Javier Arcenillas

Sicarios

En plena ruta hacia el norte de la droga y la trata de personas, Centroamérica es la nueva zona de guerra para el crimen organizado. Algunos pistoleros llegan del ejército y la policía, otros, de la pobreza y la desigualdad que sufre el continente. Este reportaje incluyegran parte de las fotografías conlas que Javier Arcenillascompite esta misma semana en World Press Photo 2018, una nueva edición del premio de fotoperiodismo más prestigioso del mundo.

La profesión de sicario es muy respetada, por el miedo que infunde, y demandada en América Latina. A pesar de que sus ingresos son variables, el sicariato en Guatemala, El Salvador, Honduras y México está reclutando a innumerables jóvenes, incluidos menores de edad, atraídos por el dinero rápido. Su principal juego es el miedo y su oficio, la intimidación y la muerte.

Un martes por la tarde, Hernando Guzmán, un pequeño comerciante de la zona 13 de la Ciudad de Guatemala, saca la basura de su negocio antes de cerrar. Ha sido una tarde tranquila en esa desgarradora ciudad, pero poco va a durar. A las siete de la tarde, el humilde dependiente de una licorería modesta es tiroteado por dos jóvenes encapuchados que se dan a la fuga tan deprisa como su potente moto Suzuki les permite. Minutos después llegan a la zona las ambulancias de los Bomberos Voluntarios, que dictaminan la muerte del asesinado: «Hombre mestizo, de unos 47 años, pelo negro, ojos negros y que responde bajo las iniciales de H.G., muerto por baleada en el exterior de la calle 16...».

No es un hecho aislado. Cada día mueren en América Latina cerca de doscientas personas a manos de la violencia de los sicarios, la mayoría en Venezuela, México y Colombia. Su poder de extorsión es uno de los mayores problemas a los que se enfrentan las autoridades, sin mucho éxito por ahora.

«La Verbena». Hay un lugar, una zona conocida en Guatemala como “La Verbena”, donde cualquiera con algo de dinero y buenos contactos puede contratar a un asesino. Allí viven decenas de ellos protegidos dentro de una laberíntica maraña de casas a medio hacer y justo por detrás del cementerio que lleva el mismo nombre del barrio donde muy familiarmente pueden encontrarse en su interior tantas tumbas con una “X” (sinónimo de desconocido) que bien pudieran ser matones sin identificar de ese mismo lugar.

Allí, entre esas calles cerradas a la policía y donde solo se puede entrar con permiso de los cabecillas de estas bandas, viven Lucas Montes y varios de sus hermanos, todos ellos extorsionadores y criminales profesionales. Dar con ellos es muy difícil. «Nosotros nos movemos por la ciudad constantemente, en pequeños grupos y a cualquier hora», explica Lucas Montes. Los hermanos Montes se iniciaron muy pronto en la violencia. Su padre les abandonó y luego murió su madre. «Aprendimos muy rápido a saltarnos las cuadras (buscarse la vida). Hicimos que se nos respetase y ahora la zona es nuestra. Ni Los Zetas (uno de los grupos de narcos mexicanos más peligrosos) se nos arriman».

Su inicio, su proceso de formación, empieza matando perros y animales de compañía para soltar los nervios. Es una práctica sin riesgos. Su único coste, afirman, es el de un par de balas compradas a los mismos elementos que les contratan.

«A nosotros no tienen que temernos», asegura el más joven del clan y seguramente el más espabilado de todos. «Es a quien contrata nuestros servicios al que hay que temer y arrestar. Nosotros solamente somos una herramienta que funciona con dinero, nada más. Atendemos con gusto las necesidades y rivalidades de unos contra otros».

Para “graduarse”, estos sicarios han de matar a una persona con la condición de que la situación implique riesgo. La sátira del sicariato se demuestra en otra de sus pruebas: una vez que ha dado muerte a su objetivo, el ejecutor tiene que asistir al entierro de la víctima para constatar que nadie lo miró cometiendo el crimen. Cumplido eso, el sujeto se convierte en un sicario profesional. Los Montes han crecido con estas reglas desde hace años. Por el camino han perdido a dos hermanos en enfrentamientos con la policía y Los Zetas. «Cobramos un monto de 100 dólares por muerto y trabajamos para aquel que nos quiera pagar. Si no hay clientes, pedimos con los mazos a los comerciantes. Alguien nos tiene que alimentar y ellos no van armados».

El patrón de conducta de este clan es muy común. «Yo no me arrepiento de las personas a las que he matado, no he baleado a nadie que no se lo merezca», dice Luis García, un asalariado y cuate del grupo. «Por eso no me tiembla nunca el pulso, sé que moriré joven y eso es justo lo que espero. No quiero llegar a viejo para que por detrás, sin poder oírle, un patojo de 13 años me deje seco y tirado meándome en la cuadra».

Pero no todos los sicarios son como estos. Los más experimentados venden su tiempo y su profesionalidad a los poderosos grupos de narcos colombianos o mexicanos en permanente guerra abierta por el control de las fronteras para el tráfico de drogas o de personas. Estos asesinos a sueldo suelen ser exmilitares o policías venidos a menos por el incumplimiento de la ley. Muchos hacen su caja diaria intimidando a los conductores de autobuses privados y exigiéndoles unas cuotas que, en ocasiones, no pueden pagar.

Las llamadas “notas rojas” (noticias de actos violentos) no paran de surgir de las calles de Ciudad de Guatemala desde hace ya cinco años. A veces son tan sangrientas como la ocurrida el pasado mes de febrero en cuatro zonas de la capital. Un grupo de sicarios distribuyó las cabezas cortadas de cuatro conductores de autobús para mandar un mensaje a las autoridades y a la policía: Van en serio y no quieren que se les moleste ni amenace. Pero la guerra ha ido en aumento desde entonces y cada día se pueden ver arrestos y tiroteos en las calles.

«Los sicarios son una enfermedad para nuestra comunidad latina», afirma rotundo Esteban Lara-Wolf, médico del Área Roja del Hospital San Juan de Dios de Ciudad de Guatemala. En esta sección de urgencias ingresan cada día entre diez y quince personas por peleas, intercambio de balas o maltrato. «De cada diez que entran solo salen vivos la mitad y, si es un festivo o un final de mes, se duplican los pacientes ya que son fechas donde hay más dinero en el bolsillo».

Sin alternativas eficaces. El doctor tiene claro que los pacientes que le llegan no son los culpables de la situación. «Si los políticos ofreciesen otras alternativas, es posible que se dedicasen a otras cosas. El sistema educativo es lamentable y las fórmulas para atajar toda esta escala de violencia no están siendo buenas».

Guatemala, Honduras o el Salvador, así como México, están metidos en un problema tan grande que provoca situaciones paradójicas. «Aquí vemos cómo mueren desangradas por las balas cientos de personas al año sabiendo que, en alguna ocasión, uno de estos heridos, en cuanto le salvemos la vida, regresará a la calle y matará a personas inocentes», cuenta el doctor.

Los estados parecen incapaces de acabar con este nuevo fenómeno criminal. La mayoría de mandatarios de la zona han tomado medidas decretando el estado de sitio en muchos de sus departamentos más comprometidos para recuperar el control de ciudades que estaban en manos de narcos vinculados a Los Zetas mexicanos. Pero las historias violentas sobre sicarios siguen aumentando y nutriendo las páginas de los diarios y las parrillas televisivas, con informativos sensacionalistas pero también con culebrones de temática criminal. Si esto sucede en países como Estados Unidos, Colombia o Venezuela, con gobiernos grandes y fuertes, ¿qué no puede ocurrir en Centroamérica?