Samuel Nacar
Descubrir el mar

Blue Lesbos

Saltar de cabeza, bucear o, simplemente, sumergirse en el mar por primera vez en sus vidas. Cientos de migrantes se reencuentran con el mar en Lesbos tras haber cruzado en barca el Egeo. El colapso de la isla, debido al alto número de llegadas, les obliga a buscar refugio en pequeños rincones del lugar.

En una tarde calurosa de verano Hammid llegó a saltar al agua más de cien veces. Siempre desde la esquina de la plataforma de hormigón que hay al lado del puerto de Myttelini, en la isla de Lesbos. Al principio, Amir y el resto de sus amigos estaban ahí, hasta que empezó a atardecer y se fueron. Hammid se quedó saltando una y otra vez, intentando mejorar en cada salto, el salto anterior. Estaba aprendiendo a tirarse de cabeza. La primera vez que se metió al mar fue para cruzar el Egeo en barca. «Había grandes olas, si el Frontex no hubiera llegado hubiéramos muerto».

En lo que va de año, más de 45.000 personas han llegado a Grecia. Tan solo en las últimas semanas, una media de 400 personas llegan diariamente a las islas del Egeo, principalmente a Lesbos. Cifras que no se veían desde el año 2015. El 39 por ciento de la población migrante proviene de Afganistán y la situación en el centro de recepción de Moria, donde viven más de 12.000 personas, ya cuadriplica su capacidad, lo que la hace insostenible.

Las constantes peleas, la falta de condiciones higiénicas y la sobrepoblación provocan incidentes como los del pasado 29 de setiembre, cuando una mujer y su hijo murieron tras incendiarse el container donde vivían. «Moria es un campo de recepción e identificación, no es un campo de refugiados. Se supone que solo debería de ser un centro de registro pero la realidad es que el sistema es tan lento que la gente se queda mucho tiempo, lo que hace que la situación sea muy difícil. Genera grandes frustraciones, problemas de seguridad y aglomeraciones. El verdadero problema es que en verano tenemos muchas llegadas y pocas salidas», explica Astrid Castelein, la directora de operaciones de ACNUR en Lesbos.

Un sistema lento que obliga a quedarse en la isla durante meses, atrapados. Lesbos se ha convertido en un paraíso encarcelado. Por eso, cuando el sol da un respiro, decenas de personas salen de Moria en busca de unas rocas, una playa y la plataforma de hormigón de unos 60 metros cuadrados donde pasan las tardes. Todos vienen de Afganistán, son jóvenes y están aprendiendo a nadar. Cualquiera que haya conocido a un grupo de afganos sabrá que son determinados. No hay obstáculos que se interpongan en su voluntad de conseguir algo, por eso no sorprende su capacidad para aguantar días caminando, para cruzar fronteras o para vivir en climas extremos.

Hammid, a sus 18 años, tardó tres días en aprender a nadar. Luego quería saltar de cabeza sin hacerse daño aunque esto le llevó días pero consiguió entrar en el agua sin dañarla. Durante esa tarde de verano, sus saltos eran ruidosos, golpeaba el agua con su cuerpo y salía con el pecho rojo del impacto. Así que siguió intentándolo hasta que se hizo de noche y se fue. Volvería al día siguiente.

-¿A las seis?–, pregunté.

-A las seis aquí–, respondió.

Venía solo, desde Ghazni, una pequeña ciudad estratégica en el centro del país. Se encuentra en la principal ruta que une Kabul con el sur de Afganistán, ya casi totalmente controlado por los talibanes. Sus padres le obligaron a salir hacia Europa cuando las calles de Ghazni se convirtieron en un campo de batalla. Se trataba de la mayor ofensiva llevada acabo por parte de los talibanes desde el 2001. «Cuatro días de intensos combates dejan un balance de casi un centenar de insurgentes muertos y un número similar de bajas en las filas gubernamentales. También hay decenas de muertos entre los civiles», informaba la CNN.

«Nunca vi un río tan grande en Afganistán», dice Hammid, intentando explicar por qué nunca antes había tenido la necesidad de sumergirse en el agua. Este hecho podría pasar desapercibido, pero el mar, para la mayoría de ellos, es un completo desconocido. Inmenso, temible. El pánico, a parte de las barcas sobrecargadas o la nocturnidad, es el miedo a no saber nadar.

