Alfons Rodríguez
Sobrevivir en el planeta rojo

Melissa: objetivo Marte

La carrera espacial para alcanzar el planeta rojo no se detiene desde hace décadas. En Barcelona, un avanzado proyecto trata de conseguir que los astronautas puedan llegar a Marte produciendo su propio alimento y oxígeno durante el largo trayecto hasta su superficie.

Sería difícil fijar el momento exacto del pasado remoto en el que la humanidad miró al cielo y se preguntó qué habría más allá de la Tierra, más allá de las estrellas. Tal vez en un primer momento solo fue contemplación. Quizá, un poco más tarde, el firmamento solo se concebía como la morada de unos dioses inalcanzables, salvadores o castigadores. El ser humano evolucionó, desarrolló y amplió su consciencia y se hizo preguntas. Algunos de esos interrogantes estuvieron inducidos por su naturaleza nómada y por sus innatas pretensiones exploradoras. Primero, conocer su entorno cercano; luego, su planeta, un proceso en el que empleó algunos cientos de miles de años. Después, cuando la Tierra se quedó pequeña, miró al cielo y se preguntó por los caminos del Universo.

El detonante o los primeros pasos para concretar el deseo de ir más allá podría estar marcado por la enemistad entre la URSS y los Estados Unidos, en plena Guerra Fría. A mediados del siglo XX, ese enfrentamiento geopolítico se llevó al espacio exterior. Tal rivalidad tuvo consecuencias y, en 1957, la URSS lanzó por primera vez un satélite, el Sputnik 1, a la órbita terrestre. Pero había que llegar antes que nadie al espacio exterior, pensaron unos y otros. Fue la URSS la que se adelantó al lanzar a los primeros animales al espacio. Recordemos a las tortugas soviéticas o a la desafortunada perra Laika, y a las también cánidas Belka y Strelka, con algo más de suerte porque pudieron regresar a la Tierra a salvo.

Los estadounidenses, por su parte, enviaron a los chimpancés a orbitar el planeta, pero fue el soviético Yuri Gagarin, en 1961, el primer cosmonauta humano. Después le siguieron los americanos Shepard y, a continuación, John Glenn, el primer estadounidense en orbitar la Tierra. Corría el año de 1962. Tres años después fue Alexei Leonov el primero en realizar un paseo espacial. Una vez más, los soviéticos se adelantaban. La racha rusa se rompió con el programa Apolo, con el cual los estadounidenses colocaron a Neil Armstrong en la Luna en 1969. Parece que interesaba más llegar primero que llegar a algún sitio concreto.

Pero la Guerra Fría se enfrió, y las misiones espaciales dejaron de tener sentido debido a su alto coste y a la falta de motivación y objetivos. Aunque aquello no fue el final.

La carrera espacial se reactivó cuando la Agencia Espacial Europea, a finales del siglo XX y principios del XXI, lanzó el Programa Aurora, una ambiciosa empresa que debería culminar, en resumen y en teoría, con la llegada del ser humano a Marte hacia el año 2030 y, tal vez, el hallazgo de vida fuera de la Tierra. Obviamente, aquel espíritu explorador con el que comenzamos en nuestros orígenes sigue abriéndose paso hoy en día. Los últimos descubrimientos realizados en Marte arrojan indicios de que allí pudo existir vida en tiempos exageradamente pretéritos. Además, dos nuevos planetas recién descubiertos, Teegarden B y C, pueden albergar agua en estado líquido, según los científicos responsables del hallazgo. Se nos abre un nuevo horizonte como viajeros.

Melissa, la hora de la verdad. El líquido verde circula entre tubos de ensayo, probetas y matraces. Diversos conductos y válvulas lo distribuyen y regulan en cantidad y dirección. Se abre camino ajeno a su misión final: un objetivo de los más ambiciosos y que jamás haya podido imaginar el ser humano.

Vanessa García es una científica barcelonesa, técnica superior en Análisis y Control. En una de las tres salas del proyecto, y con extrema atención, examina, considera y anota todo lo que el líquido –verde, por la presencia de la alga espirulina– le revela. La espirulina es una cianobacteria que adquiere su color verde intenso por la clorofila que contiene. Además, está compuesta por una gran cantidad de nutrientes, desde proteínas y minerales a varias vitaminas. La NASA, por ejemplo, la utiliza actualmente para alimentar a sus astronautas en misiones espaciales.

Vanessa García forma parte del equipo de catorce científicos (siete son permanentes) que conforman el proyecto Melissa desarrollado desde 1995 en un laboratorio de la Universidad Autónoma de Barcelona. Este programa experimental dio sus primeros pasos en aquel campus universitario, situado a unos 20 kilómetros de la ciudad condal, cuando ella era tan solo una niña.

