Jaime Iglesias
Elkarrizketa
Carl HOnoré

«Envejecer no es una condena, es un privilegio» - Carl Honoré

Escocés de nacimiento pero canadiense de adopción, Carl Honoré (1967) cursó estudios de Historia e Italiano en la Universidad de Edimburgo tras lo cual se trasladó a Brasil, donde comenzó a trabajar como voluntario en diversos proyectos con niños de la calle. Esta experiencia le marcó hasta el punto de orientar su carrera profesional al periodismo. Durante años estuvo viviendo a caballo entre Europa y Sudamérica (el peculiar castellano con el que atiende a los medios de comunicación es fruto de su experiencia como corresponsal durante dos años en Buenos Aires). Publicaciones como “The Economist”, “The Observer”, “Houston Chronicle” o el “Miami Herald” contaron con su firma.

Pero a sus 36 años tuvo una revelación. Al leer un cuento a su hijo, este le hizo notar que iba demasiado rápido. Fue entonces cuando este periodista económico comenzó a cuestionar las nocivas consecuencias de lo que él llama el “turbocapitalismo”. Estas reflexiones dieron lugar a una amplia investigación que vio la luz en forma de libro a finales de 2004 bajo el título de “Elogio de la lentitud”. La obra se convirtió en un best seller y en piedra angular del llamado movimiento Slow del que Carl Honoré, a su pesar, ha venido siendo considerado su más carismático profeta. La necesidad de desprenderse de ciertas etiquetas y de ampliar su mirada hacia otros fenómenos análogos ha llevado ahora al periodista a escribir un nuevo libro: “Elogio de la experiencia” (RBA). Si en su anterior obra llevaba a cabo un enaltecimiento de la desaceleración, en esta se posiciona claramente a favor de la lucha contra el edadismo, es decir contra esa tendencia a segregar a las personas en función de su edad cronológica. Ese es, hoy por hoy, el nuevo campo de batalla de Carl Honoré.

Lentitud y experiencia son dos conceptos que, en cierto modo, se complementan. ¿En qué medida esta nueva obra está en conexión con su ya clásico «Elogio de la lentitud»?

Bueno, lo primero que tengo que decir es que ambas obras han nacido guiadas por un espíritu periodístico. No me gustaría que se vieran como manuales de autoayuda ni que yo fuera percibido como uno de esos gurús que se jactan de tener todas las respuestas ante una determinada coyuntura. Es mi interés periodístico el que me lleva a detectar la aparición de una tendencia o de un cambio en el paradigma cultural. A partir de ahí lo que hago es investigar para intentar explicar el fenómeno en cuestión con ejemplos, testimonios, etc. Cuando comencé a escribir “Elogio de la lentitud” apenas empezaba a hablarse de los ritmos de vida frenéticos que nos imponíamos, era un asunto que estaba sobre el tapete pero que nadie se había preocupado de analizar y con el tema del edadismo, que es la base de “Elogio de la experiencia”, ocurre un poco lo mismo. Somos conscientes de estar asistiendo a una serie de cambios demográficos y tecnológicos muy profundos, pero rara vez nos preguntamos sobre sus consecuencias y yo creo que es ahí donde puede que haya una conexión entre ambos libros porque el proceso de envejecimiento implica una cierta desaceleración, sobre todo a nivel físico, no tanto cognitivo, y en una sociedad que venera la velocidad, la desaceleración está mal vista. El culto a la velocidad, por tanto, refuerza el culto a la juventud.

A tenor de las veces que lo cita a lo largo del libro y del rechazo que le merecen sus palabras, parece como si «Elogio de la experiencia» estuviera escrito contra Mark Zuckerberg y su glorificación de la juventud.

