MIKEL SOTO
gastroteka

Todo el mundo a la mesa

The Final Table”, de Netflix, es una suerte de olimpiada culinaria global en la que participan doce equipos formados por dos cocineros de distintos países que, a razón de gastronomía por episodio, han de preparar platos típicos de diez cocinas mundiales valorados por celebrities y críticos gastronómicos y, finalmente, por un reconocido chef: México (Enrique Olvera), Estado español (Andoni Aduriz), Gran Bretaña (Clare Smyth), Brasil (Helena Rizzo), India (Vineet Bhatia), Estados Unidos (Grant Achatz), Italia (Carlo Cracco), Japón (Yoshihiro Narisawa) y Estado francés (Anne-Sophie Pic).

El programa ha pretendido ser un triunfo en el intento de la cadena de pago por comandar globalmente el entretenimiento televisivo tratando de reinventar un formato sumamente popular pero con signos de estancamiento que ya comentamos al hablar de “Sal, grasa, ácido, calor”. La grandilocuente promesa del presentador Andrew Knowlton de sentar al ganador en el olimpo gastronómico junto con los nueve chefs presentes, muestra más los deseos de los productores que la realidad o las posibilidades del programa.

Leyendas, críticos, complejos y chovinismos. Con todo, impresiona ver a un jurado reunido motu proprio para la ocasión, con reputadísimos chefs estrechamente identificados con las cocinas de sus países pero con propios y singulares estilos de cocinar y entender la gastronomía. Creo que, para comprender la pasión de fan que generan algunas de las leyendas elegidas, basta la mirada de «¡Me ha venido Dios a ver!» de la concursante india Amninder Shandu cuando el chef Achatz se acerca a preguntar qué están cocinando.

Más heterogénea y pintoresca es la selección de embajadores y críticos gastronómicos que arbitran la primera prueba: es fascinante, por ridículo, el notable parecido de algunos jurados con Anton Ego, el crítico de la genial película “Ratatouille”. Creo que la actuación de estos jurados dice más sobre los complejos, chovinismos y traumas de los países en liza que de los platos presentados. El lamentable espectáculo de Miguel Bosé criticando magníficas variaciones de paellas con sus “axiomas cuñados” sobre el picante o la textura es otro deplorable capítulo en la interminable cadena de esperpentos hispanos. Nada que ver con los generosísimos comentarios de los japoneses viendo a unos occidentales sodomizar sin miramientos su tradicional kaiseki, o la pasión desternillante del actor estadounidense Dax Sephard espetando a su crítico «solo soy un ser humano con papilas gustativas reales», pruebas ambas de que gastronomía no es sinónimo de capullismo.

Diversidad, decepción y gramática gastronómica. Los equipos, curtidos en cocinas del mundo entero, incluida Euskal Herria, poseen un conocimiento tan profundo de la gastronomía mundial que le hace pensar a uno qué hace aquí dándoselas de entendidillo cada semana. Desgraciadamente (spoilers), la ya de partida menguada diversidad de género representada por Colibrí Jiménez, Ash Heeger, Jessica Lorigo, Monique Fiso y Amninder Sandhu y la plural variedad de procedencias que oscilaban entre México, India, Brasil o Jamaica, e iban del Instituto Paul Bocuse a la más cruda pobreza, nos llevó a una decepcionante final entre dos australianos contra un estadounidense y un canadiense. Era imposible endulzar ese desenlace ni con el fuck you! a la elitista gastronomía mundial, ni con mi pasión por los australianos, dueños de una erudición y una gramática gastronómica cuasiperfectas. «Pensar con la cabeza pero cocinar con el corazón», reflexionó el chef italiano Carlo Cracco y, creo que bajo una gran presión y sin saber qué iban a valorar los jurados, nos han deslumbrado quienes desde una idea muy profunda de la cocina se han enfrentado a las distintas gastronomías mundiales cocinando de manera más orgánica.