IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

En sustitución

Desde que seguíamos las huellas de un animal en la sabana hasta la actual interacción virtual con imágenes que pueblan Internet, los seres humanos hemos hecho uso cotidiano de los símbolos para entender y manejar el mundo en nuestra cabeza, sin tener que vivir aquello que estos símbolos representan para poder actuar sobre ello. Utilizamos canciones, poemas y películas para evocar situaciones importantes, planes de negocio para imaginar el futuro; adoptamos actitudes de seducción, de poder y de colaboración para que el otro se haga una imagen de nosotros e influir en su reacción.

Y todo ello lo hacemos a partir de símbolos compartidos que conforman la comunicación y que se sirven del conocimiento de la mente del otro. Así que no es de extrañar que cuando nos vemos ante situaciones complejas, cuando nos es difícil afrontar un conflicto o un dilema, tiremos de atajos simbólicos para facilitarnos la tarea, aliviar su tensión o evitarla. Me explico: pongamos, por ejemplo, que tenemos un conflicto no resuelto con una amiga, algo que nos hizo sentir agraviados y nuestra respuesta a ello fue desmedida; hubo un distanciamiento, pero nunca hablamos de aquella situación incómoda. Hoy, cuando nos encontramos, aquel recuerdo nos hace sentir avergonzados, pero, en lugar de afrontarlo, hacemos otra serie de cosas “en sustitución”, cargadas de toda su intensidad emocional. En lugar de hablar abiertamente de lo que me dolió, puedo empezar a criticar pequeñas cosas de su comportamiento, a estar en desacuerdo en cualquier conversación cotidiana o, complementariamente, puedo sentirme atacado todo el tiempo por sus comentarios o las disensiones, a lo cual reacciono, al mismo tiempo, con hostilidad. De este modo, siempre que nos encontramos ambos sentimos que se pone en marcha una rueda desagradable que gira sobre sí misma, pero no resuelve nada entre nosotros; si bien, simbólicamente, nos da la sensación de que algo útil estamos haciendo con ello.

Otros ejemplos: en lugar de tomar una decisión para cambiar una situación que nos perjudica, damos vueltas y vueltas a nuestros razonamientos de modo que “parece” que estamos afrontando el problema, lo cual nos calma; o en lugar de aceptar y afrontar el deseo de acercarnos a alguien que nos gusta, jugamos a la seducción que deja la pelota en el tejado del otro, y su reacción sustituye a nuestra iniciativa. Normalmente, esto nos da cierta sensación de control, nos da tiempo para no hacer lo que sabemos que tenemos que hacer y nos ayuda a manejar el temor –a perder la relación, a ser menos, a sufrir, o a ir más allá de nuestros propios límites–.

Parece una protección, pero nos deja insatisfechos por lo general, incluso con mayor amargura, porque, aunque sea una sustitución, no nos sacia –del mismo modo que mascar chicle parece que nos quita el hambre pero realmente no lo hace–. Si nos damos cuenta, podemos querer cambiarlo y ser más dueños de nuestra vida social y psicológica, aunque para esto sabemos que hay que afrontar un riesgo: el de la honestidad con uno mismo y con la otra persona, que eventualmente puede agravar las cosas. Y a veces, solo nos damos cuenta del lío cuando empezamos a percibir que lo que hacemos a este respecto nunca cambia nada, o que cuando nos acercamos a esa otra persona tenemos la sensación de que algo se activa que enrarece el ambiente más allá de lo evidente; probablemente podamos pensar que estamos haciendo algo en sustitución de lo que realmente necesitamos hacer. Quizá un afrontamiento más necesario sea uno más directo, más pegado a la realidad, aunque probablemente menos agradable –en un primer momento–. Afrontar la vida de cara no es fácil y, a veces, es una osadía no darnos el tiempo para comprender, aceptar, decidir o lamentar lo que nos sucede antes de tomar acción, pero ser conscientes de lo que necesitamos hacer cuando nos enredamos en distracciones o sustituciones, por lo menos, nos da una meta, y eso nos hace ganar autonomía.