IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Atraviésalo

Cuando cambia algo a nuestro alrededor o dentro de nosotros mismos que pertenece al mundo de lo esencial, de lo que hemos considerado inmutable hasta dicho momento, se produce una profunda perturbación con un efecto que se extiende, haciéndose global en nosotros. Creemos que es distinto cuando ese evento de cambio esencial proviene de nuestra decisión o cuando se nos impone, pero en ambos casos tenemos que afrontar el final de algo importante, con lo que ello supone.

Si bien es cierto que la preparación es un factor que va a influir en ese proceso de transformación –cuando hemos tenido tiempo de pensar, planificar y tomar acción antes de que suceda el cambio, sus efectos son más predecibles–, estar en mitad de ese cambio va a suponer un desafío profundo que solo se podrá medir desde dentro; solo la persona sabe por lo que está pasando.

Es cierto que como grupo humano necesitamos un baremo para saber cuándo alguien precisa de nuestra atención más implicada o cuándo su malestar se va a ir diluyendo en otros eventos vitales sin nuestra intervención, lo cual conlleva un “enjuiciamiento” del sufrimiento, agitación o excitación del otro; sin embargo, a cada uno nos duele lo que nos duele.

Dicho esto, y superado el juicio moral sobre si tal o cual evento “debe” o no producir según qué angustias, cuando una persona ha iniciado un proceso profundo de cambio elegido (de residencia, de pareja, de ocupación…) o impuesto (de envejecimiento, enfermedad o muerte, de cambio de pareja, residencia u ocupación…), el tambaleo a las guías que siempre han estado ahí nos coloca en un dilema fundamental: ¿Trato de volver atrás o salto hacia adelante? Y lo que nos hace plantearnos este u otro curso de acción no es otra cosa que la incomodidad, la incertidumbre, el dolor o la falta de asideros ante la nueva situación. Por un lado, nueva porque nunca hasta ese momento hemos vivido la desnudez de certezas, lo cual nos deja vulnerables, con las pocas verdades que podamos llevar en nosotros y que son las únicas que nos van a posibilitar seguir adelante; y nueva también porque quizá ni podemos imaginar lo que sucederá al otro lado de este proceso, como cuando conducimos con una niebla que no nos permite ver al otro lado.

Percibimos entonces peligro, un hueco sin información en los archivos y, por tanto, sin pistas sobre qué hacer en adelante; todo está por inventar. Esta falta de suelo bajo los pies es lo que más nos agita y angustia –más que el propio estímulo que ha provocado el desequilibrio– y lo que nos hace plantearnos si no merecerá más la pena tratar de recuperar el suelo (echando atrás una decisión o negando que el cambio se está produciendo sin haberlo elegido).

De lo que no nos estamos dando cuenta cuando estamos en medio de esta agitación es que allá en el fondo, entre las bambalinas de la mente hay algo que ya es de facto diferente, algo que no podemos revertir. Incluso si pudiéramos volver atrás, nada sería lo mismo. Y es que, la estabilidad de la vida es una maravillosa ilusión que nos da tranquilidad, que nos permite dejar de preocuparnos por un rato, pero incluso nuestras células están programadas para el cambio y, sin duda, nuestra mente también. La incomodidad de esos momentos no deja de ser un síntoma de que algo se está recolocando, de que el “tejido conjuntivo mental” está haciendo su trabajo, está tratando de mantenernos unidos a pesar de nuestra incertidumbre, y de que nuestras emociones, creencias, y conclusiones sobre la vida y de lo que somos capaces van a sufrir una mutación que, al final, nos convertirá en seres más adaptados a la realidad que nos aguarda en el futuro. Así que, a pesar de que duela, de que no sepamos qué hacer con ello, si nos mantenemos conscientes, acompañados y cuidamos de nosotros mismos en general, un día nuestra mente inconsciente habrá recolocado esa fractura. Solo hay que confiar y atravesarlo.