Itziar Ziga

21 años de maricones vivos

Como Madonna, deseo celebrar estas dos décadas de maricones vivos. La existencia de tantos amigos a los que, sin los antirretrovirales –y sin la cobertura sanitaria universal y gratuita que tanto nos ha costado conseguir y que no debemos perder jamás–, igual ni hubiera llegado a conocer. O me habría tocado enterrar.

En 1996, la vida humana cambió. Al menos la posibilidad de vivir para aquellas y aquellos, millones, infectadas por el VIH. Los tratamientos antirretrovirales eran sintetizados. Casi perdemos el aliento por el camino, muchísima gente lo perdió. Pero al fin, esa misteriosa enfermedad que, como el virus zombie en “The Walking Dead” lo menos importante es de dónde viene, pudo empezar a ser cronificada. Compatible con la vida. Había herido a la comunidad gay de muerte, como tantas otras veces nos sucedió en la Historia. Y como tantas otras veces en la Historia, renacimos como el puto Ave Fénix, bañadas en purpurina. Esta es parte de nuestra épica y orgullosa supervivencia.

Un bellísimo azafato francocanadiense llamado Gäetan Dugas era convenientemente demonizado en plena era reaccionaria Reagan como el «paciente cero», concepto extendido desde entonces aunque epidemiológicamente descabellado. Aquel pavoroso 1984 se publicaba un estudio que lo señaló como el probable propagador del VIH desde África. Él se había mostrado especialmente colaborador en las primeras investigaciones sobre esa nueva enfermedad tan desconcertante. Fue capaz de recordar unos dos mil hombres con los que había mantenido sexo por todo el mundo, en sus viajes como asistente de vuelo de Air Canada. Gracias a él, descubrieron que el semen era uno de los fluidos corporales que portaba aquel virus capaz de fulminar en poco tiempo a jóvenes sanos como robles. El otro, principalmente, era la sangre. Si se sabía cómo el nuevo enemigo pasaba de un cuerpo a otro, existía la posibilidad de pararlo.

Gäetan Dugas murió ese mismo año, con el sistema inmunológico tan derruido como llegaría a estarlo su nombre. Asociar promiscuidad, y sobre todo promiscuidad gay, con fatalidad y peligro social fue muy conveniente para volver a poner las cosas en su reaccionario sitio tras la explosión de libertad de los setenta. Todavía circulan publicadas patrañas infames que le atribuyen la depredadora voluntad de convertir su enfermedad en plaga. A pesar de que desde el principio hubo infectadas personas de todo género y opción sexual, el sida sería conocido durante un tiempo como el «cáncer gay». Hoy es genéticamente irrebatible que Gäetan Dugas solo fue uno de los miles de infectados antes de que se identificara el VIH. La leyenda del «paciente cero» viene incluso de un error de lectura: el archifamoso cero era en realidad una «o», de outside of California.

Uno de los primeros lugares donde se investigó aquel extraño brote mortal fue en San Francisco, entre su extensa comunidad gay. Asentada en el barrio de Castro desde que miles de soldados, con preferencias sexuales inconvenientes, fueron enviados allí durante la Segunda Guerra Mundial, para ser juzgados por sodomía. ¡Ultrahomófobo ejército de los USA, te cubriste de gloria! Queriendo acabar con ellos, provocaste uno de los mayores y más combativos guetos gays del mundo. Desde el que arrancaría valerosamente la lucha contra la terrible represión policial y social que sofocaba sus vidas.

En octubre de 1984 fueron cerradas nueve saunas gays en San Francisco por orden legal, para tratar de parar la infección. Y porque les tenían homófobas ganas, claro. Los maricones se opusieron a follar con preservativo y a que sus clubs de recreo sexual fueran clausurados. Defendían su libertad ganada a pulso en los últimos años. Y también les podía su legendario vicio. Eso sí, las lesbianas empezaban a practicar sexo oral a través de celofán, por si acaso. Está demostradísimo que es imposible infectarse con el VIH por ingesta de coño. Desde el conocimiento científico convencí hace doce años a mi amiga Kat, portadora desde el 85, para que me dejara comérselo. Todo fue perfecto. ¡Alguna ventaja teníamos que tener en todo esto nosotras!

Una activista imprescindible por el cuidado hacia la gente seropositiva llamada Montse Pineda me explicó, cuando la entrevisté en 2002, que «la incapacidad de las mujeres para negociar sus relaciones sexuales porque no se les está patriarcalmente permitido, es otra forma de violencia machista». Pronto se comprobó que la infección entre mujeres heterosexuales se disparaba: ya no era solo un problema de maricones. Nunca lo fue.

