Pablo L. Orosa, fotografías: Stefano Schirato
África entra en la batalla por la hegemonía cultural

¡Silencio, se rueda en Wakaliwood!

En solo unas horas el trailer de «Who Killed Captain Alex?» se convirtió en un fenómeno viral. La red no dejaba de reproducir aquella historia un tanto alocada de patadas voladoras, pistolas de madera y actores que no eran actores. Prometía ser «la primera película de acción» 100% ugandesa. «Se trataba de hacer cine sobre nosotros y para nosotros». Ocho años después, Isaac Nabwana sigue dirigiendo películas. Lleva más de medio centenar. Y sus espectadores se cuentan por decenas de miles. Las críticas, de «cine trash», de rudeza intelectual, no ocultan el verdadero éxito de Wakaliwood: el despertar de la cultura africana descolonizada.

Aunque casi todos los cines del centro de Nairobi –The Odeon, The Cameo– han desaparecido ya, incapaces también aquí de competir con Netflix y con las obligaciones religiosas, el estreno la pasada primavera de “Black Panther” llevó de nuevo las colas a las salas. No se recordaba algo así en décadas. Tantas como no se recordaban en el nuevo siglo. Hubo varios fines de semana en los que resultaba imposible encontrar una entrada. «Cada una de las seis proyecciones del domingo estaban agotadas. La próxima sesión disponible era el martes. Me pregunto cuándo fue la última vez que un cine en Nairobi vendió tanto», reflexionaba entonces la escritora Nanjala Nyabola en un artículo para “The Africa Report”.

“Black Panther”, la tercera película más taquillera de la historia de Estados Unidos y la más exitosa jamás dirigida por un cineasta afrodescendiente, rompió los estereotipos sobre el continente; en ella no había fauna salvaje, hambrunas ni batallas tribales al uso, sino la recreación de un país africano avanzado capaz de transformar el dominio discursivo: son los Estados Unidos los que necesitan aquí programas de ayuda al desarrollo. Wakanda, un deslugar que en realidad recoge la historia del gran reino Mutapa que gobernó buena parte de África meridional desde el siglo XV hasta la conquista portuguesa, basa su dominio en su control sobre el vibranio, un material ficticio. Mutapa, cuyas redes comerciales llegaban hasta la India, tenía bajo su dominio algo más real: las reservas de oro más importantes de su tiempo. Miles de espectadores de ascendencia africana encontraron en esta cinta una utopía. La historia de lo que pudo haber sido. De lo que todavía podría llegar a ser.

Y en ese punto de la conversación surgió el debate verbalizado públicamente por Nyabola: «Mucha gente siente que el éxito cinematográfico de ‘Black Panther’ es también una victoria de África. Como dijo el comentarista cultural keniano Njoki Ngumi en un foro sobre la película, ésta invita al continente a participar del espectáculo’ (…), pero ‘Black Panther’ es una película para espectadores afroamericanos. En ella se sugiere mucho África, pero nunca se menciona directamente, no es una invitación entre iguales». Se trata, más bien, de una mirada desde la diáspora. Desde la perspectiva afroamericana. Los acentos, los referentes y, sobre todo, los problemas no son los mismos: al tiempo que “Black Panther” abarrotaba las salas de todo el país, “Rafiki”, la cinta dirigida por Wanuri Kahiu y exhibida en el Festival de Cannes, era prohibida en Kenia por su temática homosexual.

La batalla cultural. O el gran negocio. «Las historias sobre África solo han sido contadas desde el punto de vista de los colonizadores. Hay mucho que contar desde nuestra perspectiva». Mientras continúa hablando –«de aquí, de Uganda, de nuestra historia, ¿qué se habrá contado ya, un 5%?»–, Martin Senkaya rebusca en el ordenador el guión de su última propuesta. Una serie sobre la historia de Uganda: desde la caída del histórico reino Buganda hasta la llegada de los regímenes tiránicos de Idi Amin y Milton Obote pasando por el periodo esclavista y el protectorado británico. Diez temporadas de diez capítulos cada una. «Ya tengo el guion completo de dos». Pero le falta la contraparte económica: el presupuesto para llevarlo a cabo supera los 400.000 dólares. «Y aquí –se lamenta– las televisiones locales no apuestan por nuestros proyectos. Quieren que produzca las dos primeras temporadas y después decidir si se suman». Y los festivales internacionales, como el Uganda Film Fest, priman las cintas grabadas en inglés.