Zuckerberg es el gran gurú del culto a la juventud con esa famosa frase que soltó en su momento afirmando que la gente joven es mucho más inteligente que las personas mayores. Pero lo interesante no es que él dijera esto sino que nadie cuestionase sus palabras. Eso refleja hasta qué punto, pese a ser un fenómeno tóxico, el edadismo es contagioso y, no solo eso, también es un modo de discriminación especialmente estúpido. Un machista nunca va a convertirse en mujer ni un supremacista blanco en negro, sus argumentos segregacionistas están dirigidos a reforzar sus privilegios. Pero aquel que discrimina a las personas en función de su edad tarde o temprano llegará a viejo, con lo cual el edadismo es un acto de autolesión. La gente vive aferrada a la idea de que envejecer es un castigo, compra el guion de que, a partir de una cierta edad, todo va cuesta abajo y eso es mentira. Envejecer no es una condena, es un privilegio. Obviamente, hay cosas que empeoran, pero también se está descubriendo que con la edad hay otras muchas cosas que mejoran y que aquellos que veneran la juventud y denigran el envejecimiento son los que peor envejecen, los que más riesgo tienen de padecer demencia y los que antes fallecen. Sin embargo, creo que, poco a poco, estamos avanzando hacia un modelo de sociedad que viene a corregir todos esos prejuicios que Zuckerberg y otros como él se han empeñado en alentar. A las personas ya no se las juzga tanto por su edad cronológica. Por ejemplo, plataformas como Amazon o Netflix han dejado de segregar a sus clientes en grupos de edad y lo que prima, a la hora de definir su experiencia de usuario, es fijarse en sus gustos.

No obstante, da la sensación de que las estrategias para sacar provecho al envejecimiento que usted propone en este libro están pensadas para personas con un poder adquisitivo medio alto. ¿Combatiendo el edadismo no estamos incurriendo en un cierto clasismo?

Me parece interesante esto que planteas y te acepto la crítica porque lo que es innegable es que desde una posición económica desahogada uno puede envejecer mejor. Pero eso no significa que personas con menos recursos económicos, que viven en países subdesarrollados, no puedan llegar a edades avanzadas con buena salud y una actitud ante la vida optimista y luminosa. Obviamente yo estoy a favor de un cambio de paradigma social, me gustaría avanzar hacia un mundo más justo y más solidario porque sería desastroso que la lucha contra el edadismo fuera un monopolio de las clases más privilegiadas, pero es una batalla que recién estamos empezando a librar y en esa lucha por asumir que todo el mundo, ricos y pobres, tenemos la posibilidad de envejecer mejor, es normal que sean aquellos que tienen más recursos los que tomen la delantera. Yo soy optimista por naturaleza y me gusta pensar que esto supone un paso adelante, pero sí, debemos intentar evitar por todos los medios que aquellos que en estos momentos lideran la lucha contra el edadismo sean sus únicos beneficiarios.

A la hora de combatir el edadismo usted incide mucho en las posibilidades que ofrecen las nuevas tecnologías a las generaciones más longevas. Sin embargo, no cuestiona la posibilidad de revertir los escenarios de incertidumbre que genera esa dependencia abogando por aprovechar las habilidades que esas generaciones atesoraron en la era pre-internet. ¿Queda descartada esa posibilidad?

Yo creo que a la hora de afrontar cualquier lucha lo primero que tienes que hacer es ser consciente del entorno en el que te mueves y de las armas y posibilidades que dicho entorno te ofrece. Hoy en día casi todo el mundo usa las nuevas tecnologías, mi madre, por ejemplo, maneja su i-pad con mayor soltura que mi hija adolescente. Por otra parte, no creo que ese uso de las nuevas tecnologías en las personas mayores diluya el afianzamiento de aquellas cualidades que, según vamos cumpliendo años, tendemos a mejorar, como el trato social, la capacidad de empatía o la comunicación interpersonal. Hay un miedo cerval a que la sabiduría y la experiencia que atesoran los ancianos queden relegadas en un escenario como el actual, pero yo pienso que el legado es un concepto que siempre va a estar ahí y que, actualmente, contamos con mejores herramientas para preservarlo y compartirlo.

Pero no deja de ser curioso que en el libro evite, deliberadamente, vincular la experiencia con la sabiduría.

