Igor Fernández
Psicólogo
PSICOLOGÍA

El punto de no retorno

En algunas ocasiones tenemos la sensación nítida de que ya no toleramos más una situación y nos decantamos a cambiarla de una vez por todas; en otras, parece que ese momento no llega nunca y la decisión se prolonga. ¿Qué necesitamos para cambiar de camino definitivamente cuando es lo que queremos? ¿Qué nos lo impide si es así? Quizá habría que empezar por pensar en un verbo común en ambas preguntas, que parece directo pero que está lleno de recovecos: el verbo querer. Como todos sabemos, desde fuera se ven las cosas con mayor sencillez, arrojo y frialdad.

Nos sería fácil tomar las decisiones de otros, decirles qué deberían hacer, cuándo y por qué; y llegamos a asombrarnos de que el otro no lo vea con claridad, después de haber escuchado nuestros razonamientos, tan limpios y eficientes. Al mismo tiempo, cuando estamos del otro lado ante semejante interlocutor, a menudo nos dan ganas de tirarle algo a la cabeza, “¡No es tan sencillo!”. Sabemos que los argumentos no son lo único importante, que la decisión ‘correcta’ no se esconde detrás de un mero análisis de pros y contras en el que nos empeñamos en ser fríos y dejar a un lado la emoción. Y en cierto modo esto puede ser útil, en particular si la emoción es intensa en un momento que no necesitamos su urgencia para sobrevivir, ya que en momentos críticos, la emoción intensa vela por nuestra supervivencia, la intensidad generalmente habla de la urgencia por protegernos.

Afortunadamente, en la vida cotidiana no lo necesitamos pero tampoco lo tenemos tan claro, más bien las decisiones están en un punto de tensión entre diferentes fuerzas, como el pañuelo de la soga en soka-tira, que baila durante un buen rato hasta que una de las fuerzas cede. Habitualmente nos cuesta decantarnos porque las fuerzas de similar intensidad se contrarrestan, porque algo en ambas opciones tiene sentido a la vez y renunciar a algo que tiene sentido puede vivirse como un contrasentido –valga el trabalenguas–.

El punto de no retorno aparece cuando alguna de las motivaciones cede y esto puede venir dado por situaciones muy diversas. Por ejemplo, quizá nos demos cuenta de que algunos de los intentos por mantener una postura ya no tiene los beneficios que solía tener, y que hace tiempo que es así, que vivimos del recuerdo; o quizá tomamos una decisión en torno a algo que quisimos pero que, honestamente ya no queremos; quizá hayamos mantenido una postura determinada ante una decisión en previsión de un efecto sobre un tercero que deja de estar presente; o nos damos cuenta de que hemos creído una mentira durante tiempo.

Puede tratarse también de algo más sutil y duradero en el tiempo, como que hemos crecido, que aquellas necesidades que tratábamos de cubrir con determinada decisión han cambiado, o incluso que ya no son relevantes. Incluso en estos casos puede suceder que ambas posturas de la ‘soga’ dejen de tener sentido a la vez, que ya no haga falta tirar en esta txanda y que vayamos a cambiar de deporte. A menudo, decidir en acto implica renunciar a algo que en un momento fue importante –incluso aunque no nos beneficiara demasiado o nos beneficiara en parte–, y por tanto, en algunos casos, decidir implica hacer un duelo, que a menudo sucede entre la decisión intelectual y emocional y el paso al acto.

A veces, lo difícil no es actuar, para lo cual podemos tener los recursos; a veces, lo difícil es despedirse internamente de lo que una vez fuimos, fueron los demás o la vida en general. En particular, si aún no hay un lugar adonde ir después, o si decantarnos por una opción es aún vivir a medias hasta que logremos establecernos. El miedo, habitualmente a cosas que nunca sucederán, es la barrera que nos separa del punto de no retorno. Afortunadamente, también tenemos nuestra incomodidad o deseo tirando en nuestro talde.