Desde hace más de una década, el continente vive inmerso en la batalla por la dominación cultural sobre la que reflexionaron Gramsci y Bourdieu: la clase media, en plena expansión y conquista de los espacios urbanos, se enorgullece de que Nairobi sea un personaje aclamado en “La Casa de Papel” o que Disney convirtiese la historia de la joven prodigio del ajedrez ugandés en la aclamada “La reina de Katwe”, pero recela cuando sus territorios son representados como refugios para yihadistas en “Eye in the Sky” o como escenarios de barbarie en “Hotel Ruanda” o “El último rey de Escocia”.

Ven ahí «estereotipos injustificados» que «conducen a malas interpretaciones» de lo que significa África para ellos, apunta el catedrático en antropología africana de la Universidad de Bristol Neil Carrier.

Las grandes compañías occidentales tratan de cortejar este mercado, permitirle que se sienta representado, como señalaba Nyabola sobre “Black Panther”, conscientes del potencial económico que supone: para 2050 se estima que uno de cada cuatro habitantes del mundo será africano –las diez poblaciones más jóvenes del planeta, todas con medias por debajo de los 18 años, residen en África– y para entonces el 60% de los habitantes del continente lo hará en entornos urbanos. A ellos, a este constructo de África, se dirigen buena parte de las nuevas producciones. Las internacionales pero también locales. Hace apenas cuatro meses, Netflix anunció una inversión de 8.000 millones de dólares para impulsar proyectos en Nollywood, la industria cinematográfica nigeriana, la segunda del mundo por volumen de producción solo por detrás de Bollywood (India).

Pero hay una parte de las sociedades subsaharinas, todavía la más populosa, que sigue sin encontrar acomodo en este relato. Como esa familia que viaja en el autobús entre Nairobi y Kampala tarareando las letras de Halima Namakula y riendo con los sketches de un padre que se enfrenta a la adolescencia de sus dos hijas. «Ese público, nuestros vecinos, busca un cine que hable de nosotros, de nuestras preocupaciones y nuestra cosas», sentencia Isaac Nabwana. Es el otro escenario de la batalla cultural.

«¿Para qué vas a grabar en 4K si tu público va a verlo en VHS?». En enero de 1986 había en Uganda menos de un centenar de centros de salud y la esperanza de vida era de 48 años. Por aquel entonces ir al cine era algo subversivo. «Era visto como algo peligroso». No habían suturado todavía las atrocidades últimas de una guerra civil recién terminada con la llegada al poder del que todavía es presidente del país, Yoweri Museveni. El miedo dominaba las conductas. A los excesos de Idi Amin, el dictador del que hablaría después “El último rey de Escocia” para exportar su leyenda macabra, esa que dice que nunca antes los peces del lago Victoria fueron tan grandes como cuando él ordenaba tirar allí miles de cadáveres opositores, le siguieron los de Milton Obote. 300.000 muertos. Y a los de este los de los generales acholi, derrocados por los excesos últimos, los del Ejército de Resistencia Nacional de Museveni.

Los padres no querían que sus hijos se perdieran por aquel entonces en las proyecciones de celuloide. Que se alinearan con alguno de los bandos. Aunque no tuvieran claro con cuál. «Nos decían que nos quedáramos en casa. Yo era obediente y lo hacía, pero mi hermano (Robert) no. Él se escapaba e iba a Kampala a verlas. Después –continúa Isaac anticipando ya una risa que se escapa entre los dientes– volvía y me lo contaba todo. Las patadas y los golpes de Bud Spencer. Yo creo que lo exageraba». Desde joven, Robert se escabullía siempre que podía hasta el Owino Market, quizás el mercado más importante de Kampala, no muy lejos de la mezquita nacional construida con las donaciones de la Libia de Gaddafi, para hacerse con algunas viejas revistas chinas de artes marciales.

De aquellas escapadas nacieron dos pasiones: la suya por el kung fu y la de Isaac por el cine: «Yo no fui al cine de las pantallas, pero sí al cine de las imaginaciones. Yo recreaba todo lo que mi hermano me contaba en mi mente. Y eso es lo que intento seguir haciendo. Quiero que mis películas cuenten lo que imaginamos».