Melissa parece un nombre femenino, aunque es el acrónimo inglés de Micro-Ecological Life Support System Alternative (MELISSA); es decir, Sistema Alternativo de Soporte de Vida Micro-Ecológico en castellano. Un sistema cerrado cuyo objetivo es generar agua potable, oxígeno y alimento –sobre todo, alimento; la parte más compleja de la experimentación– sin ningún tipo de influencia externa. Para ello, y en síntesis, reciclará el CO2 y los desechos generados por los tripulantes (orina y heces) de una supuesta nave espacial en ruta hacia el espacio lejano. La espirulina es muy útil en este proceso de transformar CO2 en oxígeno, tan necesario para la vida. Además, cultivar algunas verduras necesarias para la dieta humana y reducir en hasta 162 toneladas el peso de una hipotética nave espacial a Marte es algo determinante en el éxito de este viaje interplanetario (cálculo basado en el peso de los consumibles de alimentación, hidratación e higiene de seis tripulantes durante mil días, el tiempo estimado de un posible viaje a Marte).

No es ciencia-ficción, este proceso es un concepto que ya fue establecido en 1988 por el científico Claude Chipaux. De ahí que la planta piloto de la Universidad Autónoma de Barcelona reciba su nombre a modo de homenaje póstumo, después de su muerte hace ya una década. Como prueba del funcionamiento de este proceso y de los avances conseguidos, el centro aeroespacial alemán lanzó el 19 de noviembre de 2018 un satélite, puesto en órbita por la empresa privada Space X, cuya misión, conocida como EuCROPIS, incorpora un soporte vital biológico que intentará hacer crecer tomates utilizando orina sintética.

Tras los últimos treinta años de experimentación, se ha recorrido la tercera parte del camino. Faltan muchos hitos que alcanzar, como la protección de la radiación o el llegar a una escala real, y no experimental, en los procesos del ciclo regenerativo. En palabras de Frank Devine, director del Centro Europeo de Astronautas con sede en Colonia, llegar a Marte es el objetivo del siglo; por tanto, de poco sirven las prisas. Tal vez una fecha más realista sea el 2050 y no el 2030. Y eso solo para las primeras misiones orbitales sobre el planeta rojo, según opina una de las autoridades científicas de Melissa, Francesc Gòdia.

Aunque claro, luego están los rusos. Recientemente su presidente, Vladimir Putin, ha asegurado que ya están listos para enviar misiones a Marte, primero no tripuladas y, un poco más tarde, para órbitas tripuladas. Un proceso que, según asegura Putin, podría ponerse en marcha en el 2020. Parece que los ecos y pugnas de la Guerra Fría se siguen escuchando como trasfondo.

Dejando Moscú y volviendo a Barcelona, Francesc Gòdia Casablancas, catedrático en Ingeniería Química y overall manager de la planta piloto de Melissa, asegura que el experimento ha entrado en su fase más concreta, a pesar de que el final esté todavía lejos. La hora de la verdad ha llegado. Gòdia afirma que el proyecto intentará garantizar también que en la imaginada base marciana, habitada lógicamente por humanos, la supervivencia esté asegurada por la autosuficiencia de las instalaciones técnicas y científicas, y el buen y continuo funcionamiento del ciclo ecológico y vital. No solo se trata del viaje de ida y vuelta, también hay que permanecer en el destino para que todo tenga sentido al final.

La propia naturaleza nos dio la respuesta. Imaginemos por un momento un lago terrestre expuesto al sol. En sus aguas viven plantas y peces, y de forma natural e ininterrumpida se producen los procesos propios de su ecosistema: fermentación en su fondo (sustancias orgánicas que se transforman), ciclos fotoheterótrofos (producción de energía biológica a partir de la luz), nitrificación (formación de nitratos a partir de materia orgánica) y fotosíntesis (mediante la cual algo inorgánico se trasforma en materia orgánica energética). «Un ciclo común en la naturaleza pero que no es fácil de generar de forma artificial», declara Gòdia. Esto intenta crear o imitar Melissa.

La Tierra estará demasiado lejos para ayudar o abastecer de algún modo a los exploradores espaciales. La distancia promedio entre los dos planetas es de 225 millones de kilómetros, aunque según la posición de los dos planetas puede llegar a haber un recorrido de “tan solo” unos 56 millones de kilómetros. En cualquier caso, las cifras impresionan: un viaje de varios meses sin billete de regreso asegurado y que, en el caso de ida y vuelta, alcanzaría fácilmente los tres años de duración. De ahí la importancia superlativa del éxito de este ambicioso experimento.

Complejidad en paralelo. Cuando se habla del espacio exterior, las dificultades en los avances y en el desarrollo de tecnologías son evidentes: nos enfrentamos, en muchos casos, a lo desconocido. La complejidad es máxima y los progresos se deben englobar en un trabajo en equipo que elabore sus adelantos en paralelo: velocidad de propulsión para reducir tiempo de viaje, aterrizajes de precisión, diseño de naves, materiales resistentes, supervivencia humana y un largo etcétera.

