Karlos Zurutuza, argazkiak: Andoni Lubaki
poblados creados en el franquismo en nafarroa y aragón

Colonos, empezar de cero en el desierto

El régimen franquista levantó una red de pueblos para alojar a miles de familias destinadas a repoblar el territorio y transformar la estepa en zonas de cultivo. Son historias que hablan de desarraigo, pero también de una inquebrantable voluntad de sobrevivir.

Es una merlucera preciosa: roja, azul y blanca, con un casco de madera moldeado para las olas del Cantábrico, aunque ahora esté a unos doscientos kilómetros del mar. Tropezamos con ella en Figarol, en el extremo sur de Nafarroa: ahí la tienen, varada en el césped del hostal Doshaches, justo a la entrada de la localidad. Quizás su función hoy sea la de avisarnos de que este no es un lugar cualquiera. Sin ir más lejos, su dueña tiene la misma edad que el pueblo. «Figarol se inauguró en abril del 62 y yo nací en agosto», dice María Ángeles Gascón desde cubierta, pero con ese inconfundible acento que suena a sol y cierzo.

Vivir en un pueblo cuya creación está documentada fotográficamente desde su primera piedra puede resultar extraño para la mayoría de los mortales, pero no para los cerca de 400 habitantes de Figarol. Es el único en Euskal Herria de entre 300 pueblos construidos en el Estado español durante el franquismo para los llamados «colonos agrarios». La estatua en mitad de su calle principal –colocada en el cincuentenario del pueblo– les rinde homenaje: sobre un pedestal, una pareja de aspecto humilde, campesinos ambos, mira a su alrededor con una mezcla de curiosidad y determinación. Probablemente también hubiera que añadir grandes dosis de incertidumbre, incluso miedo, a las sensaciones experimentadas por aquellos pioneros de un episodio que transformó las vidas de sesenta mil familias en todo el Estado español.

Convertir zonas de secano en regadío fue una de las obsesiones del régimen franquista; se construyeron pantanos para contener el agua, y luego una intrincada red de acequias, bancales y terrazas por la que corría hasta eriales que se convertirían en tierra fértil. También hacía falta mano de obra, y así se levantaron los llamados «pueblos de colonos». Fundado en 1939, fue el Instituto Nacional de Colonización (INC) el encargado de pilotar el mayor desplazamiento humano en la península ibérica del siglo XX.

La mayoría en Figarol llegó de Carcastillo, jornaleros que huían de la miseria con lo puesto en carros, y con los críos y cuatro aperos detrás; «gente más pobre que las ratas», que dice María Ángeles. Cuando llegaron a Figarol había casas, pero no salía agua del grifo ni electricidad de los enchufes. Y luego estaba aquel barro cuando llovía… Se intentaba evitar con tablones que hacían las veces de pasarelas improvisadas porque las calles también estaban por hacer. Los primeros años sobrevivieron gracias a un puñado de gallinas y alguna vaca en los corrales. De ellos comían todos en casa. Se trabajó mucho hasta llegar a arrancarle hortalizas al desierto y con el tiempo, algunos de los hijos de aquellos pioneros se labraron un camino más allá de la era. Ahí sigue el albergue de María Ángeles, que funciona entre habitaciones que alquila a trabajadores o excursionistas, y menús del día servidos en un comedor de cuyas paredes cuelgan fotos en blanco y negro de un pueblo aún en construcción. Respecto al barco, dice que fue un regalo de un amigo donostiarra de su marido.

«En un principio íbamos a dejarlo en una laguna cerca de aquí pero luego pensamos que nadie lo iba a ver allí, así que nos lo trajimos a casa», recuerda, antes de enseñarnos las habitaciones que también alquila en las tripas de este pecio de las arenas. Hay lugares en los que la imaginación es tan imprescindible como el agua.

«Far West» aragonés. Enfilamos hacia el sureste a través de una carretera apenas transitada, y que atraviesa un paisaje yermo que estalla en verde a la altura de Alberuela de Tubo. Al igual que en muchas otras zonas, el agua canalizada empezó a transformar el desierto, pero fue el riego por aspersión el que lo convirtió en un vergel. Aquí es posible saber a quién le tocó la lotería en 2011 a través de Google Earth: las fotos sombrean en verde los alrededores de Sodeto, un pueblo en la provincia de Huesca que se puede ver desde el espacio, pero no desde ninguna carretera principal. Sodeto no pilla de camino a ninguna parte.

