Igor Fernández
PSICOLOGÍA

Cambiar no es una opción

Entre siete mil setecientos millones de habitantes en el mundo es obvio que tiene que haber de todo, y en particular en esta parte concreta, con nuestros condicionantes, nuestras circunstancias, no íbamos a ser menos. Entre grupos hay diferencias obvias, por cuestiones culturales, étnicas; tanto más entre individuos, en nuestras fisionomías, nuestros movimientos, y psicológicamente en una variedad casi inabarcable de rasgos. Algo similar podríamos decir de nuestras necesidades, con algunos matices.

Probablemente las necesidades que precisamos cubrir sean similares en su esencia entre unos y otros, si bien la jerarquía con la que estas gobiernan nuestra vida o nuestro momento y la intensidad con que nos reclaman, difiere entre personas. Por ejemplo, todos necesitamos estímulos externos para sobrevivir, necesitamos incorporarlos a nosotros todo el tiempo, el oxígeno de nuestro alrededor que entra en nuestros pulmones sin cesar, la comida que necesitamos ingerir cada cierto número de horas...

Todos esos estímulos dialogan con nuestro organismo constantemente en busca de una síntesis que nos nutre de algún modo. Al igual que nadamos sin cesar en una sopa de estímulos físicos que captar con nuestros sentidos y que provienen del exterior, también procesamos estímulos físicos que provienen del interior de nosotros mismos, por ejemplo, la percepción de saciedad o la tensión muscular son registradas por el cerebro como un estímulo más que condicionará nuestra conducta –frenando nuestra ingesta de comida o haciendo que nos estiremos–.

De una manera similar también a un nivel psicológico los estímulos externos tienen un impacto, les damos un sentido, nos elicitan emociones y finalmente influyen en nuestra conducta, nos cambian. Por así decirlo, el cambio forma parte de nosotros, de nuestra naturaleza, de manera constante; y cada persona, de forma íntima, exclusiva, tiene una necesidad de cambio de diferente intensidad, una necesidad de incorporar estímulos distinta. De forma similar a como notamos la falta de aire o de agua en forma de sensación incómoda, cuando nos faltan estímulos sociales, intimidad, validación, o agencia –sensación de que nuestra vida depende de nosotros–, también notamos sensaciones incómodas que nos mueven, y a las que podemos atender o no. Podemos sobrevivir físicamente sin cubrir las necesidades básicas un cierto número de días pero eventualmente nos moveremos.

Psicológicamente, somos muy resistentes y versátiles pero también tenemos un límite en lo que a nuestra abstinencia se refiere. Cuando nos faltan estímulos que incorporar y que nos permiten estar en calma psicológicamente y tener un equilibrio homeostático, es cuestión de tiempo que nuestro radar empiece a evaluar la dirección del siguiente movimiento. Esa evaluación empieza sin darnos cuenta con una sensación de incomodidad: un aburrimiento, una ansiedad, una irritación. A veces esto nos confunde, y espontáneamente nos criticamos en algún grado al pensar que deberíamos estar más satisfechos, aguantar o haber asumido ya que las circunstancias son las que son. Como si fuera un fallo personal, incluso llegamos a negar las sensaciones con tal de no tirar del hilo, en particular si el otro extremo son necesidades no cubiertas de cierta importancia.

Después de toda una vida somos perfectamente capaces de identificar la sensación de sed y saber cómo saciarla, nadie se cuestionaría como un defecto propio tener sed, sin embargo, nos asombra y a veces molesta, sentirnos hambrientos de afecto, de validación, de respeto. Es más, somos capaces de pensar que podemos pasar el resto de la vida con carencias esenciales y asumir consecuencias realmente intolerables, con tal de no desafiar ciertas estabilidades. Quizá, lo que no llegamos a entender entonces es que, tan pronto como notamos la necesidad insatisfecha, parte del cambio futuro es inevitable… Como beber.