Igor Fernández
PSICOLOGÍA

Las decisiones difíciles

Es probable que no haya una encrucijada más inquietante que aquella en la que nos vemos a nosotros mismos. En cualquiera de las bifurcaciones importantes, esas que exigen de nosotros una decisión, normalmente lo que emerge, como al separar las dos partes de la cáscara de una nuez, es un aspecto relevante de quiénes somos.

Quizá tengamos que elegir entre dos opciones de trabajo, entre una pareja, otra o ninguna; entre una residencia u otra, entre seguir aguantando cierto trato o “virar el barco”, entre una manera u otra de asistir a un ser querido en el final de su vida… Sea como fuere, en nuestros dilemas se nos hacen más evidentes necesidades encontradas, necesidades que “son verdad” a la vez dentro de nosotros aunque en el mundo exterior su satisfacción simultánea parezca imposible. Nos confronta la incongruencia que percibimos al querer dos cosas al mismo tiempo, y entendemos la toma de decisión casi como la renuncia a satisfacer una de ellas, más que a lograr satisfacer la otra. Nos cuesta optar porque parece que estamos repudiando a una parte de nosotros, y, de forma análoga a como sucede en el duelo: lo que se va, se llevará algo nuestro. La toma de decisiones importantes supone, no solo un cambio externo, sino también –o quizá principalmente– un cambio interno que permanecerá en adelante. Para cuando hayamos optado, no solo habremos elegido la mejor opción que hemos considerado conscientemente, sino que habremos también mudado en cierto modo de piel para hacerlo.

Para cuando nos decantamos, por dentro ya nos hemos despedido de una expectativa y nos hemos arrojado a otra, hemos asumido la incertidumbre y estamos preparados para vivir la parcialidad de la siguiente etapa, sus limitaciones futuras, que reconocemos y estamos dispuestos –a priori– a aceptar. Decidir entre dos o más escenarios importantes evidencia también nuestra escala de valores, nuestra historia y nuestros asuntos pendientes. En función de todo ello seremos más o menos conservadores, más o menos intrépidos. Hay quien encuentra útil hacer listas de pros y contras, otras personas pasan mentalmente de uno a otro escenario como si se tratara de un balancín con dos pesos equivalentes en cada extremo. Otras personas postergan la decisión hasta que su cuerpo no puede más con la ansiedad o el estrés y se enferman, “inhabilitándose” físicamente de facto para tomar ninguna decisión a ojos de los demás. Hay personas que prefieren vivir ese trance en privado, recorriendo sus alternativas en un pensamiento circular, o haciendo todo lo anterior; otras, hablarán constantemente de su dilema con las personas que les rodean, buscando una perla que les haga decantarse.

Lo que todos, en cierto modo deseamos en algún momento es que algo externo suceda que nos lo ponga más fácil, que nos haga desapropiarnos de la responsabilidad de la toma de posición comprometida, mágicamente nos encontramos deseando no tener que crecer en eso. Y es que, la toma de decisiones de este estilo es al mismo tiempo una oportunidad para colocarnos en un lugar nuevo en el mundo, uno más visible para otros y para nosotros mismos, lo cual en sí lo hace más complicado: mostrarnos implica ser más vulnerables.

Sin embargo, es nuestro derecho, a través de estas encrucijadas, el recorrer caminos propios, definirnos dignamente ante un mundo que nos pedirá implícitamente que seamos continuistas, que nos quedemos en el lugar esperado. Es así mismo nuestro derecho a tener miedo a lo que deseamos, a dejar de ser quienes éramos para arrojarnos a lo que pensamos que es un vacío, un abismo. Y al mismo tiempo, para cuando nos planteamos tener que tomar una decisión, a menudo cabe preguntarse si, justo en ese instante, ya la acabamos de tomar, allá en el fondo. Decidir es despedirse, eso es inevitable, pero como dice un personaje en un diálogo de “Los Siete Samurais”, de Akira Kurosawa: «Al ir a pescar, los peces que se escapan parecen siempre los más grandes».