La mayoría de sus 250 habitantes son los que llegaron aquí en 1958, cuando se hizo el pueblo. Los buscamos en el único bar de la localidad; decir que La Vida es Bella –así se llama– es el centro neurálgico de Sodeto es una obviedad, pero no que el negocio está regentado por Alicia Preciado, una catalana de 43 años de Sabadell que llegó «por circunstancias de la vida» hace seis años, y acabó quedándose.

«Se vive bien aquí. La verdad es que no echo de menos la ciudad», dice Alicia, aunque es demasiado joven para haber conocido los tiempos en los que Sodeto era poco más que un mapa en un despacho del Instituto de Colonización. Los que lo levantaron de la nada echan hoy la partida (guiñote) al otro lado de la barra; gente como Bernardino Sánchez, un auténtico visionario al que todos tildaban de loco cuando tuvo la ocurrencia de plantar arroz en el desierto.

«El agua llega directa desde las cumbres, es mucho más pura que la de zonas del Levante y, claro, el arroz también», asegura este hombre de 90 años y gafas de sol bajo un sombrero borsalino. Dice que los alemanes compran casi toda la producción. «No se deshace, es el mejor arroz de Europa», insiste Bernardino, quién llegó desde su aldea de Tramaced, a 20 kilómetros de aquí. Como al resto de los colonos en todo el Estado, a las 87 familias de Sodeto también se les asignó el llamado «lote»: un carro y aperos; una yegua y una vaca a devolver al ministerio en potros y novillas; entre seis y doce hectáreas de terreno y una casa a pagar en cuarenta años. Excepcionalmente, se concedía un «lote mecanizado» (uno por cada cincuenta de los normales) a agricultores destacados y en posesión de algún título de formación profesional agrícola. Su finalidad era servir de ejemplo a los demás colonos.

Fue difícil desde el principio, e incluso antes. El plan inicial para Sodeto consistía en levantar catorce granjas –las llamaban “torres”– a imagen y semejanza de los ranchos americanos. Se llegaron a ocupar siete pero, sin apenas agua, y aislados los unos de los otros en mitad del desierto de los Monegros, la vida de aquellos primeros colonos solo mejoró tras la muerte del ministro Cavestany, el responsable de la idea. Se decidió finalmente descartarla y agrupar a las familias en el pequeño núcleo urbano que es hoy el pueblo. Familias enteras llegando en carros a calles a menudo bloqueadas por centenares de estepicultores, esos matojos rodantes que aquí llaman capitanas. Son imágenes que completan el catálogo de fotografías del Lejano Oeste en la estepa aragonesa.

El periodo de 1950 a 1965 fue el de mayor intensidad dentro del programa de colonización. En 1967 se empezó a construir el último poblado, y es a partir de 1973 cuando remite la fiebre edificadora para reforzar los ya existentes. La mecanización del campo llegaría pronto y, aunque mucho más tarde, también los aviones. Bernardino se acuerda de aquellos pilotos a los que se pagaba para sembrar desde el aire. «Se mataban todos pero recuerdo a uno muy bueno, un tal Simón, que aterrizaba en la carretera del pueblo», relata este colono con cinco bisnietos.

Desde la barra, Ángel Luis Nasarre recuerda que tenía 14 años cuando tuvo que hacerse cargo de la hacienda tras la muerte de sus padres. El duelo fue un lujo que no se pudo permitir antes de pasarse décadas pidiéndole alfalfa, maíz y arroz al desierto. Un día hubo beneficios, y así fue comprando más hectáreas, hasta llegar a las 50 actuales. Crió a cuatro hijos, dos de los cuales viven de la agricultura, y solo dejó de fumar tras el tercer infarto de corazón. Como la mayoría aquí, el dinero de aquella lotería de 2011 también lo reinvirtió en el campo. El riego por aspersión que mencionábamos antes. Ángel Luis dice que fue «una locura»: le tocó a todo el mundo menos a un director de cine griego que vive en una de las torres.

