IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Nuevas parejas

S i hay una relación íntima por excelencia en la vida adulta esta es la de pareja. Una relación que elegimos, en principio de manera libre, con un deseo de vínculo y exclusividad que nos dé una sensación de continuidad y confianza. Por otro lado, tener pareja da paso a otros hitos vitales como la formación de una familia o un hogar, un proyecto de continuidad incluso genética, que es intrínseco a nuestra naturaleza como seres humanos. Sin duda, hoy por hoy, una pareja no es imprescindible para acceder a algunas de estas experiencias importantes, pero sigue siendo la forma habitual y espontánea en todo el mundo.

La formación de una pareja a veces puede llegar a ser un objetivo consciente y muy demandante internamente, para convertirse en un deseo que recaba energías, requiere de estrategias para su consecución y conlleva cierto estrés; pero, por otro lado, la mayoría de las veces simplemente nos apetece. En el fondo no deja de ser un misterio el mecanismo que nos hace elegir a unas u otras personas para formar este importante vínculo. A menudo el impulso sexual, en forma de atractivo físico, va en la vanguardia, pero ni mucho menos es algo objetivo. El atractivo es un compendio de cualidades que creemos que la otra persona tiene y, que de un modo u otro, anticipamos que contribuirán a cubrir nuestras necesidades. Y digo «creemos», porque en el momento del inicio de ese acercamiento no tenemos más que intuiciones o ciertos signos que nosotros ponemos en contexto de una forma egocéntrica, es decir, literalmente en función de lo que nosotros buscamos.

Dicho de otro modo, es habitual que, en contra de los que pensamos normalmente, no veamos en un primer momento a esa otra persona, sino que estemos evaluando y, por tanto, registrando las cualidades que encajan o no con nuestros deseos. Y parece un matiz sutil, pero tiene importantes implicaciones. Las relaciones de intimidad, y probablemente todas las demás, se construyen a partir de un baile entre mirar hacia adentro y mirar hacia afuera, fijarse en las necesidades y deseos personales y por fuera reparar en los deseos y necesidades de la otra persona, pero también en la posibilidad de que esta persona pueda cubrir necesidades pendientes, aquellas que otras personas antes no han conseguido satisfacer.

Llevamos entonces a la nueva pareja el anhelo de que esta vez suceda aquello importante que no sucedió y «por fin, encuentre a la persona que...». En un principio, la idea parece emocionante, la novedad y el entusiasmo abren la puerta a la ilusión y, si la espera ha sido larga, el deseo termina convirtiéndose fácilmente en expectativa –«esta vez sí»–. Este se convierte probablemente en el primer reto que una pareja reciente afronta: la diferencia entre quiénes son por sí mismos, con sus cualidades únicas, y quiénes son como receptores de las ilusiones del otro, como agentes capaces de cumplir total, parcialmente o en absoluto lo que secretamente el otro espera. Y es que este tipo de expectativas se mantienen habitualmente ocultas al que viene, y a menudo incluso lo están también para quien las tiene, normalmente, porque estas hablan de la vulnerabilidad. De forma natural esperamos entonces que nos cuiden, que nos estimulen, que nos protejan o valoren.

La línea queda trazada, entre lo que hoy sigue siendo una necesidad natural y el deseo de que él o ella cure nuestras heridas. Y es que el desencuentro profundo y sostenido en las relaciones cercanas que tenemos puede herir; mientras que el contacto respetuoso e implicado es capaz de curar, aunque es posible que esto solo pueda suceder con maneras nuevas. Nadie podrá nunca volver atrás en el tiempo para hacer por nosotros lo que no hicieron, pero encontrarnos con alguien nuevo, construir un contacto genuino y anteponerlo a las expectativas puede de forma natural calarnos hasta los huesos con una nueva experiencia, quizá reparadora... O quizá, ni más ni menos que distinta.