Hasta la fecha ha dirigido más de medio centenar de producciones. Algunas, como “Who Killed Captain Alex?”, con apenas 200 dólares de presupuesto; otras, como “Operation Kakongoliro! The Ugandan Expendables”, superaron los 2.000. Y la última secuela de “Bruce U”, el personaje que hace honor a los sueños de Isaac, el Bruce Lee ugandés, fue grabada en un monasterio budista de China con los fondos de una producción internacional.

¿Qué piensa cuando la prensa occidental lo compara con Tarantino (sin reparar en que sus estilos y formación son diametralmente opuestos)?

Mira, yo hace unas semanas estaba viendo una película y ni siquiera sabía que era de Tarantino. Para mí eso no es importante. Yo no tuve la suerte de ir a una escuela de cine por lo que no tengo esas influencias. Pero al mismo tiempo, eso me libera de algunas pretensiones. Porque Hollywood tiene intereses: antes Vietnam, ahora todo lo que pasa en Oriente Medio. Hay mucha propaganda y yo no quiero eso para mis películas. Yo conozco a mi público, son mis vecinos, gente que ha nacido y vivido lo mismo que yo, que tiene sus preocupaciones diarias. Yo lo que busco es entretenerlos contándoles historias cercanas [como “El demonio está en la aldea”, una de las más demandadas de su filmografía, una cinta que recupera un cuento ancestral ugandés para asustar a los pequeños cuando se portan mal] que les hagan pasar un buen rato. No pretendo ser moralista ni dar lecciones.

Nabwana hace películas sobre el imaginario construido. Sobre el “Hawaii Five-O” original que veía en la televisión en blanco y negro de su abuelo, esa en la que solo emitían de 18:00 a medianoche a no ser que hubiese un combate de Muhammad Ali, y sobre aquellas noches en las que los soldados golpeaban las puertas del vecindario –«abran y suban a camión»–, antes de dejar los cadáveres hinchados en un vertedero cercano. «Y para eso no necesito grandes presupuestos: mi escenario es real, es el barrio. Esa hierba que ves ahora», dice señalando al único prado verde que no ha sucumbido todavía al barrizal que han traído las últimas lluvias, «en unas semanas ya no estará. Y yo tendré un escenario nuevo». Se trata de entretener. «Yo hago películas sobre Uganda para los ugandeses», insiste Isaac. Pero al tiempo, quizá sin saberlo, ha conseguido algo más. Frenar la violencia simbólica. Hacerle ver a su hermano Robert y a toda una sociedad que estaban equivocados. «Cuando le dije a mi hermano por primera vez que quería hacer cine me dijo que estaba loco, que eso era algo solo para blancos. En mi generación crecimos pensando que los ugandeses no podíamos hacerlo. Yo no quiero que los chicos crezcan así. Ese es mi mayor logro». La quiebra del discurso hegemónico.

Un helicóptero de atrezzo. Un videojockey en la sala. En una ocasión, Nabwana le pidió un helicóptero al Gobierno para una de sus grabaciones. Museveni había dicho en campaña que había que impulsar al cine ugandés. Que lo que estaban haciendo las nuevas generaciones era un ejemplo para la nación. Pero el helicóptero se lo negaron. Así que decidió construir uno. De atrezzo. Así ha sido siempre. De adolescente Isaac aprendió a arreglar ordenadores con las piezas viejas de los equipos que mandaban las oenegés, después a hacer ladrillos con los que levantó su primera casa, a crear un estudio de música a partir de un teclado que le dejó un amigo en la iglesia, a mecanografiar y a manejar Premiere y After Effects desde la última fila de un curso que nunca pudo terminar porque era demasiado caro. «A mí de niño me dijeron que tenía que dejar la escuela porque éramos muchos en casa y no había para todos. Entonces no quiero que eso le pase a ningún niño más». Por eso ha puesto en marcha una fundación –Ramon, como también se llama su productora, en honor a Rachel y Monica, sus dos abuelas que criaron a la familia durante la guerra civil–, que garantiza la escolarización de cuarenta niños. «Lo que pretendo es que aprovechen su talento: para el fútbol, para el cine, para la música, para lo que sea».

