Jaime Iglesias
Retratos de la gente común

«A la mayoría de las mujeres, según van creciendo, se las programa para satisfacer los deseos de los demás antes que los suyos»

En la literatura estadounidense contemporánea existe una corriente muy poderosa de autores empeñados en sacar a la luz las emociones del americano medio, de esos hombres y mujeres anónimos que tradicionalmente han permanecido fuera de foco, en un país dominado por tensiones socioculturales de todo tipo cuya magnitud no solo ha envilecido históricamente el debate político sino que ha condicionado su producción artística y literaria. Jane Smiley (Los Angeles, 1949) pertenece a ese nutrido grupo de autores para los que explorar la vida interior de la gente común, de las familias, también representa un argumento político, más allá de los grandes temas que nutren la agenda mediática.

Crecida en un entorno rural en el Medio Oeste, Smiley debutó como novelista en 1981 con “Barn Blind”. En la década de los 80 se fue consolidando como autora gracias a sus cuentos y narraciones breves mientras impartía clases de literatura en la Universidad de Iowa. El reconocimiento internacional le llegó en 1992 con “Heredarás la tierra”, una relectura en clave country de “El rey Lear” con la que ganó el Premio Pulitzer y que cinco años después sería adaptada al cine en una película protagonizada por Jessica Lange, Michelle Pfeiffer, Jennifer Jason-Leigh y Jason Robards. Desde entonces, obras como “Mu u”, “Las fabulosas aventuras de Lidie Newton”, “El paraíso de los caballos” o “De buena fe”, fueron incrementando su reputación y su prestigio hasta validar su candidatura para ingresar en la Academia Estadounidense de las Artes y las Letras. Al margen de sus obras de ficción también ha desarrollado una prolija labor como ensayista centrando su interés en estudios de género. Su libro “Feminism Meets the Free Market” (2005) continúa siendo un título de referencia en este sentido.

La editorial Sexto Piso acaba de recuperar dos de sus novelas de juventud, “La edad del desconsuelo” y “Un amor cualquiera”, publicadas antes de que la concesión del Pulitzer consagrase a Jane Smiley como una de las escritoras más indiscutibles de las letras norteamericanas. Pese a su carácter temprano, en ambas narraciones su autora ya muestra muchas de las constantes que irían definiendo su obra posterior.

Muchas de sus novelas giran en torno a la familia y a cómo las relaciones que en ella se establecen parecen obedecer más una imposición que una elección ¿Piensa que, en este sentido, las familias son un reflejo de lo que acontece en nuestras sociedades, de nuestra falta de libertad para decidir sobre nuestro propio proyecto de vida?

Para la gran mayoría de las personas, aunque no para todas, su despertar a la vida comienza en el entorno familiar. Crecemos rodeados de parientes y uno de los primeros procesos de aprendizaje a los que nos enfrentamos tiene que ver con el hecho de entender cómo hemos de relacionarnos con nuestros padres, con nuestros hermanos y nuestras hermanas, con nuestros abuelos, tíos y sobrinos. En ese proceso vamos descubriendo las diferencias que existen entre ellos y nosotros porque cada ser humano tiene su propia idiosincrasia y eso hace que la vida en familia muchas veces sea más compleja de lo que puede parecernos vista desde fuera. Asumir las claves de todo ese proceso es algo que me fascinó desde que era muy pequeña. Yo soy hija de madre soltera y, a la vez, fui hija única, pero vivía rodeada de tíos, tías, primos y primas. En el barrio donde crecí tomé contacto con muchas familias y cada una de ellas representaba un mundo aparte. La verdad es que nunca entré a valorar si dichas familias se ajustaban al estándar de “familia feliz” o si, por el contrario, revelaban grietas. A mí lo que me resultaba interesante era observar las diferencias que se daban dentro de ellas y en relación con las demás familias.

Una de las cosas más interesantes de sus novelas es que, a pesar de evocar situaciones dolorosas que generan un gran desgarro interior en los personajes, usted habla de esas emociones desde un escenario de normalidad. En ningún momento busca explotar o recrearse en el componente dramático de lo que narra ¿se trata de una renuncia deliberada?

