IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Compasión

Hace poco, en una ciudad grande, un hombre que pedía en el metro con una muleta, un vaso de cartón con unas monedas y un olor corporal intenso, cae al suelo entre la multitud, llora y renuncia a levantarse. La gente alrededor reacciona de forma curiosa: en lugar de echarle una mano o de preguntarle siquiera, se aparta creando un claro en el vagón atestado, como si el hombre fuera a estallar. Las mujeres sentadas a su lado le pasan por encima, desequilibradas, asustadas como gacelas que huyen, sus maridos les urgen a que se levanten diciendo «¡sal de ahí!». En menos de diez segundos, el hombre está tirado, solo, llorando y con la mirada perdida. Por unos instantes, antes de hacer algo, me pregunto qué nos pasa, qué nos hace reaccionar así.

Hay quien podría decirme que estaba fingiendo, que el hombre utilizó el traspiés que le hizo dar el convoy para tirarse y, con esa maniobra de picaresca, convocar la lástima de la gente y rascar algunos euros. Así que por mentiroso, no merecía la ayuda. Sin embargo, la reacción de aquellos viajeros no fue la de un crítico teatral que juzga una mala actuación, sino que fue una reacción de miedo, de asco. Aún así, si yo continuaba pensando en la hipótesis de que era la detección del engaño la que originaba la respuesta de ausencia de ayuda, la siguiente pregunta se hacía lógica: ¿Cómo es que una escena ideada para despertar la compasión y de ahí la ayuda económica, despertara en cambio miedo? Los ingredientes de una escena clásica en la que una persona ingenua digamos que “pica”, estaban ahí, pero nadie, absolutamente nadie de entre veinte o treinta personas hizo nada, ni un movimiento de acercamiento. ¿Quiere eso decir que nos hemos vuelto más astutos? ¿Somos más expertos en detectar el engaño? ¿O es que todo nos suena a engaño? Y mi pensamiento fue entonces a una conclusión dolorosa y de la que he estado intentando deshacerme los días posteriores: ya no funciona. Ya no sentimos compasión sino lástima, y por aquello que no implique mucho más que una docena de mensajes en redes sociales o recoger firmas o tapones de plástico. Puedo sonar cínico pero sentí pena y enfado, y no por el hombre a mis pies del que todo el mundo parecía querer huir sino por lo que hemos construido como valor de lo que implica ser humano, quién se lo merece, lo que despierta nuestra empatía y moviliza nuestra fuerza y en el otro extremo, lo que somos capaces de dejar morir en nuestra presencia. Y vale, yo también me pregunté si fingía, pero ¿realmente importa? ¿Alguno de nosotros fingiría algo así para rascar unos euros en circunstancias normales? ¿No habríamos intentado un millón de cosas antes? ¿Alguien cree realmente que una persona que vive a 4.000 kilómetros tiene un gusto particular por dejar de ver a su familia los próximos años, cruzar un desierto, atravesar una franja de agua que puede matarle, y todo para venir a vendernos unas zapatillas falsificadas que nos rozan un poco? ¿En serio, alguien lo cree?

Dejé mis cosas, le ayudé a levantarse, le pregunté su nombre, le di dinero y le pregunté por su pierna, y francamente, me da igual haber picado, con tal de no sucumbir a poner delante de la compasión el miedo a parecer estúpido. Mi compasión no tiene un precio tan bajo. Hoy he decidido hablar de mí, y pido disculpas a los lectores que esperaban una reflexión más aséptica, pero lo hago porque me asusta ver cómo sucumbimos a la deshumanización en un mundo hiperconectado gracias a un mercado que vende la ilusión del contacto sin riesgo de contagio. La compasión, sin embargo, impregna pero es lo que hace que no nos rompamos ante lo que nos supera y no puede cambiar, lo que asegura que no todo será una mierda si nos va mal. No se trata de una actitud buenista, ni con monopolio religioso, es una cualidad humana que nos pertenece, permite saber que tú harás eso por mí y yo por ti. Y que no nos quepa ninguna duda, es una certeza absoluta que en algún momento de la vida vamos a necesitar ayuda de un extraño.