Toni Garez - Alicia Petrashova - Pablo Parra
la fiebre del oro en el siglo XXI

El camino del oro senegalés hacia Europa

El oro es la segunda materia prima más exportada de Senegal, solo por detrás del petróleo, y lo hace principalmente a Suiza. Tras su extracción, el mineral es transportado a Mali para su transformación en joyas que se quedarán en África o en lingotes que saldrán fuera del país. A pesar del dinero que mueve en el mundo y de la riqueza que ostentan los países con grandes reservas, los trabajadores de las minas solo ganan lo suficiente para sobrevivir día a día, salvo algún golpe de suerte.

Sirima no supera por mucho la treintena de edad y ya hace varios años que trabaja en una de las minas de oro de la zona de Kedougou, al sureste de Senegal. Si bien, él es un “afortunado”. Junto con su equipo, encontró una vez un gran pedrusco del preciado mineral dorado, lo que le permitió dejar de excavar habitualmente y convertirse en una especie de encargado.

Seguramente podría haberse retirado de la minería y haber buscado un trabajo más cómodo que le permitiese disfrutar de su familia en la casa que compró gracias a ese golpe de suerte. En cambio, prefirió invertir lo que le sobró en material para la explotación de oro.

Su caso es, a la vez, una excepción y una regla. Lo primero por la extrañeza que supone encontrar de una vez el suficiente oro como para poder ganar más dinero del que se necesita para sobrevivir día a día. Lo segundo porque, como él mismo reconoce, es víctima de la “fiebre del oro” que vive Senegal hace ya casi cuarenta años. Desde que en los años 80 empezaran a surgir los primeros asentamientos en los alrededores de los yacimientos de oro, el número de senegaleses que deja su rutina habitual para trasladarse allí en busca de la “fortuna” no ha dejado de crecer.

La historia es similar a lo que ocurrió en la segunda mitad del siglo XIX en California (EEUU), donde también llegaban ciudadanos de todas las partes del país para trabajar en las explotaciones de oro. En este caso, es cierto que la pobreza generalizada en Senegal es una razón de peso que motiva a muchas de estas personas a meterse en una mina para trabajar más de doce horas diarias bajo un sol abrasador. Sin embargo, muchos de ellos podían vivir bien con su familia, sin lujos, pero tampoco sin demasiada escasez, antes de acabar allí. Es, pues, una decisión voluntaria. Arriesgada, sí, pero voluntaria.

El propio Sirima reconocía que era como salir a jugar cada día, como quien compra un boleto de lotería diario para probar suerte. Casi como una adicción. «Una vez que encuentras algo se convierte en una rutina de la que difícilmente puedes salir», aseguraba. Tras aquel golpe de suerte, nunca, al menos hasta el momento en el que hablamos con él, había vuelto a encontrar más que polvo de oro.

El caso de Sirima nos sirve para entender el contexto en el que se consigue el oro que llega a Europa. En la actualidad, existen hasta diez centros de explotación de oro en Senegal, entre los que se encuentran los de Khosanto, Sameconta, Saraya, Niemoke, Mako o Sabadola. Sin embargo, solo en los dos últimos lugares se trabaja de forma industrial. La minería es, por tanto, una tarea casi artesanal donde cualquiera puede participar rellenando un simple registro y pagando la inevitable mordida, ya sea a los agentes de policía que custodian las entradas a las minas por carretera o a alguna autoridad local.

Muchas de estas minas se encuentran en la citada región de Kedougou. Su posición resulta estratégica, sobre todo, para sacar el oro del país, puesto que sus fronteras al este se difuminan con facilidad y permiten el acceso directo a Mali. Allí el oro será tratado y convertido en joyería o lingotes para, después, ser exportado al resto del mundo.

Aunque la mayoría de las explotaciones se concentren en un lugar del mapa, son bastante diferentes entre sí. Algunas las trabajan un grupo reducido de personas, como si de un negocio familiar se tratase. De hecho, no es raro encontrar familias enteras en las minas, cada uno con una labor. Los hombres son, mayoritariamente, los que se encargan de excavar y picar en busca del oro. Las mujeres, por su parte, cocinan y filtran la tierra con agua para obtener la materia prima. Es el caso de la mina de Tomboronkoto.

Otras, en cambio, son auténticas aglomeraciones de gente, miles de personas que se autogestionan y organizan para llevar a cabo el trabajo. Un ejemplo de este caso son las minas cercanas al poblado de Kharakhena.

Aquí son más habituales las disputas sobre el pedazo de tierra de cada grupo. Para mediar en estos conflictos, existen grupos de seguridad organizados por nacionalidades, ya que no todos los trabajadores son autóctonos, aunque sí la mayoría. En una misma mina se pueden encontrar personas de los cercanos Guinea Conakry o Mali, pero también otras llegadas de Togo, Liberia o Sierra Leona.