Es que me parece un cliché, una forma de edadismo a la inversa, en el sentido de que es un estereotipo al que hemos acudido recurrentemente para estigmatizar a los ancianos. Para luchar contra el edadismo lo primero que hay que hacer es huir de las generalizaciones y no hablar de las personas mayores como si fueran un ente homogéneo. Hay ancianos que, efectivamente, atesoran una gran sabiduría y otros que no la tienen. Me hubiera hecho sentir bastante incómodo la idea de enaltecer a toda una generación atribuyéndole cualidades que, en todo caso, valen para definir a los individuos, nunca al grupo.

Me parece muy acertado como, en el libro, señala que no hay actividades propias de una edad u otra. Pero del mismo modo que muchas personas mayores se sentirían ridículas vistiendo un atuendo juvenil, hay quienes rechazan desarrollar determinadas actividades pues piensan que éstas no son acordes a su edad. Esas personas hablan de que es necesario envejecer con dignidad, ¿usted que les diría?

Yo les diría que la dignidad no va unida a la edad cronológica. Mientras tú y yo estamos aquí hablando, seguramente haya cientos de miles de personas, de todas las edades, que estén subiendo fotos suyas a Instagram ofreciendo su versión de lo que significa tener 35, 47 o 62 años. En este sentido, las redes sociales pueden llegar a ser una buena herramienta para luchar contra el edadismo porque contribuyen a derribar los estereotipos. Mucha gente mayor se puede llegar a sentir interpelada viendo lo que son capaces de hacer otras personas de su edad, y no me refiero a hacer rafting o correr una maratón. No hace falta que nos vayamos a esos ejemplos, porque obviamente pueden generar frustración en quien no está en disposición de hacerlo. Pero en las redes puedes ver a gente mayor contando su experiencia a la hora de afrontar retos más humildes como ponerse a estudiar un idioma o renovar su vestuario. Lo importante es exponerse a la novedad y el compartir este sentimiento puede servir de inspiración a otras muchas personas. Acciones tan simples como comprar, un día a la semana, un periódico distinto al que acostumbramos a leer o visitar una web donde se comparten experiencias de ocio, son útiles de cara a salir de la jaula. Porque a muchas de las personas mayores que son reacias a los cambios lo que les ocurre es que están paralizadas y esa parálisis es la que te hace ir cuesta abajo.

En este sentido, es muy sintomática esa frase de «a mi edad ya no voy a cambiar» que tantas veces se usa como escudo protector...

Es una frase perversa. De hecho, todas las frases que comienzan con el enunciado ‘con mi edad…’ suelen serlo. La edad no puede tener ese poder para definirnos y limitarnos. Lo que deberíamos valorar es lo que nos apetece hacer o intentar hacer en cada momento en función de las ganas que tengamos, de lo predispuestos que estemos a experimentar cosas nuevas, pero sin atender al filtro de la edad porque eso sería como atarse las manos. Pensar que ‘a mi edad no voy ya a cambiar’ te empuja a quedarte en casa y, como mucho, salir al bingo de vez en cuando, sin atreverte a ir más allá.

Entre los casos de personas que han tomado el control sobre su envejecimiento y que cita usted en el libro, hay muchos más ejemplos femeninos que masculinos. ¿A qué lo atribuye?

La mujer, históricamente, ha sido mucho más golpeada por el edadismo que el hombre. Esa exigencia por aparentar menos edad de la que tienen, fundamentada en el falso mito de que juventud es igual a belleza, ha convertido a las mujeres en víctimas preferentes de este fenómeno. Eso explica que, actualmente, en la proliferación de movimientos sociales para luchar contra el edadismo las mujeres hayan asumido un rol más activo. Luego ocurre otra cosa y es que a los hombres, aunque hemos cambiado mucho en ese sentido, nos sigue dando bastante pudor mostrarnos vulnerables y hablar sobre nuestras debilidades. En este aspecto nuestra lucha contra el edadismo es una lucha casi clandestina. Por ejemplo, llegados a los 40 años muchos hombres empiezan a preocuparse por su salud y por su bienestar, comenzamos a hacer dieta y a ejercitarnos, pero a casi ningún hombre se le ocurre ir a las redes sociales y compartir esa experiencia. A la mujer le cuesta menos comunicarse.

