IKER FIDALGO ALDAY
PANORAMIKA

La cama como trinchera

Nuestra vida está condicionada por la productividad. Demostrar una mayor efectividad en la realización de nuestros trabajos nos hace ser piezas mejor consideradas en un engranaje concreto. Cuanto mayor sea el resultado y menor el tiempo empleado para conseguirlo, mejor. Con todo, nuestro ocio se ha transformado en algo similar. El escaso tiempo que nos queda entre el trabajo y las labores domésticas y de cuidados, intentamos que sea exprimido con un sinfín de estímulos que estructuran nuestra vida como si de una jornada laboral continua se tratase. El problema es que muchas veces no poder alcanzar todas aquellas metas que nos proponemos nos provoca cierta ansiedad que no hace sino alimentar un circuito del que es difícil salir.

En 1883 el periodista y teórico Paul Lafargue (Cuba, 1842-Estado Francés, 1911) publicó un ensayo que llevaba como título “El derecho a la pereza”. Quien fuera discípulo del propio Marx, fue considerado un gran divulgador de las ideas marxistas y del movimiento obrero, además de miembro activo de La Comuna de París. Ambos acabaron teniendo incluso lazos familiares cuando Lafargue contrajo matrimonio con Laura Marx, una de las hijas del filósofo. A pesar de su título, la obra nada tiene que ver con un alegato en favor de la holgazanería. Lafargue advierte de cómo el derecho al trabajo no es una reivindicación obrera, sino una herramienta del capitalismo que no hace más que evitar cualquier posibilidad de emancipación. Las larguísimas jornadas laborales anulan al ser humano mientras empresarios y burgueses llenan sus bolsillos.

El autor propone desplazar al trabajo del centro de nuestras vidas y situar como objetivo principal la posibilidad de un disfrute que desactive la lógica capitalista. El texto adquirió mucha relevancia durante las revueltas de Mayo del 68, donde alcanzó una gran popularidad. Esto nos recuerda inevitablemente aquella famosa pintada parisina escrita en tiza sobre una pared negra que rezaba “ne travaillez jamais” (no trabajéis nunca). En definitiva, una posición en contra de la alienación del sistema de producción que tan insertado está en nuestra cotidianidad y que nos obliga a andar en una rueda de autoexigencia que nunca para de girar.

En este momento creemos importante recordar una de las obras del joven artista extremeño Abel Jaramillo (Badajoz, 1993). Este creador ha desarrollado gran parte de su trayectoria en el contexto de Euskal Herria, disfrutando de una beca de BilbaoArte, participando en una muestra dentro del proyecto Harriak del programa Eremuak del Gobierno de Lakua, siendo seleccionado como creador emergente para GetxoArte Salón e incluso realizando una exposición individual en la Galería Aldama Fabre bajo el título “El fin de una expedición” el pasado 2018.

“Espacios insurgentes” es una serie de fotografías en las que, sin embargo, parece desvelarse que la obra es aquello que aparece representado y el formato fotográfico, una mera documentación. En ellas se ven habitaciones desordenadas con varios mensajes escritos con spray sobre telas a modo de pancartas de manifestación. Parecen los restos de un acto político o una fiesta. El artista nos presenta una disposición escenográfica cuidada y conscientemente impostada en la que el relato de lo íntimo y el del acto político chocan para construir una atmósfera de estancia cerrada que nos conecta con la privacidad de una estancia. Instalaciones y montajes con persianas cerradas que nos invitan a quedarnos en ese habitáculo durante más tiempo. Pero no nos engañemos, la lucha política se da dentro y la rutina es nuestro campo de batalla. No debemos confundir el espacio privado con la inactividad, pues es uno de los caminos para comenzar a dinamitar nuestras propias estructuras de dominación.