Hace años Kharakhena era un poblado que no superaba las 200 personas, todas ellas residentes en tradicionales casas de paja. Después llegó esta fiebre del oro y poco a poco la población fue creciendo exponencialmente hasta alcanzar las casi 3.000 de la actualidad. Allí donde antes solo había tierra, ahora se agolpan casetas de plástico sin apenas condiciones de habitabilidad y salubridad mínimas. Y con ellas, como atraídas por el magnetismo del oro, la prostitución y los locales de ocio nocturno.

El escaso control gubernamental de estas explotaciones mineras podría provocar también un incremento del trabajo infantil. Sin embargo, al menos en esta zona de Kharakhena, no es habitual. Lo que no quiere decir que no exista. Ante la inacción del Gobierno, diversas ONG sobre el terreno, como por ejemplo la senegalesa La Lumiere, luchan contra este tipo de prácticas. Su labor es encontrar a esos menores para sacarlos de las minas y escolarizarlos en los centros que han construido en las inmediaciones.

De Senegal a Mali y a Europa. Es fácil saber a dónde va el oro que extraen los mineros. Basta con preguntarles y todos, casi de forma unánime, señalarán en dirección a Mali. Si bien sacar oro de cualquier país es ilegal sin un permiso oficial, las fronteras en África son dispersas, casi inexistentes, lo que facilita el contrabando de todo tipo de productos. A menudo, una misma carretera puede comenzar en un país y acabar en otro sin ningún control policial de por medio.

Así pues, una vez extraído y aglutinado el oro, los mineros acaban su ciclo de trabajo con la venta de las pepitas que hayan acumulado a los contrabandistas, que se encargan de transportarlo, mayoritariamente, al país vecino. En otras ocasiones, aunque menos, también lo hacen a Dakar, la capital de Senegal.

Estos contrabandistas actúan como intermediarios y suelen ser antiguos mineros que, tras un golpe de suerte con una excavación, abandonaron las explotaciones para siempre. Ellos compran el oro a los mineros, por un precio que ronda los 25 euros el gramo de 24 quilates (el más puro que existe), y lo revenden a las joyerías de Bamako (Mali) por unos 30 euros, lo que supone un beneficio de 5.000 euros por kilo.

Por las calles de la capital maliense es habitual encontrar joyerías al lado de tiendas de comida o pieles. Es en su trastienda donde el oro comprado a los contrabandistas se convierte en pulseras o collares que más tarde llevarán las adineradas familias africanas o comprarán los turistas. El trabajo es frenético, incluso por las noches. Y el negocio no se limita a las tiendas de joyas, sino que se puede encontrar oro en la parte trasera de boutiques o de establecimientos de electrónica.

Como ocurre en Estado español, Europa o cualquier país del denominado "primer mundo", la mayoría de los visitantes o de la burguesía africana que pueden permitirse comprar joyas desconocen de dónde procede ese oro. Como la mayoría de nosotros, asumirán que está ahí para ser comprado y ni siquiera se preguntarán de dónde procede o cómo y quién lo ha conseguido.

Pero Mali no es el único camino del mineral en esta zona de África. Los intermediarios también pueden venderlo a otros con un rango y contactos superiores, mayoritariamente de la capital, Dakar. Ellos serán los encargados de sacarlo del continente en dirección a Emiratos Árabes o a Europa, principalmente a Suiza.

Son los auténticos señores del oro de Senegal, personas que, tras amasar cierta fortuna, compran las pepitas para fundirlas y convertirlas en lingotes. Lo hacen mediante herramientas rudimentarias pero efectivas que disponen en su propia casa, mucho más lujosa de lo habitual.

No se ensucian las manos, ya que pueden permitirse comprar los permisos necesarios o sobornar a aquellos que pueden hacer la vista gorda. Tras esto, pagarán a alguien para que se encargue de sacarlo del país. Algunos serán detenidos y su carga incautada, pero otros no. El riesgo sale, evidentemente, rentable. Muy rentable.

Las cifras que manejan estos terratenientes del oro distan, y mucho, de lo que pueden llegar siquiera a imaginar en las minas. Y el valor del lingote seguirá creciendo conforme se aleje de su lugar de origen. En cuanto una pieza llegue a Suiza, por ejemplo, será marcado con el sello oficial del país, revalorizándose hasta niveles de vértigo.

Por ejemplo, un lingote de oro de un kilogramo y 24 quilates suizo tiene un precio actual que ronda los 36.000 euros. Si hablamos de una onza (31 gramos) de la misma pureza, el coste son unos 1.100 euros. Muy lejos de aquellos 25 euros por gramo que cobró el minero que, con su sudor y perseverancia, lo encontró.

Lo que ocurre en Senegal no dista mucho de lo que pasa en el resto de países de África cuando hablamos de comercio. A pesar de que este país es idóneo para las relaciones comerciales, dada su posición estratégica, su relativa estabilidad política y social, y su condición de socio histórico de países como el Estado francés o el español, su protagonismo mundial se basa en la explotación de materias primas sin procesar, como es el caso del oro.

Se obtiene así, como hemos contado, una parte ínfima del valor potencial final del producto. Como suele ser habitual en estos casos, las buenas relaciones económicas no redundan en el beneficio de los más pobres y provocan altos niveles de corrupción, así como bajos porcentajes en indicadores de desarrollo humano o igualdad de los ciudadanos.

