IBAI GANDIAGA PÉREZ DE ALBENIZ
ARQUITECTURA

Cinco espacios sagrados

Tradicionalmente, la arquitectura de Mario Botta se identifica con la Tendenza italiana, un estilo que copó las portadas de las revistas especializadas de los años 80 y 90. El estilo entró como una apisonadora en la Comunidad Autónoma Vasca y fue marca de la casa de la Escuela de Arquitectura de Donostia durante muchos años, empezando por el propio edificio que la alberga, obra del donostiarra Miguel Garai. Y aunque Botta no fuera uno de los punteros en aquellos tiempos –los referentes eran Aldo Rossi, Carlo Aymonino o Giorgio Grassi–, ha acabado siendo el superviviente de una época hacia la cual muchos de los arquitectos actuales miran con un cierto rubor.

Botta nació en el cantón italiano de Tesino (Suiza), en 1943, y con apenas 15 años comenzó a trabajar como delineante. Estudió en Milán y Venecia, donde tuvo como profesor y mentor a Carlo Scarpa, considerado por muchos el mejor arquitecto italiano del siglo XX. De su mano Botta chupó todo lo que el Movimiento Moderno podía darle, para después devolverlo con un lenguaje personal, en forma de edificios construidos mediante volúmenes básicos (cilindros, cubos, prismas) que se cortaban.

El problema radicó en que al parecer ese lenguaje tan personal se compartía por muchas personas distintas y, como si de las americanas con hombreras se tratara, de la noche a la mañana toda la arquitectura era una sucesión de volúmenes básicos, aderezados con distintos elementos (un poco de historicismo por aquí, unas referencias a la arquitectura vernácula por allá…). Podríamos decir que todo esto duró alrededor de diez años, pasados los cuales el estilo languideció.

Ajeno al cambio de modas, Mario Botta ha seguido consiguiendo encargos, al tiempo que compaginaba la construcción con la docencia. Botta pronto comenzó a labrarse una fama como diseñador de espacios de culto, de “espacios sagrados”, como él los denomina. Su manera de proyectar encaja como un guante con la definición tradicional de un espacio de culto católico (aunque ha hecho también sinagogas). Los volúmenes que plantea, sencillos en ocasiones como cilindros, cubos, o complejos como dodecaedros, siempre tienen la luz cenital como protagonistas, y se abren al cielo mediante lucernarios. Esto es especialmente evidente en la iglesia de San Juan Bautista de Mogno, en Tesino, donde el cuerpo central, un cilindro seccionado, replica el volumen central del Museo de Arte Moderno de San Francisco, su otra gran obra de referencia.

El suizo representa la generación de aquellos arquitectos que pretendían dotar de un significado a las formas que proyectaban, y alejarlas de simples formas que sirvieran una función. Sus edificios son, por lo tanto, reconocibles, y no pocos adquieren rasgos humanos, con protuberancias que parecen narices, ojos, orejas y dientes. Por ejemplo, en la iglesia del Santo Volto, en Turín, eleva los lucernarios como si fueran tragaluces gigantes, simulando las torres “roccolo”, torres erigidas en los Alpes con las que se capturaban aves migratorias.

Otra característica de su arquitectura radica en su legibilidad. A diferencia de otros, cuando miras un edificio de Botta siempre sabes por dónde van los caminos, por dónde se entra a los sitios, cómo están colocados. En la impresionante capilla de Santa María de los Ángeles, en el monte Tamaro, en Lugano, un promontorio recto recorre el borde del monte, y acaba en una cruz que domina el valle. No obstante, observando el edificio, vemos que el promontorio tiene dos entradas, accediendo a la capilla por la segunda. Aunque podría haber escondido o camuflado esta segunda entrada, Botta opta por mostrarla como un gesto natural.

La materialidad es otro punto de su trabajo, muy común en autores influenciados por Louis Kahn. Botta reviste sus edificios de piedra, o bien trabaja con ladrillo, o enseña el acero sin pudor. No hace un uso esperpéntico del material, lo coloca como podrían haberlo hecho hace mil años. Haciendo un guiño a esto, Botta diseñó una réplica de la pieza maestra del barroco romano, San Carlo alle Quattro Fontane, seccionada por la mitad, mediante 35.000 tablillas de madera, como homenaje a Francesco Borromini.

Por último, la esquina es un punto central en su arquitectura; cada elemento, dependiendo de su orientación, adquiere un tratamiento de esquina distinto, como en la Capilla Granate, en el valle austriaco de Zillertal; si por el lado de la ladera aparece ante nosotros un cubo, por el lado del valle se despliega un dodecaedro con una cruz marcando el eje.