«Sin antecedentes». Quitando lo de la lotería, Sodeto es un pueblo tan paradigmático en esto de la reforma agraria que cuenta hasta con un centro de interpretación en el que uno puede empaparse de todo aquello. Rosa Pons, hija de colonos llegados desde el alto Pirineo y alcaldesa durante 24 años, nos acompaña por un recinto que cuenta con diferentes estancias: una sala de proyección; una casa de colono tal y como se la encontraban al llegar; otro espacio en el que se pueden observar materiales y objetos propios de la época, como mesas antiguas de la escuela y ordeñadoras… Antes de empezar, Rosa quiere dejar claro que el plan de reforma agraria «se lo encontró Franco en un cajón». Fue durante la Segunda República cuando, tras un proceso de expropiación de tierras a los grandes terratenientes, se intensificó la política hidráulica y se culminó la de riegos. La O.P.E.R. (Ley de Obras de Puesta de Riego) será el verdadero antecedente de la política de colonización franquista; un ambicioso proyecto que quedó interrumpido tras la guerra civil española. En un país hambriento y devastado –se calcula que dos tercios de los sectores agrícola y ganadero quedaron destruidos tras la contienda–, el régimen recupera una idea a la que incorporó, eso sí, la devolución de muchas tierras a los antiguos caciques.

Con 32 nuevos asentamientos, Aragón fue la región donde se levantó el mayor número de dichos pueblos de colonos en todo el Estado. Según Pons, el proceso de selección de sus ocupantes era sencillo: «Tenían preferencia las familias numerosas, sobre todo las de hijos varones. Por supuesto, también estaban los expedientes de cada candidato, el cual podía ser de dos tipos: ‘Con antecedentes’ o ‘Sin antecedentes’. Los primeros, a los que se les presuponía algún vínculo con el bando perdedor, se descartaban de inmediato», explica Rosa. En cualquier caso, la criba no implicaba la emancipación automática de los colonos una vez instalados: el INC seguía ejerciendo una tutela férrea sobre la red de asentamientos a través de mayorales, peritos e ingenieros que decidían sobre las vidas de aquellos desposeídos a los que el régimen “plantó” en el desierto como estos sus remolachas. «Colonizar es fijar el hombre a la tierra», rezaba una de las máximas del INC.

«La reacción contra aquello fue más que evidente cuando llegó la democracia: casi todos los pueblos votaron a alcaldes de izquierdas», cuenta Rosa. Además de edil de Sodeto, también fue diputada socialista en las Cortes de Aragón. En una última estancia del centro se explica el proceso de urbanismo en la colonización a través de maquetas de canales, embalses de regulación, canaletas y otros elementos de riego, además de las de los pueblos que se construyeron en Aragón. Es sobre una maqueta de Sodeto donde apreciamos la milimétrica planificación urbanística de esta y otras muchas localidades construidas sobre el mismo plano: hileras de casas exactamente iguales, todas alineadas en torno a una calle principal que desemboca en una plaza sobre la que se distribuye la iglesia, la escuela, el antiguo local para la Sección Femenina y, en el caso de Sodeto, un centro cultural que contaba incluso con una sala de proyección. Hoy es el bar.

«De críos nos confundíamos de casa, eran todas iguales», recuerda Pons. Lo más parecido hoy a estos pueblos, añade, son las urbanizaciones a las afueras de las grandes ciudades. Fue de entre aquellas calles donde se creó un arraigo entre gentes que aún llevaban sus pueblos de origen en el corazón. ¿Qué es un pueblo sin fiestas? Por otra parte, ¿cómo ponerlas en el calendario sin saber aún cuál es la patrona? La decisión también estaba en manos del INC. En el caso de Sodeto, San Miguel es un santo tan bueno como cualquier otro. Además, el tiempo sigue acompañando a finales de setiembre para honrarlo. Con el paso del tiempo, Sodeto no solo se convirtió en un pueblo con todas las letras, sino que sus habitantes también se desprendieron del estigma que arrastraba eso de ser «colono». «Es similar a la percepción hacia los inmigrantes. Se trabajó mucho, tanto que, con el tiempo, se pasó del ‘no bailes con esa, que es colona’ al ‘le fue bien porque se casó con un colono’», asegura la sodetana. Lo sabe porque lo vivió.

Del Caudillo a Carrillo. Atravesar la misma avenida rectilínea, flanqueada por las mismas casas de una única planta, provoca una inevitable sensación de déjà vu cuando uno visita estos lugares. Llegamos a Bardenas, un municipio perteneciente a Ejea de los Caballeros, en la provincia de Zaragoza. En origen, esta localidad se llamaba Bardena del Caudillo y era la Avenida del Caudillo su arteria principal. Hoy es el Paseo de la Jota Aragonesa el que nos conduce hasta esa plaza cuadrada que atraviesa la sombra del mismo campanario rectangular de siempre. Hemos concertado una cita por teléfono con Eduardo Navarro antes de llegar. Nos espera en su casa. Como en muchas otras, el corral en el que una vez  dio cobijo a vacas, cerdos y gallinas es hoy un hermoso salón en el que Eduardo nos desvelará más pasajes de esta historia. Hay una vida que ni el sol del desierto ni la bota del régimen consiguieron aplacar.

