IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

¿Y si no hay más allá?

No pretende dar este artículo respuesta a preguntas existenciales sobre la vida después de la muerte, sino quedarse de este lado en torno a una duda más cotidiana. Si bien, esta duda sí podría tener algo que ver con las creencias y algo que ver con la muerte; o por lo menos, con el final de una parte de nosotros. Vivimos en una sociedad y en un sistema que nos impele constantemente “hacia adelante”, a “superarnos a nosotros mismos”, a “aspirar a más”, y junto al potencial enorme de estos impulsos cuando no van acompañados de autocrítica feroz, estas son frases sobre las que nos conviene mantener cierto control, que no se nos desboquen, porque tienen también un lado arriesgado.

El contexto actual nos ofrece cada vez más comodidades, entretenimientos, tareas, promesas, y sobre todo, expectativas. El entorno social, y en particular el entorno mediático como su representación virtual más accesible, cada vez penetra más incisivamente en el pensamiento y en la manera de estar en el mundo –en las generaciones jóvenes es un territorio “nativo”–, llenándonos de mensajes –nos percatemos o no– que, poco a poco, dan forma a nuestros razonamientos, creencias e incluso percepción.

Su poder es enorme porque su presencia es constante y nuestra capacidad de atención consciente, limitada; por lo que, más allá de nuestro límite, sus mensajes operan en nuestro inconsciente, inoculados como un virus que deja su ADN en nosotros, que seremos encargados de replicarlo posteriormente. Hasta aquí, nada desconocido para los lectores; pero este proceso de influencia cultural también tiene el potencial de dejar en nosotros una sensación de carencia, de vacío, de falta de completitud, e incluso de insuficiencia: “No he alcanzado aún todo mi potencial”, “si tuviera/hiciera tal o cual cosa, entonces sería…” (como si ambos supuestos estuvieran relacionados causalmente). Y, curiosamente, cuando la expectativa sobre uno mismo, una misma, se apoya en criterios externos, básicamente los de otras personas, habitualmente el resultado conlleva cierto grado de frustración.

Hay quien dice que es precisamente esa frustración, esa incomodidad por no llegar, la que nos espolea, nos motiva y nos hace movernos hacia adelante; y en ciertos casos es así, en particular cuando el malestar es concreto y está definido, cuando es algo concreto que resolver. Sin embargo, cuando la frustración y la incomodidad es para con uno mismo o una misma, sobre lo que uno o una “es”, entonces, mirar todo el tiempo a lo que falta no nos resuelve gran cosa más allá de un alivio momentáneo que lograr con gran esfuerzo. Y es a este respecto cuando hablamos del virus; porque esa promesa del “más allá”, donde estaremos completos, seremos nuestra mejor versión, donde se resolverán todos nuestros problemas y lograremos hacer realidad los sueños, no deja de ser una idea externa, más o menos inmediata o histórica, pero que nos despoja de algo esencial: de nosotros mismos, de nosotras mismas, aquí y ahora. Nos dificulta la conciencia de amplio espectro de nuestra realidad.

Cuando empleamos grandes cantidades de energía mirando “allá”, dejamos de notar qué más sentimos aquí, aparte de la incomodidad. Entonces, pasan desapercibidos nuestros propios recursos para elegir hacia dónde ir a continuación, y a menudo, este es el quid de la cuestión que nos hace añorar otros mundos: tener la sensación plena de que las elecciones que tomamos son propias. Si conseguimos ganar actualidad, presencia y voluntad en lo que tenemos entre manos aquí y ahora, quizá la urgencia ansiosa por el más allá tome otro cariz. Quizá incluso, ya no necesitemos o queramos que esto pase tan rápidamente.