Todo este complicado y caro entramado solo es posible con la participación de diferentes naciones y la perfecta coordinación entre los diferentes agentes, digamos, espaciales del proyecto. «Un esfuerzo colectivo de toda la humanidad», en palabras de Francesc Gòdia. Por eso, en la parte desarrollada en Melissa participan varias instituciones universitarias, empresas y agencias internacionales de Bélgica, Estado francés, Suiza, Canadá, Noruega, Italia y Estado español. Todos coordinados por la Agencia Espacial Europea. Los fondos del programa los aporta el Estado español en más del 50%, una inversión que se trata de recuperar con subcontratos a empresas estatales para que desarrollen la tecnología y los servicios necesarios.

Los dos hombres se visten con esmero, utilizando los trajes de seguridad pertinentes, sin dejar espacios expuestos en sus ropas o piel. Al entrar en el compartimento IVb y V, la sala limpia y estanca, como ellos la conocen, el laberinto de conductos, tanques y válvulas impresiona. Ningún agente externo puede influir en el sistema cerrado del experimento. Cuesta imaginar cómo se construye algo así y que, dicho de forma mundana, al accionar un botón todo funcione y encaje a la perfección. En este compartimento del laboratorio parece que uno se sumerge en las tripas de una nave espacial imaginada por guionistas de ciencia-ficción realista.

Los dos integrantes del equipo son el ingeniero Raúl Moyano, técnico de mantenimiento e instrumentación, y Enrique Peiró, director técnico de la planta piloto y microbiólogo industrial. Llevan a cabo sesiones de control rutinarias de las diferentes fases, recopilación de datos o mantenimiento y limpieza por vaporización. Cada uno cumple su cometido. Nada se deja al azar. El seguimiento y atención de este compartimento –el laboratorio se compone de cinco estancias separadas– debe ser exhaustivo y continuado. La vida es algo constante; si se interrumpe acontece la muerte.

En otra de las salas cohabitan los seres vivos protagonistas absolutos de Melissa. Unas lechugas de sabroso aspecto relucen bajo la luz emitida por unos leds. Han sido cultivadas de forma hidropónica; es decir, sin tierra. En el futuro se intentará con patatas, remolachas y cereales. La alimentación de los viajeros espaciales, al menos al principio, debería ser vegetariana, pues la cría de animales sería demasiado compleja y lejana por el momento. Se está experimentando con gusanos y carne artificial, pero son procesos independientes todavía no integrados del todo.

La vida se abre camino con alimento y oxígeno. El fundamental asunto de la respiración se está estudiando con ratas de laboratorio cuidadas, casi mimadas, por el equipo veterinario. Sesenta hembras de estos animales, de tres meses de edad, ocupan el lugar de una persona, pues respirarían la misma cantidad de oxígeno. Las hembras cohabitan mucho mejor entre ellas y ocasionan menos problemas que los machos. Eva María Cepeda, del equipo veterinario, afirma que «la escala de Melissa ya proporciona oxígeno suficiente para una persona, pero todavía no la conveniente cantidad de alimento en un circuito cerrado como el que hemos diseñado. Es cuestión de tiempo».

Todo esto de alcanzar Ares, Horus o Nergal, los otros nombres del planeta rojo según diferentes mitologías, no es algo que debamos entender como una alternativa a la Tierra. Francesc Gòdia lo tiene claro: «Marte no puede ser una opción habitable para cuando nuestro planeta ya no lo sea. Seguramente, ni ese ni otros planetas nos van a dar oportunidades de sobrevivir. Me parece una gran aventura, muy interesante desde el punto de vista del conocimiento y la osadía del ser humano, pero no podemos olvidar que nuestra principal preocupación hoy debe ser la Tierra. Es inconcebible que, por el hecho de que estemos sometiendo a un intenso estrés a nuestro planeta, tengamos que abandonarlo para provocar lo mismo en otro lugar. A Marte nos va a llevar el espíritu explorador, la curiosidad científica y las ansias de demostrar de lo que somos capaces como humanos».

Lo que estamos aprendiendo de este futuro viaje interestelar se puede aplicar ya en diferentes aspectos de la vida en nuestro planeta. Por ejemplo, se ha avanzado mucho en la depuración de las aguas residuales o en el reciclaje de la orina de los habitantes de una vivienda para regar el jardín y obtener oxígeno; ambos conceptos ya en fase de implantación en las bases científicas de la Antártida y París, respectivamente.

Toda esta aventura del saber nos ayudará, al mismo tiempo, a entender el origen y tal vez el futuro de la Tierra. Algo en lo que ya estamos embarcados. No en vano, el 26 de noviembre de 2018 la Nasa hizo aterrizar la InSight en la superficie marciana, una sonda que ya ha enviado imágenes y cuya misión es estudiar qué se esconde bajo la superficie del planeta y cómo ha llegado a ser un lugar yermo y frío. Es un nuevo desafío a nuestra capacidad intelectual y filosófica. Al fin y al cabo, estos lances forman parte de la condición humana y llevarlos a cabo nos ha traído hasta aquí. Pisar Marte es solo un reto más que ya no está tan lejos de alcanzarse.