Enrike Zuazua
matemático
cons-ciencia www.enzuazua.net

Náufragos de tierra

Se conoce el mapa del mundo al dedillo, pero siempre visto desde el mar, y se siente afortunado por ello, por no haber estado, como la mayoría, siempre anclado en tierra. Se considera privilegiado de haber vivido a caballo entre tierra y mar. Me explicó que, ahora ya definitivamente amarrado en tierra, se siente como un náufrago.

Aunque había nacido en la miseria, lo hizo dotado de una extraordinaria inteligencia y fortaleza. Desde niño incubó una clara voluntad de forjarse un futuro mejor. Y supo aprovechar la oportunidad inesperada que le proporcionó en su adolescencia el haber salvado del naufragio a un velero comandado por un viejo rico y borracho que, en agradecimiento, lo adoptó y educó, añadiendo el refinamiento y la elegancia a su talento natural.

Lo conocí hace cincuenta años. Yo era apenas un niño. Él, con unos quince años más, subía y bajaba ágil con frecuencia los cinco pisos de escaleras. Y era fácil reparar en él; sus ojos de farero de un color de difícil definición, entre azul, gris y verde, le distinguían, y hacían pensar que debía ser capaz de ver cosas distintas, que los demás no podíamos ver.

Un día en el puerto observé que trabajaba de arrantzale en uno de aquellos pintorescos y coloridos barcos de bajura de madera, hoy ya prácticamente desaparecidos, pero que entonces se acumulaban en nuestros puertos, dejando poco espacio para las demás embarcaciones. Mis padres me explicaron que los marineros normalmente vivían la mitad del tiempo en casa y la otra mitad en el mar y pensé que debía ser una persona valiente.

Hace mucho que le había perdido de vista. La vida nos llevó a los dos lejos de aquél lugar durante demasiado tiempo. Ha vuelto hace poco. Lo reconocí porque aún sube y baja las escaleras a pie, pese a que ahora tengamos ascensor, y porque sus ojos siguen siendo de farero, aunque ahora su mirada es más triste.

Al cruzarnos en el descansillo le tuve que explicar quién yo era. Apenas se acordaba de mí. Lógicamente recordaba mejor a los miembros mayores de mi familia. Lo que fue un encuentro casual al salir de casa dio lugar a una larga caminata y conversación.

Había vuelto para quedarse en su casa familiar, la de su infancia, hace tiempo vacía. Estimo que ahora tendrá unos setenta años. Pasó buena parte de su vida en el mar. Primero en la pesca de bajura, y luego ya en los grandes buques. Al casarse se trasladó al pueblo vecino y, al jubilarse, joven, como es habitual en el mar, puso un negocio en la capital.

Ahora, reciente y definitivamente jubilado, había perdido a su mujer que fue durante toda su vida, como me explicó, aquella joven que yo conocí hace ya mucho tiempo y que le acompañaba casi siempre cuando no iba de faena. Imposible olvidar su sonrisa radiante, morena y juvenil, propia de quien aún no había conocido el sufrimiento.

Pero, me contó, le tocó sufrir mucho en los últimos meses. La vida siempre acaba en un «empate a cero», murmuró.

Con sus hijos ya independientes, incluso con algún nieto, ahora le tocaba volver a vivir solo en la casa donde nació. Le pregunté si alguna vez había sido farero y me dijo que no, pero me confirmó que muchas noches las había pasado en vela, de vigía en alta mar.

Según caminábamos sus ojos escrutaban el mar, el cielo, el horizonte y las laderas. Tuve la certeza de que veía cosas que yo no era capaz de ver.

Habla un euskara impecable, propio de quien lo ha cultivado, y un castellano culto. Al preguntarle se limitó a decir que las noches en el barco son muy largas y que había leído mucho. Pensé que no podía haber tenido mucho tiempo de ir al instituto o la universidad y que, aunque las noches sean largas en alta mar, un camarote compartido no debe ser el lugar más cómodo para leer. Él, visiblemente, lo había hecho.

Se conoce el mapa del mundo al dedillo, pero siempre visto desde el mar, y se siente afortunado por ello, por no haber estado, como la mayoría, siempre anclado en tierra. Se considera privilegiado de haber vivido a caballo entre tierra y mar. Tal vez por eso se puso a imaginar en voz alta lo grande que debe ser la experiencia del astronauta.