En el barco. Amir, otro joven que ha conseguido llegar a Lesbos, observa al resto de sus amigos, mientras repite una y otra vez que tengan cuidado, el mar, el mar es peligroso. Él no sabe nadar y aún no está preparado para aprender. Así que, hasta que el sol caiga y puedan ir a jugar al fútbol, espera sentado en el banco de cemento que hay sobre la plataforma de hormigón. Hace ya ocho meses que llegó a Lesbos y su padre, que apenas sale de la tienda, aún recuerda la noche en la que llegaron.

«No sé muy bien por dónde empezar. Sería la una de la madrugada cuando llegamos a la playa. Fue entonces cuando nos arrepentimos, pero era demasiado tarde. El tiempo era malo. Habíamos pagado para tener chalecos salvavidas, y nos dijeron que nos los traerían a la playa, pero nos mintieron. Empezaron a forzar a la gente a subirse al barco. Nosotros intentamos salir de allí, pero no nos dejaron. Comenzaron a pegar a gente para que se subiera al barco y amenazaban que si no nos tirarían al mar», explica.

«Tras tres horas en el mar, la lluvia cada vez era más fuerte. Las olas golpeaban el barco y los niños no dejaban de llorar. Empezamos a ver las luces de la isla aunque el agua no dejaba de entrar en el barco. Íbamos directos hacia la luz pero nos chocamos con las rocas, el barco estaba roto. Teníamos que acercar el barco a las rocas, si no las olas se lo llevarían. La situación era grave debido a las grandes olas, el barco se movía mucho y la gente, mujeres y niños empezaron a caer al mar. Todo el mundo empezó a saltar del barco, mientras yo y otros lo sujetábamos, hasta que oí a mi hijo gritar: ‘¡Papá! ¡Roya, se ha ido!».

El mundo empezó a desvanecerse ante los ojos de Amir y de su padre. «Lo único que quería era ver a mi hija. Dejé todo atrás y fui al barco a buscar a mi hija, pero ya no estaba. Intenté buscarla con mis hijos, pero no estaba. Era ya casi de día, y algunos habían hecho fuego y les dije a mis hijos que fueran allí y cuidaran de su pequeña hermana. No podía verlos llorar. Empecé a buscar otra vez hasta que llegó la Policía y me dijeron que me fuera al campo, que ellos la encontrarían».

La hermana de Amir fue encontrada al este del faro Korakas a las 14.47 de la tarde por los guardacostas griegos. Estaba boca abajo e iba vestida con unos tejanos y una sudadera verde. La luz que les había guiado hasta las rocas donde encallaron indicaba todo lo contrario al camino a seguir.

«Tengo miedo a nadar y me cuido, el mar es peligroso. La noche en que mi hermana se ahogó es como una pesadilla para mí. Por eso tengo miedo cuando veo a mis amigos nadar», dice Amir, mientras el resto de sus amigos salta al mar una y otra vez. Algunos lo hacen con la obsesión de perfeccionar su salto, otros con la simple voluntad de entrar en el agua.

Cada tarde decenas de familias, madres cargadas con carritos, niños que cruzan la carretera constantemente y jóvenes que ocupan el carril completo de la carretera deciden salir de Moria. Caminan entre tres y ocho kilómetros hasta que encuentran su sitio en algún rincón de la costa de esta isla paradisíaca. Recorren varios kilómetros y ya no se escuchan peleas. Los niños empiezan a entrar en el mar, y las madres observan desde la orilla, lugar desde donde piensan en un futuro no tan lejano en el que puedan abandonar la isla.

Hammid, por ejemplo, piensa en llegar a Londres con su tío, donde desea convertirse en luchador profesional de muay thai –boxeo tailandés–, para poder ser rico. De momento, su siguiente misión es aprender a sumergirse y nadar bajo el agua. Por eso volvió a las seis de la tarde a la cita.

Junto a él varios grupos de jóvenes saltan al mar. Y ahí están ellos solos, sin ayuda, encontrándose con el mar por primera vez en su vida, aprendiendo a nadar ya pasada la pubertad. Ríen entre ellos mientras observan quién aguanta más debajo del agua. Cuando entra en ella, Hammid se siente feliz. «Paso tanto tiempo en el agua que cuando salgo, estoy cansado y puedo dormir». Esa tarde siguió saltando, pero esta vez entrando suave, sin dañar el agua, sin hacer ruido. Casi acariciando el mar que le trajo a Lesbos.