«Cuando llegó la democracia, esta ya existía en estos pueblos; teníamos nuestras propias asambleas, las llamadas ‘juntas de colonos’. Además, en los últimos años del franquismo llegaron unos curas jóvenes que solo vestían sotana en las misas y que nos hablaban de libertad, derechos, emancipación… Los curas pudientes no querían venir a estos pueblos, así que muchos de los que llegaban eran rojos», recuerda este aragonés de intensa mirada azul y piel quemada. Llegó aquí a los 13 con sus padres desde Ejea de los Caballeros.

En las primeras elecciones municipales fue el PSOE el que se hizo con la alcaldía en Bardenas, un giro hacia la izquierda que se ilustraba con una frase recurrente durante años: «De Bardena del Caudillo a Bardena del Carrillo». Eran momentos de cambio entre continuas reivindicaciones políticas. El INC pasó a ser el IRYDA (Instituto Nacional de Reforma y Desarrollo Agrario) y en 1976 comenzaron a bajar los precios de la producción agrícola. En aquel contexto surgió el sindicato UAGA (Unión de Agricultores y Ganaderos de Aragón), del que Eduardo fue Secretario General antes de pasar a la COAG (Coordinadora de Organizaciones de Agricultores y Ganaderos del Estado Español), desde la que trabajó hasta 2003.

Volviendo al caciquismo. «Todo el mundo habla del mundo rural, pero lo cierto es que hay casi 3.000 pueblos abandonados en España, y casi la mitad con menos de 100 habitantes», lamenta Eduardo, subrayando que hoy no existe un plan agrario como tal. Ángeles Ramón Burguete, su mujer, habla de la «preocupante acumulación de tierras por parte de unos pocos» en toda Europa. «Estamos volviendo a los caciques de entonces», alerta la que fue responsable del Área de la Mujer en la UAGA durante muchos años. Había mucho por hacer en un modelo tan masculinizado como el del campo. Ángeles coincide con su marido en que la colonización fue un revulsivo en la explotación familiar agraria, pero también que, al final, acabaron siendo los «señoritos» los que se quedaron con las mejores parcelas.

Expertos en el tema coinciden en que fueron los antiguos y grandes propietarios los que se beneficiaron de las plusvalías y de las facilidades para modernizar sus explotaciones. Si bien el programa posibilitó cierta reforma social en el campo español, la lentitud del proceso, sus enormes costes y una ineficiente gestión de los recursos naturales perfilan una labor titánica, pero que acabó fracasando en el aspecto económico.

Juanma, hijo de Ángeles y Eduardo, se ofrece a enseñarnos su explotación. Estudió Ciencias Ambientales y trabajó en una gran empresa, pero le defraudaron tanto la carrera como su trabajo posterior. Hoy planta puerros, cebollas y alfalfa de forma ecológica –«me ponía enfermo con los productos químicos»– en la misma parcela asignada a su abuelo y el resto de las que la familia fue comprando después. «En su día podían vivir hasta dos familias de diez hectáreas, pero hoy justo te mantienes con cincuenta» explica este agricultor de 33 años.

«El actual es un mercado global apenas regulado, ni precios establecidos… El campo te tiene que ilusionar para volver aquí cada día».

A su lado, Donato Pérez dice que le sigue ilusionando «a pesar de todo», y que volvería a ser agricultor. Tiene 71 años, y han pasado ya sesenta desde que abandonó su Tiermas natal, uno de los pueblos anegados por el pantano de Yesa para que se pudieran regar este y otros desiertos. Tanto a sus padres como a la mayoría de sus vecinos se les reubicó en El Bayo, a siete kilómetros de aquí, donde parcelas como las suya salieron malas. «Nos engañaron a todos», dice Donato. Como cada año, acudirá puntual a su cita el primer fin de semana de octubre, cuando los antiguos vecinos de Tiermas se reúnen en la parte alta del pueblo: fantasmas de carne y hueso entre las ruinas de lo que una vez fue su casa. Donato asegura que recuerda el desalojo «como si fuera ayer»; también que se enamoró justo antes de ser arrastrado por la riada de carretas que caía hasta el valle. «No la volví a ver», repite hasta tres veces, como si no acabara de creérselo. Como si acabara de despertar de un sueño que comienza en un pueblo bajo el agua.