IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Vaciados

Los sentimientos de tristeza o depresión se han extendido en estos tiempos, han sustituido a la ansiedad de los primeros momentos de crisis sanitaria, ya que esta no se puede mantener demasiado físicamente; la activación y tensión que requiere la ansiedad es agotadora. Cuando nos damos cuenta de que la incertidumbre inicial se prolonga, esta se convierte en una certidumbre pesante, la de que no hay un final a la vista en lo que a volver a la normalidad se refiere. En términos psicológicos volver a la normalidad en estos tiempos sería volver a vivir la conexión, sentir la presencia de los demás a nuestro lado y notar que seguimos perteneciendo a nuestros grupos.

El aislamiento obligatorio está generando una tendencia a la reclusión más o menos voluntaria; si cupiera la expresión, inconscientemente voluntaria. Nos aislamos de ese “otro” indefinido, compuesto por el conjunto de las personas que nos rodean, con quienes interactuamos pero que no conocemos íntimamente, y el cual ha demostrado tener un lugar en nuestra vida psicológica mayor del que creíamos. Y es que, formamos parte de un grupo que nos acoge y que nos da identidad, al que “miramos” aunque sea de reojo. Aunque no hablemos necesariamente con los que nos cruzamos, ver sus expresiones faciales íntegras nos da siempre una lectura de sus intenciones a través de los gestos de ojos y boca como lo hacen el resto de animales –también en los movimientos de su cuerpo o su tensión física–. A través de esa visión somos capaces de llegar a alguna conclusión y tomar alguna decisión sobre el otro, pero no solo.

Cabe deducir que nuestras neuronas espejo (unas neuronas que se activan en la zona prefrontal de nuestro cerebro cuando vemos la intención del otro o sus expresiones faciales emocionales), que normalmente se activan para desencadenar en nosotros sensaciones similares a las que observamos, y que son la base de la empatía, dejan poco a poco de encenderse, limitando también la vivencia de lo que los demás sienten. Dejar de vernos la cara, en cierto modo, también limita nuestra capacidad de empatía. En ausencia de esa posibilidad, la comunicación íntima –nada más íntimo que sentir lo que otros sienten– que surge simplemente de mirar al otro y ser mirados por el otro, queda constantemente truncada, dándonos la sensación de que nos cruzamos con seres cuya presencia es algo así como incompleta; y por tanto también el interés por el otro se ve mermado, convirtiéndonos todos un poco en invisibles. «Como no sé quién eres ni lo que quieres decirme, como mirarte no vale de mucho para saberlo, puede que deje de fijarme y tú de existir psicológicamente para mí», y ese devenir, culminar en una sensación creciente de soledad o de apatía hacia los demás. Sin embargo, no solo recibir es indispensable, también dar.

Otra gran fuente de insatisfacción en estos momentos es la dificultad para mostrar nuestra unicidad, nuestra manera única de ser y hacerlo en el mundo que nos rodea. La necesidad de impactar en otros y en el entorno de una forma deseada y construir el futuro, tanto el propio como el común, implica el contacto de algún tipo, y este está siendo difícil últimamente. Por así decirlo, al restringir el encuentro, esa fuente de estímulos y satisfacción de las necesidades se cierra, dejándonos en cierto modo “desnutridos” de todo lo que nos dan las relaciones. Y es que, si no podemos vernos, tocarnos o reunirnos como solíamos hacer, a pesar de que las restricciones no sean excesivas, tampoco podemos impactarnos, darnos reconocimiento, o expresarnos libremente.

Y esto tiene pinta de durar, así que quizá tengamos que hacernos presentes de otro modo en el espacio común, quizá haya que gesticular más para hacernos presentes, hablar más alto o movernos con más soltura, quizá haya que cantar o bailar aunque no apetezca, o simplemente abrirnos al encuentro con desconocidos para no perder la costumbre.