Mikel Insausti
Crítico cinematográfico
CINE

«Tout s’est bien passé»

De siempre Golem ha sido la distribuidora de las películas de François Ozon, y tras el obligado parón pandémico, en Iruñea han retomado la actividad anunciando el estreno para el comienzo del nuevo año de “Tout s’est bien passé” (2021), con su correcta traducción para la versión doblada de “Todo ha ido bien”, una frase que se utiliza mucho entre familares y allegados de una persona enferma sometida a alguna operación o tratamiento médico, y que aquí se aplica con ironía a la eutanasia.

Uno de esos temas de los que cuesta hablar, como todo lo directamente relacionado con la muerte, y que en su vertiente burocrática se vuelve todavía más ingrato. Pero Ozon tiene la fórmula para tratarlo con naturalidad, sin falsas polémicas ni grandilocuencias o sensacionalismos. Ya la puso en práctica a propósito de los casos de pedofilia en la Iglesia Católica con “Gracias a Dios” (2018), narrando desde dentro del problema a través de las personas afectadas y sus sentimientos, de una forma sencilla e intimista, que se repite ahora con “Tout s’est bien passé” (2021), vista en Cannes y en Donostia.

No se puede decir que sea la primera película en que Ozon habla de la muerte, pero nunca antes había sido tan protagonista en su cine. Anteriormente, en la mayoría de ocasiones se había acercado a ella mediante alusiones surrealistas o de comedia negra, y ya más en serio o dramáticamente, estuvo presente en títulos como “Bajo la arena” (2000), “El tiempo que queda” (2005), “Mi refugio” (2009) y “Frantz” (2016). Ozon sabe muy bien que, cuando se aborda la proximidad del final de la existencia con todas sus consecuencias, en realidad toca repasar y hacer balance del ciclo vital, por lo que al final lo que se está poniendo en cuestión es la vida misma.

En “Tout s’est bien passé” (2021) acierta a combinar las derivaciones legales de la eutanasia con sus repercusiones humanas, porque lo que refleja es cómo una determinada ley, la imperante en el Estado francés, limita y determina la dolorosa experiencia por la que han de pasar las personas que cuidan del familiar enfermo que quiere terminar con su sufrimiento. Para ello se basa en un caso real, el descrito por Emmanuèle Bernheim en su libro autobiográfico donde relató todo lo acontecido con su padre.

La recreación ficcional sitúa a Emmanuèle (Sophie Marceau) y a su hermana Pascale (Géraldine Pailhas) como depositarias de la última voluntad de su padre André (André Dussollier), debido a que la madre Claude (Charlotte Rampling) se niega a intervenir en el conflicto familiar, ya que no se siente con fuerzas para ello a consecuencia del párkinson que padece. La responsabilidad para las dos hermanas es enorme, ya que sus actos pueden acarrearles consecuencias penales. El padre tampoco colabora demasiado, ya que no es discreto y se enteran de sus intenciones otros parientes que tratarán de impedir que el proceso de eutanasia siga su curso.

Las hermanas buscan ayuda en la asociación Derecho a Morir con Dignidad, cuya máxima representante se desplazará desde Suiza a París para acelerar las diligencias. Esto sucede un mes de diciembre, en medio de un relato que abarca desde septiembre a abril. Es un margen de tiempo más que suficiente para contarlo todo, gracias a que Ozon maneja con maestría la elipsis narrativa.

Del mismo modo con que utiliza el tono intimista que lleva a mostrar sentimientos contradictorios de dolor y de amor, pues en el fondo lo que se expone es la evolución definitiva de una relación paternofilial. Para la protagonista es obligado recapitular el trato que ha tenido a lo largo de los años con su ya octogenario progenitor. Mediante oportunos “flash-backs” acuden a su mente recuerdos de un padre distante y poco cariñoso pero, sobre todo, de un hombre demasiado terco. Esa terquedad se hace omnipresente en el último tramo, cuando las hijas se dan cuenta de que no va a ceder en su determinación de morir, al negarse de pleno a ser dependiente.