Igor Fernández
PSICOLOGÍA

Una vida de película

Tomemos, por ejemplo, “El Padrino”, la famosísima trilogía de Francis Ford Coppola sobre la historia de la familia mafiosa Corleone. Quien más y quien menos, cuando la recuerda, trae a la memoria ciertas secuencias icónicas, que han quedado en su memoria como emblemáticas de la misma. Sin duda, nadie que no se dedique al estudio pormenorizado del film podría relatar imagen por imagen, escena por escena, secuencia por secuencia y acto por acto todos los detalles de una película tan rica como la primera parte de dicha trilogía. Sin embargo, cualquiera que haya visto la película podrá relatar un par de secuencias y la sensación general, la vivencia de estar frente a la pantalla y sentirse amedrentado por la imponente presencia de Don Corleone, o intrigado por los tejemanejes de los enemigos de la familia. Cualquiera que la haya visto puede, grosso modo, relatar las sensaciones con las que se quedó.

En cierto modo, también nuestra vida podría relatarse de manera similar a una película. De un modo análogo, tampoco podríamos contarla historia por historia, momento por momento, pero podemos recordar espontáneamente algunas escenas de nuestra infancia, de nuestra adolescencia, o de la edad adulta. Serán escenas que contendrán los símbolos necesarios como para descifrar los hilos secretos que las unen, las “tramas” que hemos tenido que vivir desde que nacimos y que, de algún modo, han dado sentido a la misma, así como su permanencia en nosotros, en nosotras, hoy.

Sin embargo, no son muchas, no tantas, al menos, como las vividas realmente. Y aún con todo, esas pocas emiten unas sensaciones que son reales. Nuestra memoria no es como una cámara fotográfica, ni una de vídeo, de hecho, la mayor parte de lo que recordamos no lo hacemos en forma de imágenes, discursos o sonidos concretos, sino en forma de procedimientos, sensaciones, emociones y creencias. Todo esto son “condensaciones” de la historia vivida pero también, y más importante, de nuestra historia. Miramos a los acontecimientos del pasado con la lente de la propia experiencia en aquel momento. No solamente porque la recordamos parcialmente sino porque habremos registrado aquellas partes de la historia que fueran coherentes con nuestras necesidades, dudas, emociones, deseos y creencias.

De hecho, gran parte de lo que recordamos son registros de confirmación, es decir, eventos que confirman la necesidad de mantener cierta postura ante la vida. Los recuerdos que, aún hoy, siguen demostrando que la vida es de una manera, de aquella manera. De hecho, a pesar de que tratamos de ser objetivos con lo que recordamos, es un deseo vano, ya que incluso la percepción del momento original también estuvo mediada por nuestro estado, las necesidades en juego entonces, incluso los recursos mentales de los que disponíamos a tal o cual edad. En otras palabras, cuando recordamos algo que sucedió con cinco años, lo recordaremos con una objetividad ficticia, porque probablemente la escena original esté muy alejada de lo que sintió entonces aquel niño o aquella niña y de cómo él o ella lo entendió, procesó y conceptualizó.

De una manera similar, hoy recordamos como adultos, como adultas en un todo, lo que entendimos solo a medias cuando fuimos adolescentes, o en una pequeña porción como niños o niñas, de aquello que vivimos. Y, mientras el cerebro consciente estaba en construcción, la comprensión de la vida también y, por tanto, el recuerdo hoy es parcial. Lo bueno es que, al igual que con las sensaciones que quedan años más tarde de haber visto “El Padrino”, la emoción recordada suele ser más fiable, menos precisa, eso sí, pero más fiable; por el mero hecho de que el cerebro emocional de niños y adolescentes es muy similar ya al de los adultos. Así que, cuando contamos nuestra historia, dotándola de una narrativa, quizá lo importante no sean los hechos, más parciales, sino lo que recordamos sentir al respecto.