Igor Fernández
PSICOLOGÍA

¿Para qué?

Los motivos por los que llevamos adelante nuestras acciones dan sentido no solo a nuestra acción concreta sino también a nuestra actitud ante la vida, nuestros posicionamientos en las relaciones o la manera en la que llevamos adelante nuestra propia trayectoria. En las acciones concretas, pequeñas, también se encuentran embebidas nuestras creencias, nuestros valores. Sin embargo, ese ‘para qué’ necesita un feedback, una devolución, un retorno por parte del entorno para que podamos mantenerlo. Es decir, necesitamos comprobar que nuestras acciones inciden en el mundo de una manera deseada para confirmarnos que estamos en el buen camino, que podemos seguir invirtiendo esfuerzos en esa línea de actuación.

Como adultos, estas apuestas suelen ser más conscientes, podemos evaluarlas y redecidirlas si no funcionan; solemos tener opciones si no acertamos, a pesar de las consecuencias, y el para qué, es una guía estupenda. Sin embargo, no en todos los momentos de la vida el abanico está ni tan nutrido ni está tan a mano. Pensar en el ‘para qué’ no es una opción tan plausible, por ejemplo, para un niño o una niña que tiene que afrontar situaciones irresolubles, por dos razones fundamentales: una, que cualquier acción que adoptaran, no cambiaría las cosas; y, dos, que no suelen tener el poder de ejecutar muchas de las decisiones que tomarían.

Con ‘irresoluble’ me refiero a la cualidad de las experiencias cotidianas como consecuencia de las decisiones irrefutables de los adultos sobre ellos, o las propias de su condición física vulnerable. Por ejemplo, ¿qué hacer si tienen fiebre o les duele la tripa mientras hace efecto el medicamento o expulsan lo que les ha sentado mal? ¿Cómo evitar el malestar de un ingreso hospitalario inevitable? ¿Qué hacer si tienen que cambiar de colegio sí o sí; o si en el colegio nuevo se les rechaza? ¿Qué pasa si se muere un familiar o si la gente de alrededor está tan impactada que no puede hacerse cargo? Solemos pensar que hoy los niños reciben demasiadas atenciones, se les pregunta demasiado o se les tiene sobreprotegidos, sin embargo, hay multitud de ocasiones en las que, por incapacidad adulta, ellos no pueden integrar experiencias como las del párrafo anterior tan fácilmente. Cuando hablo de la incapacidad adulta me refiero, no solo a la falta de experiencia de unos padres primerizos, sino también a la falta de contacto, de escucha; pero, sobre todo, de presencia.

Y es que, ante lo que no se puede cambiar, los niños, y por ende los adolescentes y, de otro modo, los adultos, necesitan la presencia de otra persona implicada que les ayude a diluir las sensaciones que les pueden sobrepasar, simplemente gracias al deseo de esa otra persona de estar con ellos, al ritmo que necesiten, escuchando o simplemente con un contacto físico que alivie. Notar ese deseo de parte de la otra persona es en sí reconfortante, y notar además su calma, su consistencia, les ayuda a incorporar parte de la misma a sí, como si fuera una ósmosis que permite vivir dentro lo que aún no se tiene: la calma.

Por esa razón es tan relevante acompañarles en lo que no pueden cambiar, porque de este modo, la sensación de capacidad de afrontamiento –aunque no haya nada que se pueda hacer– se preservará para otras ocasiones, y no se instalará otra acepción de ese ‘para qué’, aquella que refleja desilusión, abatimiento, e incluso derrota. Llegado ese punto no lo dirán como lo diríamos nosotros, sino que lo dirán con tristeza en el cuerpo, o con irritabilidad y –esperemos que no– finalmente, quietud y desinterés. Incluso pueden llegar a preguntarse el para qué de sentir, de ser vulnerables, si nadie va a estar ahí y “yo solo, o sola, no voy a poder”. La presencia y la implicación con lo que no podemos cambiar, preserva la motivación y el entusiasmo del futuro.