IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Mi pareja ideal

Uno de los cambios que caracterizan el paso de la edad infantil a la adolescencia y de ahí a la edad adulta es la disminución del poder de la fantasía. A cambio, la percepción de lo que hemos convenido en llamar “la realidad” es más precisa –más parecida a la de los adultos–. Empezamos a saber más de la vida y es esperable que lo que hacemos lo hagamos más conscientes de ese momento. Pero la fantasía no acaba con el final de la infancia, ni mucho menos, continúa siéndonos de utilidad imaginar lo que está por venir.

Otra de las facetas en las que la fantasía juega un papel fundamental es en las relaciones de pareja, en particular cuando ese encuentro ha sido anhelado durante tiempo. Me refiero a las fantasías que surgen en los momentos iniciales sobre la personalidad de la otra persona y cómo ésta va a influirnos –habitualmente prevemos que de una forma positiva–. Estas fantasías están basadas en algunos signos de comportamiento, de actitud, que relacionamos con un tipo de persona que deseamos tener cerca, que nos atrae, o que nos ayuda de algún modo. A partir de esos signos estamos preparados para construir en torno a ellos una imagen aproximada pero, al no conocer a la persona real, nos vemos obligados a llenar los huecos. No es extraño que esa imagen inicial que construimos se vea profundamente influenciada por nuestros deseos, necesidades y expectativas, al mismo tiempo que en esos momentos iniciales la otra persona está especialmente interesada en cubrirlas, en gustarnos en definitiva.

Esa idealización será más grandiosa cuando esos deseos nuestros surjan a partir de heridas anteriores en relaciones pasadas, o dificultades con las personas de referencia. Por ejemplo, si una persona ha llegado a la conclusión otras tantas veces de que su opinión no es valiosa para las personas importantes que ha tenido en su vida, probablemente el deseo de que ésta sea valorada sea grande –a pesar de que llegue a esperar que no vaya a ser así–.

Si una nueva pareja tiende a preguntar a este respecto, a interesarse, la emoción de haber encontrado a alguien que «por fin se da cuenta del valor que tengo», es tan grande que los vasos comunicantes de la ilusión llevan esa sintonía a otros aspectos que necesitan ser regados por el interés de los otros. No es extraño entonces, que estas preguntas sean los primeros ladrillos para construir una imagen idílica de alguien que «por fin cubre mis necesidades, largamente desatendidas». Por lo tanto, con una fantasía similar a la que describíamos al principio, colocamos a esa persona en un lugar ideal, infalible, y que creemos que nos completa y cierra las heridas del todo «ya no volverá a pasar».

En esos momentos viene el temor al abandono por parte de alguien así, la inseguridad por no estar a la altura, etc. De todos modos, si todo va bien, es cuestión de tiempo –o quizá por habernos alimentado suficiente de aquello que tanta hambre nos daba–, que empecemos a verle las costuras a esa imagen, y que poco a poco se vuelva más real… Menos infalible. Entonces no es extraño que nos asustemos, que intuyamos de nuevo la sombra de aquella falta que creíamos extinta, cuando quien está a nuestro lado no puede asegurarnos la tranquilidad a la que nos habíamos acostumbrado.

Así que nos aferramos, tratamos de devolverle su grandiosidad a algo que ya no tiene vuelta atrás: la humanización de la pareja; Como lo hacen los niños cuando se hacen conscientes de las limitaciones de sus padres, también los adultos exigimos la vuelta del ideal demandando, enfadándonos, pataleando. Si conseguimos que la decepción no nos haga a nosotros, que tanto habíamos necesitado, romper esa relación, entonces se hace posible el encuentro real entre dos personas con limitaciones y necesidades, dos personas vulnerables que se acompañan.