IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Una, uno de fuera

Desde el nacimiento, la mente de las otras personas y la nuestra están conectadas de muchas maneras, pero hay una particularmente curiosa que pocas veces tenemos la oportunidad de apreciar: cuando tomamos prestada la mente ajena. Sabemos que el cerebro de un bebé en los primeros meses, tras su nacimiento, aún no está preparado para afrontar todas las situaciones que se verá obligado a manejar cuando sea adulto o adulta. Si no le dan de comer no lo haría por sí mismo, si no lo abrigaran no podría superar los primeros días, si no le tocaran no tomaría conciencia de su cuerpo y finalmente de sí.

Todos esas formas de contacto, espontáneas para una madre y un padre implicados, son esenciales para la formación de la mente del bebé. Y esto no cambiará demasiado en adelante. Las niñas necesitarán la interacción de sus padres para saber si se están poniendo en peligro ante una carretera concurrida o si pueden seguir explorando; los necesitarán para formarse una idea sobre sus capacidades, para comprender el mundo de las emociones, desde los impulsos a los sentimientos y conclusiones llenas de matices. De aquella simbiosis inicial entre madre y bebé, el grado de cercanía y dependencia irá cambiando. Se pasará por fases de dependencia hiperconectada a un acompañamiento menos constante aunque en sintonía, y finalmente un baile que desembocará en compañía elegida en la adolescencia.

En resumen, durante los años de infancia y adolescencia nos necesitamos profunda e íntimamente unos a otros para construir la propia identidad. A partir de ahí, la cosa no cambia demasiado: nuestra percepción y capacidades siguen siendo limitadas, y nuestro pensamiento y emociones parciales –a pesar de que nos vivamos omnipotentes a veces–. No hay más que pararse a pensar en una de esas situaciones difíciles que haya parecido no tener solución. Llega un punto en el que pensamos haber hecho todo lo humanamente posible, lo lógico en esos casos y lo que mejor hemos sabido para desatascar la situación, y aún así parece que no somos capaces de resolverlo y, de repente, viene alguien de fuera que nos da un nuevo input, vemos las cosas de una forma diferente y todo se aclara. ¿Significa eso que hemos sido tan idiotas como para no ver la salida mientras que un extraño parece resolverlo de un plumazo? Probablemente no. Lo que puede suceder es que quien está fuera tiene una perspectiva distinta a la nuestra. No solamente porque piensa diferente, sino porque la implicación emocional también es muy distinta.

El mero hecho de no considerar la situación de máxima urgencia, o vital permite a la mente del otro “jugar” con opciones distintas, más arriesgadas o creativas, e incluso detectar informaciones relevantes que siempre han estado presentes pero que, precisamente por nuestra estrechez emocional del momento, no hemos podido apreciar. Solamente el hecho de sentirnos acompañados incondicionalmente, que alguien nos cubre las espaldas (como si estuviéramos a campo abierto con depredadores acechando), de notar a alguien de nuestro lado –aunque sea irresoluble–, libera una cierta cantidad de energía mental que antes estaba reservada a mantener una atención sostenida y muy focalizada sobre el potencial peligro, lo cual también a nosotros nos permite recuperar la capacidad de analizar y planificar diferente.

De nuevo en estos casos, usamos la mente de los otros para construir la nuestra, bien porque nos aporta algo concreto, bien porque nos libera para que pensemos más autónomamente. Por último, la presencia del otro, solo eso, permite que nos escuchemos a nosotros mismos de forma diferente, pudiendo encontrar en nuestras propias palabras un nuevo mensaje.