IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

De puertas adentro, de puertas afuera

Nos levantamos de buena mañana, con mayor o menor pereza, con mayor o menor motivación. Algunas personas necesitan un tiempo de calentamiento para afrontar el día, otros saltan de la cama con el primer “bip” del despertador, hablan y ponen la radio a tope; y hay parejas que se componen de estos dos tipos. Este es un ejemplo cotidiano y casi banal, pero nos sirve para ilustrar la existencia de diferencias individuales que no son maleables (pedir al perezoso que salte de la cama o al impetuoso que no levante las persianas es tarea infértil), las cuales nos obligan a hacer concesiones que a unos y otros les resultan artificiales, pero sin las cuales no habría convivencia posible.

De puertas para adentro sabemos que dichas diferencias existen, diferencias sobre las que tratamos de teorizar para hacer prevalecer nuestra naturaleza sobre la del otro y que utilizamos para la lucha de poder que se produce a continuación en toda relación de intimidad en algún momento. Las diferencias versan sobre la sociabilidad de unos y otros, la tendencia a la introversión o la extroversión, la audacia hacia lo desconocido o lo conservadores que seamos, o el optimismo o pesimismo ante la vida.

Estas dimensiones se viven como características inmutables y rasgos de temperamento difíciles de modificar, lo que hace que sintamos que “yo soy así”. Desde fuera, podemos ver un reflejo en nuestros hábitos, comportamientos establecidos a lo largo del tiempo y que tras su apariencia cotidiana y repetitiva, se apoyan en esencia en estos pilares. Nuestras palabras, decisiones y actividades cotidianas a menudo cuentan de nosotros mismos más allá de nuestra intención consciente. Desde fuera, quien escuche atentamente podrá oír “melodías” personales que se repiten y crean “estilo”.

Esta sensación de que los estilos propios son pura esencia personal lleva a pensar a veces que ceder en algo relacionado con ellos es ceder nuestra individualidad al otro, ser débil o sumiso. Por alguna razón, en la interacción con lo social, hemos construido una barrera interna cada vez más infranqueable en torno a ellos, haciendo de cualquier discusión o negociación que los involucre un evento decisivo, un punto de giro dramático en el que nos jugamos algo importante.

En resumen, tanto de puertas para adentro como de puertas para afuera, ceder en nuestros hábitos nos toca la fibra. Sin embargo, es inevitable que tengamos que hacerlo y aún así hay una posibilidad de no quedarse encerrados en esa pelea. Primero, podemos no ir tan lejos, y desconectar la acción de cambiar de hábito de la esencia que contiene (puedo tratar de levantarme más temprano para desayunar contigo sin sentir que eres tú quien marca mis horarios).

Segundo, puedo mirar más allá de la prevalencia de una u otra postura, del blanco o negro, y usar mi creatividad –o la nuestra– para encontrar una tercera opción que nos saque del juego peligroso de “a ver quién gana”; y es que, una vez iniciado el juego, el enfrentamiento, por su naturaleza, secuestrará el razonamiento y el sentido real de tratar de llegar a un acuerdo, para centrarse en la prevalencia de unos sobre otros.

Y tercero, coger fuerzas para hacerlo, recordando activamente durante la competición qué otras buenas razones tengo para llegar a un acuerdo; quizá sea preservar la relación, un bien mayor, o las ganas de simplemente estar tranquilos decidiendo lo que decidimos. En resumen, salir del “yo” atemorizado porque le vayan a quitar algo esencial (y que realmente nunca nadie podrá quitárselo), salir del juego adictivo de quién puede más, y finalmente conectarse con creatividad con el porqué de estar tratando de llegar a un acuerdo. El resultado, entre otros, la sensación de tripas agarrotadas, desaparece. ¿Y si esto también fuera posible más allá del umbral de casa?