¿Se podrían establecer vínculos entre la lucha del movimiento feminista y la rebelión contra el edadismo?

Sí, porque en este mundo hay muchos “ismos” y la mayoría son tóxicos, como el racismo, el machismo, el supremacismo, o el edadismo. Cuando uno de esos ismos comienza a ponerse bajo la lupa y a ser discutido, enseguida empiezan a cuestionarse todos los demás. Eso es lo que está ocurriendo actualmente y la consecuencia más clara es que estamos desarrollando una idea de autonomía personal como nunca antes habíamos tenido. Cada vez somos más capaces de definirnos a nosotros mismos en términos de género o de sexualidad y esa aportación cabe atribuírsela al movimiento feminista. El combate contra el edadismo forma parte de una lucha más global en pro de la emancipación del individuo y contra todo aquello que históricamente nos ha limitado y nos ha disminuido como personas. Llevamos años combatiendo el racismo, el machismo, el sexismo o la homofobia y aún queda tanto por hacer en esos campos que apenas habíamos prestado atención hasta ahora al fenómeno del edadismo. Es la última frontera que nos queda por derribar y para hacerlo debemos usar las mismas herramientas que hemos utilizado en otras luchas como la necesidad de cambiar el lenguaje y el tipo de expresiones que habitualmente usamos, montar campañas de sensibilización y, sobre todo, movilizarnos.

En un momento del libro usted habla de la necesidad de dejar de pensar en términos de productividad. ¿Una persona cuando deja de producir se siente inútil?

De entrada a mí me gustaría que se produjera un cambio estructural donde esa visión economicista que hace que a las personas se nos valore, única y exclusivamente en función de lo que son capaces de producir y de consumir, no tuviera tanto peso. Pero admitiendo las limitaciones que nos impone, en este sentido, el sistema capitalista, lo que debemos intentar es ser más flexibles con la edad de jubilación, más aún cuando asistimos a un aumento continuado de la esperanza de vida. En ese contexto no tiene ningún sentido decirle a una persona de 65 años que está condenada a perder todas sus capacidades de la noche a la mañana por haber alcanzado un límite de edad. Lo que tenemos que hacer es buscar fórmulas para prolongar la vida laboral. Obviamente a partir de una edad no vamos a estar en disposición de trabajar ocho horas al día de lunes a viernes, pero igual uno o dos días a la semana podríamos invertirlos en desarrollar algún tipo de actividad remunerada porque lo que está claro es que en una sociedad que le da tanto valor a la productividad, abandonar esas dinámicas te hace sentirte excluido. Además, poder combinar la labor productiva con otro tipo de actividades, ya sean culturales, de ocio o de voluntariado, es una manera de conseguir que la productividad deje de ser esa especie de estrella polar que guía nuestras vidas.

De hecho, usted recoge el testimonio de una persona que se rebela contra la idea de una jubilación recreativa. ¿Lo que más puede temer uno al envejecer, más allá de la enfermedad y la muerte, es la abundancia de ocio?

Es que la jubilación es un shock para mucha gente. De hecho, está comprobado que la tasa de fallecimientos durante el año posterior a la jubilación es bastante elevada, es un cambio tan brusco en la vida de una persona que muchos no saben sobrellevarlo. Lo cierto es que tenemos un mapa de vida muy rígido: nuestra juventud la consagramos a aprender, nuestra madurez a producir, a procrear y a generar riqueza y nuestra vejez a descansar, a relajarnos y al dolce far niente. Pero deberíamos lograr que ese mapa de vida fuese más fluido porque con el incremento de la esperanza de vida, el hecho de jubilarte a los 60 o 65 años te hace tener por delante veinte o treinta años de ocio total y eso puede llegar a abrumar.