No, no es algo deliberado, tampoco creo que sea una renuncia. Simplemente creo que las situaciones dolorosas son algo común en nuestras vidas, y que la literatura debe explorar la vida interior de la gente común. No creo que ese tipo de emociones sean excepcionales o inusuales, más bien al contrario. En este sentido, tampoco tomo decisiones temáticas. Por regla general no digo ‘voy a escribir sobre esto o lo otro’. Cuando veo una situación que me parece interesante y que suscita mi curiosidad, lo que hago es ponerme a escribir sobre ella con la idea de que sea precisamente el proceso de escritura el que me lleve a descubrir los matices que encierra dicha situación.

Pero me reconocerá que, al menos en lo que se refiere a la creación literaria, esa no es la tónica dominante. Parece como si nos costara abordar ciertos conflictos desde la normalidad, quizá porque vivimos en una época donde las emociones han ganado la partida a la razón ¿no cree?

En parte sí. Antes de que comenzase el siglo XX, en muchas sociedades la norma era procurar no exteriorizar los sentimientos y dar una imagen de uno mismo templada y controlada. Curiosamente la literatura tiene mucho que ver con el cambio que se produjo a partir de entonces ya que la consolidación de la novela como género y la aparición del psicoanálisis hicieron que las personas nos interesásemos más por nuestra vida interior. Revelar y compartir nuestras emociones dejó de ser un tabú.

    

Estos meses de confinamiento leí un artículo donde una psicóloga afirmaba que el ser humano está capacitado para gestionar la pérdida pero no la incertidumbre y esa es una frase que me vino a la cabeza leyendo sus novelas donde sus personajes se sienten extraviados cuando han de afrontar la falta de certezas que les ofrece la vida.

No creo que podamos manejar la pérdida sin acostumbrarnos a ella, y cuando la pérdida es repentina, como sucede en “Un amor cualquiera”, lleva un tiempo entenderla, superar el shock y asumir el nuevo escenario que se abre ante nosotros. Se trata de un proceso y, a menudo, necesitamos ayuda para culminar con éxito dicho proceso. La incertidumbre lo que hace es inhibirnos y como tal dificulta ese proceso de aceptación de la pérdida y el no comprender lo que pasa a nuestro alrededor siempre resulta frustrante. Actualmente nos enfrentamos a un escenario donde no solo debemos saber gestionar las pérdidas sino también el exceso de información, lo cual hace que esa falta de certezas sea aún mayor.

¿Hasta qué punto esa necesidad por tener el control pleno de nuestra vida es un imperativo social? Porque parece que vivamos en una sociedad donde el hombre hecho a sí mismo es aquél que tiene claro lo que quiere y cómo conseguirlo, aunque sea a expensas de los demás.

Realmente nunca he creído en la figura del hombre hecho a sí mismo. Al contrario, pienso que mucha parte de culpa del éxito que podamos tener en la vida, y hablo también por mí, viene dado por quienes nos rodean, por lo que nos dan, por lo que estamos en disposición de recibir y de aprender de ellos. Es cierto que algunas personas son más hábiles que otras a la hora de sacar el máximo provecho a aquello que tienen a su alcance. Pero incluso si pensamos en muchos magnates, ejemplos paradigmáticos de eso que se ha dado en llamar self-made-men, lo cierto es que el éxito de sus empresas depende de infraestructuras e investigaciones que han sido sufragadas con dinero público, con lo cual su concepto de emprendimiento queda en entredicho por mucho que ellos no reconozcan su deuda con sus semejantes y eviten pagar impuestos. No tengo fe en los hombres hechos a sí mismos: tengo fe en las personas, hombres y mujeres, que son curiosos, a quienes les gusta hacer cosas y probarlas.

La protagonista de «Un amor cualquiera» piensa que basta desear algo para lograrlo. Sin embargo, su experiencia demuestra que ella también está a expensas de los deseos de los demás. ¿Diría que nuestra libertad como individuos pasa por aceptar esta paradoja?

