IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Arte y supervivencia

Para quienes sean sensibles a ello, las noticias sobre su relego en los planes de estudios de las nuevas generaciones harán probablemente que un escalofrío les recorra la espalda. Las razones suelen estar apegadas a la productividad (en concreto, la falta de ella) y el futuro laboral, sin embargo, al esgrimirlas, no hay ningún atisbo de comprensión de lo que supone para la supervivencia de una parte esencial de los grupos y los individuos humanos a lo largo de los milenios.

Hace un tiempo cayó en mis manos un libro titulado “¿Qué nos hace humanos?”, de Michael Gazzaniga, con el subtítulo “La explicación científica de nuestra singularidad como especie”, y en él, el autor dedica un capítulo a este respecto, que me ha resultado interesante y digno de mención. Es cierto que en los tiempos que corren, la consideración de aspectos profundos o constitutivos de lo que somos como especie está a la cola de los criterios de evaluación y decisión de las políticas educativas o sociales, pero supongo que para eso está la ciencia (aunque se emplee a veces a discreción para justificar posiciones de poder).

Por no desviarnos demasiado ni entrar al detalle exquisito, baste comenzar por las referencias que usa el autor: Universidades de Missouri, Rutgers, Northwestern, Ohio, Bergen, Michigan y California (Tooby y Cosmides, Rolf Reber, Norbert Schwarz, Piotr, Winkielman…). Y para seguir, algunas reflexiones interesantes derivadas de la investigación con primates no humanos y humanos. Dicho esto, podemos centrarnos en uno de los aspectos más curiosos de esta manera de percibir el mundo y relacionarse con él: aparentemente no sirve para nada. O al menos nada concreto, funcional desde un punto de vista evolutivo; y aún así, está demostrada su universalidad –aun con distintos códigos–, y también que el cerebro tiene un sistema de recompensa ante la experiencia estética y artística, aunque no haya una contrapartida funcional obvia. Por lo que el arte debe de tener algún beneficio para la supervivencia.

Como parte de la explicación está la capacidad humana para manejar diferentes grados de verdad. Somos capaces de pensar en una verdad constante, pero también acotada por el tiempo o las circunstancias; por ejemplo, sabemos que es cierto que un polideportivo abre ciertas horas, pero no lo es si cambiamos de época del año; o sabemos que una película es ficción –si no, saldríamos corriendo en una película de terror–, pero aún así nos dejamos jugar con la posibilidad de que lo sea al punto de emocionarnos.

En concreto, en el caso de la ficción en novelas o películas (“Juego de Tronos” ha tenido más de cien millones de espectadores), esta capacidad nos permite experimentar diferentes escenarios sin tener que pasar por ellos de primera mano, lo cual tiene una evidente ventaja evolutiva. Y no hace falta ponerse tan contemporáneos, sino que desde siempre los relatos, las representaciones teatrales, la danza, han tratado de transmitir, emocionando, aspectos relevantes de la vida, que ser utilizados en algún momento (y ahora sabemos que sin emoción no hay aprendizaje posible).

Para la mente humana, el mundo no parece una serie de estímulos y respuestas predeterminadas sino una enorme y desconcertante consecución de posibilidades. Y dice Joseph Carrol: «La libertad humana de organizar su percepción en una diversidad de posibilidades combinatorias que le ofrece su inteligencia, permite a los individuos enfrentarse a ellas sin el tiempo suficiente para vivirlas todas, y ese vacío lo llena el arte».

Podríamos añadir que no en vano la expresión artística es reprimida durante las dictaduras o mermada y globalizada para el manejo por parte de los poderosos de las posibilidades de un futuro aún no imaginado. Imaginar es un acto de libertad del pensamiento y, por tanto, la muestra última de nuestra inteligencia prospectiva, para la supervivencia en un mundo que aún no conocemos.