La situación no ha mejorado a pesar de que desde 2003 Senegal dispone de una ley de minas que ofrece incentivos a las empresas internacionales para que invirtieran en la prospección y explotación de los depósitos de oro del país. Su aprobación, que en un principio parecía positiva, no hace sino dar luz verde a las compañías para comprar la tierra en la que ahora trabajan y viven miles de senegaleses. En otras palabras, aunque el avance de la industrialización sigue siendo lento, tienen el derecho de poder echar a todas esas familias lejos de sus actuales hogares.

El proceso de extracción. Olvídense de las películas de Hollywood, donde el oro se extraía de minas en las montañas y se transportaba por kilos en un carrito guiado por vías. Las minas en Senegal nada tienen que ver con eso. Allí son vastas extensiones de tierra llana, rojiza, arcillosa y húmeda, sobre la cual los trabajadores excavan agujeros, a modo de pozos, de casi 20 metros de profundidad, pero de no más de un metro de ancho.

El preciado mineral se puede encontrar en forma de hilo horizontal bajo el suelo, por lo que es habitual que, una vez se ha perforado hacia abajo, se acabe abriendo hueco hacia los lados, interconectando, en muchas ocasiones, distintos agujeros.

Huelga decir que no existe ningún tipo de seguridad para hacer este trabajo, ni arneses que eviten una caída, ni tampoco cascos o guantes. Los hombres van descendiendo con el único apoyo de una cuerda, un pico y sus propias manos.

Para conseguir algo de sombra, los trabajadores construyen rudimentarios toldos sobre cada agujero. Pero esto no evitará que la sensación térmica bajo tierra supere, debido principalmente a la humedad, los 30 grados de temperatura habituales durante todo el año en Senegal.

Mientras unos excavan, otros van lavando la tierra que se extrae en busca de vetas de oro, normalmente tan diminutas que son casi imperceptibles. El proceso consiste en mezclar la tierra con agua y, a través de un plástico, ir filtrándola hasta encontrar el deseado mineral. Esto puede repetirse decenas de veces y sirve para saber si merece la pena seguir excavando en esa parcela. Esta arena mojada se deja secar al sol y se pasa por un molino para hacerla más fina. Y, tras esto, llega el punto final del proceso, el momento más tóxico. La tierra con vetas de oro vuelve a lavarse, pero esta vez con mercurio. Lógicamente, este metal, altamente tóxico, es tratado también sin ningún tipo de medida de seguridad como una mascarilla.

El mercurio, como si se tratase de un imán, aglutina entorno a él las partículas de oro, convirtiéndolas en una sola pepita, por lo general de un tamaño ridículo, aunque de color plateado. Para acabar el proceso es necesario quemar el metal que rodea el oro, que finalmente muestra su dorado característico.

Cabe insistir en el diminuto fruto que se obtiene después de tan arduo trabajo, pues, de un saco de unos 50 kilogramos de tierra suele salir una bolita de oro que no alcanza ni un gramo.

Y, ¿de dónde sale el mercurio? ¿Cómo lo consiguen? La respuesta es, de nuevo, Mali. El país vecino, destino principal del oro y proveedor de la sustancia necesaria para su transformación. Una ruta de ida y vuelta.

La estabilidad del oro. Podría decirse que el oro nunca pasa de moda. En un mundo globalizado en el que los mercados financieros parecen controlarlo todo a través de operaciones de dinero invisible, en el fondo, lo que se mueve, lo que guía esas directrices, en gran medida, es el oro.

La causa es que es un valor seguro frente a los vaivenes económicos y bursátiles, puesto que su precio se mantiene estable en el tiempo. Por tanto, aunque desde 1971 dejó de marcar el precio del dólar, aún sigue siendo una materia prima que establece el poder económico de un país.

Sería lógico pensar que aquellos países con grandes yacimientos de oro serán de los más ricos del mundo. Evidentemente, no es así. En el negocio del oro, como, por ejemplo, en el del petróleo, gana quien más compra, no quien más produce.

Según datos de 2016 del Observatorio de Complejidad Económica (OEC), Suiza es el mayor exportador de oro del mundo con un 24% de la cuota de mercado. Paradójicamente, al mismo tiempo, es el segundo mayor importador, con un 20%, superado desde hace pocos años por Gran Bretaña con un 21%.

Este país es, según diversas fuentes, la novena economía más poderosa del mundo. Y, también, el principal destinatario del oro de Senegal, comprando más del 58% de su producción, mientras que los Emiratos Árabes se hacen con el 39%.

Al final, estas desiguales relaciones de poder no son algo nuevo. La explotación de recursos ajenos conlleva la vulneración de los derechos humanos en la mayoría de los casos. Es una historia conocida por la sociedad occidental, pero también asumida. Las minas de oro de Senegal pueden verse como una realidad muy lejana y extraña, como tantas otras problemáticas de África. Pero no lo son. Su realidad y la de muchas otras personas es palpable, o al menos debería serlo, en cuanto toquen una pieza de oro.