A principios de los ochenta y durante casi veinte años, las marchas del 28 de junio que celebran por todo el mundo aquella revuelta de travestis, maricones y bolleras que explotó en Manhattan frente al bar Stonewall en 1969, se llenaron de fantasmas. Los gays caían como moscas y nadie parecía hacer nada. Cuando ya se había avanzado un poco, gracias a una lucha heroica, en la posibilidad de existir socialmente para las desviadas sexuales, llegó la maldición en forma de virus.

A enfrentarse al mayor estigma de la virilidad y al habitual rechazo de sus familias, se les sumó el miedo, la enfermedad, la muerte propia y de los amigos. El estigma renovado, la discriminación renovada… y ese otro virus terrible que te carcome por dentro, cortesía de la dominación cristiana, también renovado. El televisivo y gran escritor Jorge Javier Vázquez lo explica así: «Del miedo que pasé durante aquellos años me quedó, como a mucha gente de mi generación, un complejo de culpa tan grande como la Catedral de Burgos». Mi amigo Rodrigo Van Zeller me lo decía hace poco: «¿Cuál va a ser mi canción favorita de los Pet Shop Boys? Soy maricón, It’s a Sin». Es un pecado.

Hay un activista gay, maravilloso, guionista de Hollywood, empeñado en restituir el amor propio a su comunidad, llamado Larry Kramer, que dice esto: «Tenemos que hacer de nuevo algo en este mundo, por nuestra propia vida, que vale muchísimo. Al no hacerlo, tú estás diciendo que nuestras vidas son una mierda, y que nos merecemos morir. Y que la muerte de todos nuestros amigos y nuestros amantes no ha servido para nada. No puedo creer que en tu fuero interno te sientas así. Yo no puedo creer que te quieras morir. ¿Y tú?».

Desgraciadamente, hay también fuerzas en contra desde nuestras filas: el infame, cómodo e irresponsable negacionismo del sida. Nunca olvidaré las lágrimas de una agente de salud comunitaria que conocí en México cuando le hablé de la negación entre gente que tiene acceso a tratamiento gratuito, gracias a nuestra sanidad universal. Y que, al final, siempre se dejan remontar antirretroviralmente cuando ven de frente a la de la guadaña. Lo he visto varias veces, entre mi gente en Barcelona. «A mí se me mueren en los brazos, porque son pobres. Mientras esos niños mimados europeos...», me dijo llena de justiciera rabia.

La lucha contra el sida, contra la homofobia, contra el estigma y contra ese terrible auto-odio interiorizado patriarcalmente, continúa. Nunca olvidaremos la muerte de tantos de los nuestros. Ni de lamentar que la cura no llegara a tiempo para Freddie Mercury. ¡Qué canciones suyas nos hemos perdido desde 1991! Horas antes de morir, confirmaba que tenía sida. Su decisión fue histórica para desactivar el tabú. «Deseo que todos se unan a mí, a los médicos y a quienes padecen esta terrible enfermedad, para luchar contra ella». Aquel último gesto valiente, impulsado por la misma grandeza que guió siempre su vida, lo cambió todo.

Porque el cantante de Queen era una estrella del rock, venerada por mujeres y hombres. Aunque, muy especialmente, por hombres heterosexuales. Admiraban su masculinidad, fuerte pero glamourosa, sin percatarse de que provenía de la cultura gay. Eran incapaces de decodificarla, ya se sabe que la estética no es cosa de machos. O eso creen. Ésta es una de nuestras grandes victorias: se lo hemos colado todo. Donó póstumamente más de 30 millones de euros para la investigación contra el sida. ¿Cómo de guapo sería Freddie Mercury, ahora, con 71 años? Nunca lo sabremos. Aunque yo cierro los ojos, y puedo verlo.

Como Madonna, hoy deseo celebrar estas dos décadas de maricones vivos. La existencia de tantos amigos a los que, sin los antirretrovirales –y sin la cobertura sanitaria universal y gratuita que tanto nos ha costado conseguir y que no debemos perder jamás–, igual ni hubiera llegado a conocer. O me habría tocado enterrar. Y, sí, mi canción favorita de Pet Shop Boys siempre será “You’re always on my mind”. Siempre estaréis en mi mente. En la nuestra.