Me explicó que, ahora ya definitivamente amarrado en tierra, se siente como un náufrago.

Aunque le interrogué sobre si alguna vez había naufragado de verdad, no me dio una respuesta clara y se limitó a decir que quien pasa en el mar la mitad de su vida experimenta allí el cielo y también el infierno. Le pregunté también si había sido víctima de algún acto de piratería. Tampoco me dijo. Me quedé con la duda de si su leve pero visible cojera se debía simplemente a, como me dijo, un accidente de pesca laboral rutinario.

Hoy es una persona reservada, revestida de la doble sabiduría que proporciona la experiencia de una vida dual, de tierra y mar. Sospecho que en otro tiempo fue más extrovertido. Me dijo que el mar, el océano, invita a la observación y al silencio.

Al volver entró en la iglesia. Me contó que lo hacía casi todos los días pues allí no escuchaba ni el ajetreo de la calle, ni las voces de todos aquellos que ya no están. Tuve la impresión de que había integrado la religión a su vida de una manera muy personal, nada convencional, buscando en vano, en el silencio del templo, el torrente de olas que apague el fuego de la pérdida de su esposa que le consume.

Es una persona con una exhaustiva formación política, de esos que abundan por estas tierras, pero, intuí, sin afiliación alguna, pues su percepción del tiempo en que vivimos es tan poliédrica que no cabe en una sola casilla. Un librepensador autodidacta con una experiencia vital envidiablemente rica.

Pensé que nada puede ser igual para quien ha vivido la mitad del tiempo flotando en el agua. Creí entender su naufragio en tierra y lo doblemente duro que debe ser experimentarlo en la casa vacía de la niñez.

Me confesó que se sentía un náufrago, sí, pero rodeado de muchos otros. Entendí que, efectivamente, aunque en los libros y en el cine los náufragos con frecuencia están solos, se puede naufragar también rodeado de una muchedumbre constituida por iguales sin rumbo.

No quiso hablar ni del pasado ni del presente. Del pasado, me dijo, no merece la pena pues cambia todos los días en función de los recuerdos y del presente, prosiguió, tampoco, porque instantáneamente forma parte del primero. Le gustaba, me dijo, hablar del futuro. A mí me pareció que, en gran medida, era así pues el futuro es un capítulo en blanco y en él cabe la improbable posibilidad de librarse del sufrimiento.

Me dijo que, a lo sumo en el siglo próximo, el humano habrá de ocupar parte del océano pues ya no encontrará espacio en tierra firme. Le respondí que eso es algo que ya ocurre en muchos lugares costeros donde, poco a poco, se gana espacio al mar, en una dinámica arriesgada pues, al cabo del tiempo, con frecuencia, el mar suele reclamar lo que se le quita. Pero él se refería a una forma de hacerlo masiva, como cuando Bilbao decidió extenderse al otro lado de la ría para no quedar confinado en un angosto lado de la ribera.

Le contesté que eso me resultaba difícil de imaginar y de anticipar, como que el humano vaya a vivir en otros planetas, pero reconociendo que me parecía lógico que quien ha vivido a medias entre tierra y agua, como los anfibios, tuviese esa convicción.

Me impactó que dijera que veía muchos náufragos a su alrededor, casi todos disfrazados de ejemplares ciudadanos. Creí intuir que había en esa aseveración una inspiración de creyente, y que se refería a que muchos vagamos por el mundo sin saber exactamente para qué lo hacemos. A la vez me resultó obvio que él naufraga prematuramente en la certeza de haber perdido, sin remedio, lo más querido, que nunca recuperará, por mucho que rebusque en tierra o en el fondo del mar.

No me atreví a preguntarle si yo era uno de esos otros náufragos a los que se refería. Intuyo que sí.

Me preguntó si conocía algún poema sobre el mar y me excusé por ser de memoria frágil, aunque pude recitar alguna estrofa y tararear alguna canción. En respuesta, se despidió susurrando la célebre canción de Gorka Knörr:

«Itsasoari begira zer dezaket desira?»

(Mirando al mar ¿qué puedo desear?).

Dudo que naufrague más que cualquiera de nosotros.