IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

El miedo, el Miedo

Lo que más nos aleja del miedo es acercarnos a él. Suena a locura. ¿Cómo voy a obviar la reacción que me lanza en dirección contraria para enfrentarme a lo que a todas luces es un peligro? Pero, no entremos en pánico solo por esa frase, parémonos a pensar, por pensar no va a pasar nada malo. Y quizá esa sea la mayor de las fuerzas que tiene el Miedo (lo pondré en mayúsculas para diferenciarlo del miedo con minúsculas), la de hacer que no pensemos. Tenemos Miedo a exponernos, al qué dirán, a fallar, a disfrutar demasiado, a sufrir, al conflicto...

Tenemos, de hecho, la sensación de que ese Miedo tiene entidad propia, como si fuera un ente extraño, un parásito que se nos ha pegado a la cabeza y nos maneja. Y en parte es porque la emoción del miedo (con minúscula) en la que se basa, es un conjunto autónomo de estrategias físicas ante las amenazas del entorno. Pero esa emoción, como el resto, acaba ahí, cuando la amenaza termina, cuando ya ha cumplido su función de protegernos. El Miedo con mayúscula es diferente: ese Miedo comparte con el miedo emocional la tensión, el palpitar del corazón, pero se diferencia en que la amenaza no es concreta ni externa, sino difusa e interna, y que su función no es protegernos, sino evitar que nos expongamos, en general. Pero para estar así de asustados hemos necesitado desactivar parte de nuestra propia percepción, la que nos dice concretamente cuánto peligro hay realmente hoy al exponernos, desafiar las normas, fallar, disfrutar.

En su lugar abrazamos una percepción ajena y la interpretación que esos otros harían. Esto ya pasó en algún momento del pasado, en uno delicado en el que nosotros todavía no podíamos ver por nosotros mismos y hacíamos caso, sin entender, cuando nos decían «¡Ten cuidado!¡Confía en lo que te digo, porque tú no puedes verlo aún!». Entonces esa cesión era necesaria por nuestra inmadurez. Sin embargo, cuando ya crecimos y empezamos a ver las cosas a nuestro modo, a construir la propia fuerza, aquel referente tuvo que decidir: hacerse a un lado, ceder su visión omnipotente para hacer cabida a la nuestra y guardarse el resto para ocasiones especiales; o no. Si no tuvimos suerte y nuestra nueva visión no tuvo cabida y se nos exigió seguir acatando lo antiguo, entonces fuimos nosotros quienes nos vimos obligados a elegir: ser autónomos y quizá perder algo de la relación, o ser dependientes y mantenerla (como era hasta entonces).

Si, además, no podíamos hablar de ese dilema, la opción conservadora pudo ser la más probable, ese Miedo se adoptó con fuerza, pero ajeno, desactualizado, abstracto, persistente y sin final. Olvidamos entonces aquel momento de dilema a costa de nuestra autonomía o espontaneidad, y lo olvidamos porque no es fácil pensar que la condición para mantener la relación como estaba era adoptar este Miedo que hoy vive con nosotros. Al fin y al cabo, era alguien a quien queríamos y cuyo amor y cuidado seguíamos necesitando. Sin embargo, ha pasado el tiempo, hoy ya no necesitamos pagar un precio demasiado alto, no necesitamos sentirnos contrariados, podemos recuperar el control. Podemos recordar y recuperar la confianza en la visión de hoy... Y arriesgarnos de nuevo.

La única manera de convertir el Miedo en miedo es comprobar cómo el sobrante se diluye cuando volvemos a exponernos a aquellas situaciones a las que renunciamos, pero con los recursos del hoy. Volver a decir No, volver a pedir a otros lo que necesitamos y rechazar lo que no queremos, comprobar qué pasa hoy, cuando damos el paso de vivir lo que siempre hemos deseado, o deseamos de nuevo... Y comprobar cómo reaccionar con miedo con minúsculas es natural, adaptativo, y sigue sirviendo. El Miedo, ese podemos devolvérselo a su dueño legítimo: el otro. Cuando nos hayamos acercado así a pensar en ello y a probarnos veremos cómo ese Miedo se alejará, se diluirá. El Miedo que enturbia la vida, se habrá ido.