Totalmente, ocurre que esa paradoja resulta aún más manifiesta en el caso de las mujeres. A la mayoría de las mujeres, según van creciendo, se las programa para satisfacer los deseos de los demás antes que los suyos. Se les dice que antes de ponerse a leer un libro es importante que tengan la casa recogida y los platos limpios. Yo no he crecido con ese tipo de exigencias pero las he visto en muchas amigas y en muchas conocidas.

En el caso concreto de Rachel, la protagonista de «Un amor cualquiera», la sombra de su primer marido, un personaje ausente, planea sobre todo el relato. A su lado ella pasó de sentirse una mujer plena a una mujer anulada ¿Esa sensación de asfixia es tan acuciante entre las mujeres de hoy como lo era en los años 80 cuando usted escribió esta novela?

Creo que eso varía un poco según la cultura. Mis hijas, que ahora tienen la edad que tenía yo cuando escribí “Un amor cualquiera”, tienen carreras y esposos y no por ello dejan de satisfacer sus propios deseos y yo era más o menos igual cuando tenía su edad. Pero la protagonista de mi novela tiene veinte años más de los que tenía yo cuando la escribí y a través de ella quise reflejar unos sentimientos que eran bastante frecuentes entre las mujeres de su generación.

¿Cómo siente que ha evolucionado usted como escritora? ¿Suele reconocerse en aquellas novelas que escribió hace veinte o treinta años?

Si y no. Tengo la suerte de haberme probado en muchos registros y en estilos muy diversos, haciendo lo que más me apetecía en cada momento. He disfrutado mucho escribiendo todas y cada una de mis novelas. Si tuviera que elegir quizá te diría que hoy en día me reconozco, sobre todo, en mis libros más divertidos, pero determinar cuál es el mejor o el peor es algo que tienen que decidir los lectores.

¿Y la sociedad norteamericana? ¿Cómo cree que ha evolucionado desde que usted empezó a explorarla en sus novelas? Se lo pregunto porque en los últimos meses parece que han emergido con fuerza los discursos que ponen en evidencia las fallas del sistema político estadounidense en temas como la integración de las minorías o los derechos civiles ¿Cree que se trata de un escenario reversible o que la conflictividad social irá a más?

Últimamente se han publicado varios libros bastante esclarecedores sobre estas cuestiones como “Albion’s Seed”, de David Hackett Fischer o “American Nations”, de Colin Woodard. La tesis de fondo que subyace en estas obras es que el origen de EE. UU como país está en un conjunto de regiones que fueron colonizadas por personas pertenecientes a distintas culturas europeas enfrentadas entre sí. Se trata de pueblos que suelen estar fuertemente aferrados a sus creencias y a su sistema de valores. Algunas de esas culturas abogan por el mantenimiento de un status quo basado en las relaciones de poder y sumisión, otras, sin embargo, apuestan por la aceptación del otro y por la integración ¿Cómo pueden resolverse esas tensiones? ¿Cómo logramos conciliar dos percepciones del mundo tan alejadas entre sí? Lo que está claro es que mi generación ha fracasado en ese sentido. Debemos esperar que las generaciones más jóvenes cojan el testigo y tengan el acierto que a nosotros nos faltó.

La crisis del covid-19 también ha cuestionado el liderazgo de EE. UU en política internacional, con un gobierno que negó la magnitud de la epidemia para después renunciar a la OMS ¿Tiene miedo de que EE. UU termine por dar la espalda al resto del mundo?

Sería un suicidio mantenernos aislados del resto del mundo. Mi única esperanza es que este grupo de gobernantes que ahora padecemos sea expulsado del poder lo antes posible y que los que vengan después reviertan el alcance de esas políticas que son totalmente estúpidas.

¿Qué papel cree que deberían asumir los intelectuales y los escritores en un momento de incertidumbre como este?

Deberíamos ser más contundentes a la hora de clamar contra las derivas homicidas de ciertas políticas y aparte de eso resistir, resistir y continuar resistiendo. No queda otra.