishath Najumudeen.

Y es que pese a los gestos del Gobierno, como el fomento del aprendizaje de ambas lenguas, las heridas de la guerra siguen supurando más allá de los símbolos. Un amplio sustrato social cingalés añora la mano dura de Rajapaksa, mientras la minoría tamil se siente cada vez más oprimida y discriminada. «Se están afrontando las cosas superficialmente, no se ataja la raíz del conflicto», advierte Ruki Fernando.

La amenaza de Buda. En el barrio de Pettah, apenas a unos minutos de Colombo Fort, es el canto del muecín el que llama a la noche. Fez, como otros jóvenes de los slums más pobres, vuelve a casa con algo de alimento. Hoy hay pollo, arroz y algunas verduras. Su abuela lo espera dentro, junto a otras dos vecinas que tratan de escapar del calor recostándose sobre las baldosas del suelo. En la habitación del fondo, un bebé no para de llorar. Es su sobrina. Resultó gravemente quemada en un incendio. «Ahora su padre tiene que trabajar a doble turno para pagar los gastos. Yo también ayudo con lo que puedo», relata el joven sin separarse un metro del balón de fútbol.

Apenas la luz que se cuela entre las ventanas ilumina los callejones embarrados de Pettah. En las esquinas sombrías se repiten las ofertas con droga. Pese a todo, asegura Fez, «este es un barrio tranquilo. Aquí la convivencia es pacífica». En Sri Lanka, la comunidad musulmana, que habla tamil, pero no respalda la lucha del LTTE, ejerce de comunidad bisagra entre cingaleses y tamiles. Son pequeñas buffer zone que amortiguan las tensiones étnicas en barrios como Pettah.

Esto los ha convertido en un enemigo más del Bodu Bala Sena (BBS - Buddhist Power Force), el movimiento radical budista que lleva desde 2012 amedrentando a las minorías religiosas del país. Son centenares los ataques registrados desde entonces contra hindúes, musulmanes y cristianos. En junio de 2014, las hordas budistas, inspiradas en la corriente radical del monje birmano Ashin Wirathu, el bautizado como el Bin Laden budista, lanzaron una ofensiva de dos días contra las localidades de mayoría musulmana de Dharga, Aluthgama y Beruwala. Cuatro personas, tres musulmanes y un hindú, fallecieron, y otras 80 resultaron heridas. Más de 10.000 tuvieron que dejar sus casas.

La memoria de la guerra, cuando uno y otro bando destruyeron templos de las confesiones rivales, sigue ahí, «azuzando el odio». «Los ataques siguen ocurriendo», continúa Ruki Fernando, la gran diferencia es que los radicales tenían antes «el apoyo total del Gobierno de Rajapaksa y ahora ya no». «No se trata de un problema religioso. La religión es solo una excusa. La BBS está extendiendo el miedo entre la comunidad cingalesa repitiendo el mensaje de que las minorías están teniendo muchos hijos y superpoblando sus territorios», tercia Nishath Najumudeen.

A su espalda, sobre una de las paredes de la oficina de Sri Lanka Unites a las fueras de Colombo, la sonrisa amarga de un joven se pierde entre palabras que hablan de reconciliación. «Pero la reconciliación no puede lograrse en una noche, es un viaje continuo». Al que no se le puede poner fecha de llegada.