Ibai Gandiaga
Arquitecto
ARQUITECTURA

Con el color en un puño

Con el corazón en un puño. Así se sienten muchas arquitectas y arquitectos cada vez que un andamio cubre la fachada de un edificio de nuestros pueblos y ciudades. Estamos viendo cómo los edificios de nuestro entorno se cubren, se tapan, se cambian, dejándolos en muchas ocasiones irreconocibles. La necesidad de aislar térmicamente una construcción de otra época, hecha con otro tipo de valores medioambientales en mente, cambia radicalmente la faz de nuestro paisaje urbano.

Los Ayuntamientos con mayor sensibilidad ya hace tiempo que disponen de mecanismos para obligar a los propietarios a respetar ciertos detalles arquitectónicos específicos, como molduras, impostas u otro tipo de detalles del repertorio neoclásico. En otros casos, cuando la obra a remodelar no tiene tanta “clase” –por favor, léase bien el sarcasmo de las comillas–, en concreto la vivienda de tipología obrera, el típico edificio de los años 60 de ladrillo visto, el desastre en ocasiones es tremendo. Estas casas lastran una leyenda de construcción mal hecha cuando, en muchas ocasiones, se levantaron con mucha pericia y una economía de medios –y buenas artes de los trabajadores que las levantaron– que hoy en día es imposible de encontrar. En estos casos, las rehabilitaciones energéticas pueden llegar a desfigurar el edificio hasta convertirlo en irreconocible, y solo un prejuicio de clase explica por qué nos negamos a reconocer el valor de ciertos edificios de esa época.

Visto el problema, muchos Ayuntamientos han decidido implementar una “carta de colores” en función del barrio que nos encontremos. Y es que muchos barrios, esencialmente aquellos surgidos durante la etapa desarrollista del último tercio del siglo XX, tienen un color marcado, normalmente asociado con los tonos rojizos de los ladrillos. Así, aunque no lo percibamos, los colores tienen mucho que ver con la percepción que adquirimos de los espacios urbanos, del poder de los símbolos, de su semiótica.

El poder de los colores aparece en su plenitud en la promoción de Comfort City, en la capital de Ucrania, Kiev. La promoción es un diseño del estudio de arquitectura e ingeniería Archimatika, con el arquitecto Dmytro Vasyliev a la cabeza. Las 40 hectáreas de terreno reparten 180 edificios de vivos colores, y esos tonos apastelados se han convertido en un potente símbolo en uno de los países europeos más inestables.

Sabido es que Ucrania es un país que se debate entre su herencia soviética y de la Europa occidental. Desde el desmantelamiento de la Unión Soviética, Ucrania ha sido escenario de dos revueltas populares, ha llegado a colocarse como el país más corrupto de Europa, y en 2018 apareció en la cola del Informe de Riqueza Mundial, por detrás de Bangladés o Nepal.

Iniciada en 2008, la promoción de Comfort Town (ciudad confort) ha creado una isla de población joven, no necesariamente acomodada, pero sí con una fuerte sensibilidad contraria al pasado soviético. En su grupo de Facebook, de más de 10.000 usuarios, es constante el llamamiento al trabajo colectivo y al cuidado de sus manzanas interiores, cerradas a los vehículos. El barrio funciona de un modo colectivo como en pocas partes de la ciudad, llegando incluso a decidir cuestiones de cuidado de zonas comunes mediante votaciones directas.

La herencia soviética. Colocado en la orilla oriental del Dniéper, una de las zonas más pobres de la capital ucrania, el conjunto aparece como una boutade que resalta sobre los bloques de viviendas prefabricadas soviéticas llamadas krushchevki. Los soviéticos potenciaron este tipo de construcción industrializada, que se extendió en todo el bloque comunista, ya fuera La Habana, Pionyang o Brazzaville. Se basaba en sistemas prefabricados de hormigón, que venían a hacer tabula rasa con lo anterior, homogeneizando la ciudad bajo los prismas de un iniciático Movimiento Moderno. Con la caída de la URSS, los edificios, que eran propiedad del estado, se vendieron a sus propietarios, y estos tuvieron que empezar a hacer frente a unos gastos y trabajos de mantenimiento, y empezaron los problemas.

En esta tesitura, el diseño de Comfort Town mantiene un lenguaje de prefabricación –que, a la postre, permite un abaratamiento de costes–, pero reconoce y pretende alejar los defectos de este tipo de herencia soviética: utiliza los balcones franceses –esto es, ventanas de suelo a techo a las que se adosa una barandilla –, moviéndolos de una planta a otra para evitar la monotonía, cambia la altura de los edificios y huye de la cubierta plana y, sobre todo, tiñe de colores los hormigones, creando una sensación única que nos habla de la ruptura de una sociedad con un pasado y una arquitectura determinada.