Más que un proyecto cinematográfico, Wakaliwood es un laboratorio cultural. Es mediodía de sábado y alrededor del estudio que también es la casa de Isaac hay media docena de jóvenes actores esperando el segundo ensayo de la semana. El anterior fue el miércoles. Una de las jóvenes ha venido desde Jinja, 110 kilómetros al oeste de Kampala. Kizza Mamisuru, aka Kiman Lee, de otro barrio a 8 kilómetros de la capital. «Yo veía las películas y me dije que quería participar, así que un día vine y empecé» En una de las paredes de la sala donde practican cuando llueve hay un centenar de nombres y países escritos. De gente que vino hasta aquí después de que el productor norteamericano Alan Hofmanis le mostrara al mundo el documental “Welcome to Wakaliwood”.

Alan fue una de esas miles de personas que descubrieron la creatividad de Isaac a través del trailer viral de “Who Killed Captain Alex?”. Solo que él tomó un avión y se plantó en Wakaliga, el pequeño slum a las afueras de Kampala donde reside Nabwana. «Me he comprado la entrada de cine más cara de la historia», bromea, recién levantado. Ayer tuvo un evento. Porque aquí todos tienen algún talento: hay comediantes, músicos y artesanos. Hay que hacer reír delante de las cámaras, grabar bandas sonoras y crear todo el atrezzo, las pistolas de madera, el helicóptero que sirve también de tendedero para la ropa mojada y la sangre ficticia que no es más que una salsa enrollada en un condón.

Todo el proceso en Wakaliwood es comunitario: los actores son jóvenes, muchos vecinos del barrio, que enseñan a otros más jóvenes. Y ellos mismos se encargan de la distribución. «Hoy el problema son las copias piratas. Si estreno en el este del país, en 4 horas ya está en Kampala», lamenta Isaac. Pero contra eso también hay un remedio comunitario. La experiencia que ofrecen los videojockeys no es tan fácil de copiar: los vj, muy populares en África del Este, se encargan de doblar y comentar en directo las grandes producciones, traduciéndolas a los idiomas locales en un país donde buena parte de las clases populares no domina el inglés. Isaac los ha convencido para que lo hagan también con sus películas. «Al principio no querían, pero uno de ellos, Emmie, lo hizo y fue todo un éxito. Ellos le ponen pimienta a lo que produces», explica el director. Es tal la demanda, que mucha gente pide ya una copia de estas películas dobladas, aunque ahí vuelve a asomar el fantasma de la piratería.

El cine de los cineastas. Isaac ha tenido que bajar el ritmo. Antes grababan cuatro o cinco películas al año: «Ahora, con las conferencias, los festivales y los encargos para videoclips estoy más ocupado». «De primeras, los festivales no nos abrían la puerta, pero ahora no damos abasto de tantas peticiones», apuntilla Alan, quien se ha quedado ya a formar parte de Wakaliwood.

La tradición del Ugawood, el cine popular, heredero del teatro local, siempre ha sido observado con recelo desde las élites culturales. Se despreciaba su falta de profesionalización y su bajo presupuesto. «Pero, ¿para qué vas a grabar en 4K si tu público va a verlo en VHS?», reflexiona Isaac. También en Uganda hay un movimiento cinematográfico profesional salido de las escuelas de cine. Producciones como “The Route” o “The Ugandan” mantienen formas y estándares occidentales.

Como en muchas otras disciplinas artísticas, los patrones diseñados en Occidente continúan definiendo los límites creativos. Sus escenarios y sus referentes. Es lo que Isaac, quien no necesita leer a Gramsci para entenderlo, llama colonialismo cultural: «En las escuelas les llenan la cabeza de aspiraciones, les imponen una forma de hacer cine».

Martin Senkaya no está seguro sobre si disentir o no. Porque valora la profesionalización y los recursos de las grandes producciones. Mas también “la mirada”: «El arte debe nacer de cada cultura. Somos africanos, contémoslo a nuestra manera. Es lo que podemos ofrecer. Nuestros conflictos y dilemas enfocados desde un punto de vista ugandés».

Por eso, en otro de sus proyectos pretende abordar la situación de los menores maltratados. «De hombres, porque ya hay historias de chicas, pero se habla poco de los jóvenes maltratados». Mientras camina por los alrededores de su casa, junto al helicóptero donde continúan los ensayos, Isaac apunta otra idea en las últimas páginas de su libreta. Él también está trabajando en una cinta sobre las consecuencias del maltrato. Aunque en la suya habrá superpoderes. Bienvenidos a Wakaliwood.