Efectivamente, en «Elogio de la experiencia» menciona que debemos reemplazar la hoja de ruta de las tres etapas (aprendizaje/ trabajo/ descanso) por otro esquema, ¿pero cuál?

Yo creo que en lugar de ver la vida como un libro ya escrito deberíamos contemplarla como un viaje, un viaje que sabemos que va a acabar pero ignoramos cuándo y cómo. Eso es lo que la vuelve imprevisible y emocionante. Por eso, del mismo modo que no deberíamos circunscribir nuestra capacidad para producir a los años de madurez, tampoco deberíamos relegar el aprendizaje a nuestra etapa de juventud ni el ocio exclusivamente a la vejez. Debemos compatibilizarlo todo.

Otro de los capítulos del libro pone de manifiesto cómo la acción solidaria puede darle un sentido a la vejez. En el Estado español, en estos momentos, hay muchos jubilados muy involucrados en la reivindicación de todo tipo de causas. ¿La edad produce un incremento del activismo o estamos ante una generación que trae al presente los viejos combates de su juventud?

No lo sé, puede que sea una combinación de ambas cosas, pero en el fondo lo verdaderamente importante es el hecho de que muchas personas de edades avanzadas estén movilizándose porque eso desmonta el estereotipo de que la gente mayor permanece atrapada en un bucle de melancolía que le hace ser conformista y apática. Ese auge de la militancia política que se está dando actualmente entre muchos jubilados podría parecer que obedece a un puro interés económico porque están luchando por sus pensiones, pero el solo hecho de que salgan a la calle me parece muy sano porque en dicha movilización hay un fondo altruista y un pensamiento a largo plazo: no están defendiendo solo sus pensiones sino los derechos de todos, están desafiando al sistema y cuestionando el status quo imperante. En los países anglosajones, en la lucha contra el cambio climático hay muchos activistas de edades avanzadas cuya militancia obedece a su preocupación por el mundo que van a legar a las futuras generaciones. Las sociedades avanzan y mejoran cuando los ciudadanos, en vez de quedarse en casa, salen a la calle a defender sus derechos. Eso es un hecho.

Según usted, a la hora de combatir el edadismo hay un truco infalible: pensar en uno mismo como una persona mayor en ciernes. Es curioso, porque esto es algo que hacemos a menudo durante la adolescencia. ¿En qué momento perdemos esa habilidad?

Bueno, yo creo que siendo adolescentes cuando nos imaginamos nuestro yo futuro rara vez vamos más allá de los 30 años. Sin embargo, justamente cuando llegamos a esa edad nos cuesta imaginarnos a nosotros mismos con 50 o 60 años, quizá por miedo. Pero a mí, que tengo ahora mismo 51 años, me ha ayudado mucho pensar en cómo seré a los 70, a los 80, me ha despojado de muchas dudas y me ha hecho sentirme mucho más en sintonía conmigo mismo. En ese sentido, para conectar con tu yo futuro, es útil relacionarte con gente de más edad, con personas que tienen veinte o treinta años más que tú. Eso te lleva a cuestionarte muchas cosas, te hace comprender que el envejecimiento no es una caída en picado y te libera de la carga de angustia que esta idea, por lo general, nos produce.

De todas formas, ¿más allá de discutir el lugar que ocupamos dentro del sistema no se impondría una enmienda a la totalidad? Parece evidente que el modelo capitalista, lejos de enseñarnos a convivir lo único que hace es ponernos a competir.

Sí, eso está claro. “Elogio de la lentitud” fue mi modesta contribución a la idea de que, entre todos, tenemos que ser capaces de construir una sociedad más solidaria, más sana, más justa y más sostenible. El turboconsumismo y el turbocapitalismo están arrasando con todo, con nuestro planeta, con nuestra salud, pero también con nosotros mismos. Tenemos pendiente acometer una revolución profunda que nos lleve a reinventar el modelo de sociedad en el que vivimos, pero uno puede sentar las bases de esa revolución por varias vías y, en este momento, mi campo de batalla es la lucha contra el edadismo. Una batalla que, como te decía antes, forma parte de una guerra más amplia.