Igor Fernández
PSICOLOGÍA

Inercias de ti

Cuando un bebé se despierta en mitad de la noche pidiendo a llantos su comida, tardará un tiempo en pasar de esta petición genuina al enfado más pataleante, momento en el cual rechazará la comida que se le lleve aunque la necesite, al menos, hasta que se calme. Esta cotidiana escena ilustra situaciones posteriores en la vida adulta en torno a nuestras expectativas hacia otras personas. Muchos años después, ese bebé se convertirá en adulto, en uno que sigue necesitando, no ya que le den de comer, sino otro tipo de “alimento” o estímulo por parte de otras personas cercanas.

En ese caso, una segunda persona se convierte en proveedora de satisfacción de algo irrenunciable –las necesidades son, de por sí, irrenunciables–, y por tanto, cuando esta no se da, sucede un desequilibrio que el primer adulto sentirá como desestabilizante. Dicho de otro modo, esperamos que nos sigan dando aquello que venían dándonos y que tanto bien nos hacía; si dejan de hacerlo, sentiremos que algo importante nos falta y trataremos de lograr que se nos siga dando, al menos, hasta llegar a la conclusión de que no va a ser así o encontrar otro proveedor. Sin embargo, antes de llegar hasta esta última eventualidad, trataremos de restablecer el equilibrio de diferentes maneras.

Algunas personas pueden pedirlo abiertamente, pueden convocar al otro para exponerle lo que necesitaba y preguntarle por qué las cosas han cambiado, y, si acaso, restaurar las cosas. Otras personas se sentirán decepcionadas, se agitarán y empezarán a demandar que esa agitación se aplaque, sin pensar demasiado en el otro ni cambiar nada, simplemente haciendo que ese otro regrese al lugar del que, por la razón que sea, se había movido. Otras personas incidirán directamente sobre el proveedor, sacándolo de la ecuación y asumiendo ellos o ellas las funciones de estos, es decir, tratando de darse a sí mismos lo que venían dándoles, y digo tratando porque, evidentemente, uno mismo no puede cubrir todas sus necesidades. Otras personas, en cambio, incidirán directamente sobre la necesidad tratando de transformarla o negarla incluso para que la ausencia de su satisfacción no lleve directamente a la decepción –las uvas están verdes, como en la fábula–. También hay quien, en una suerte de negociación consigo mismo, consigo misma, intente anticiparse a la siguiente decepción, imaginando que finalmente eso que espera no será cubierto y tendrá que ingeniárselas sola, solo.

En muchos de estos casos, cuando ese otro, de forma similar a como dejó de proveernos, vuelve a hacerlo, es precisamente el primer adulto de nuestra historia, el receptor, quien tiene dificultad en volver a comportarse o sentirse como al principio, y la inercia de los intentos de mitigar la decepción mientras la necesidad estuvo sin satisfacer, durarán. Lo harán de una forma similar a como lo hace el bebé. El bebé no rechaza la comida en ese punto porque no tenga hambre o porque esté enfadado, sino porque se ha montado la manera de no sentir el hambre, agotándose, y por tanto distrayéndose con esa agitación, haciendo que la sensación de “enfado” le de una sensación de saciedad al llenarse su sangre de cortisol y glucosa que estimula el cerebro suficientemente. Solo cuando este se calme la necesidad real, el hambre real, volverá a surgir dando una nueva oportunidad al contacto de verdad que permita la alimentación.

Y, de forma similar a este, al adulto de turno va a llevarle un rato volver a confiar, volver a conectar para nutrirse realmente, bien en esta, bien en otras relaciones. La agitación, la exigencia, la decepción que nos aísla, es un buen distractor que hará que pensemos que estamos haciendo algo para cubrir nuestras necesidades, pero solo cuando nos calmemos, cuando podamos conectarnos, y entonces pedir, se dará realmente una nueva oportunidad de nutrirnos.