Igor Fernández
Psicólogo
PSICOLOGÍA

Sintiendo el futuro

Una de las características de la identidad –en psicología– es que esta supone una negociación entre las características que uno se narra a sí mismo como esenciales, y la percepción que otros tienen de nosotros en cuanto a esas mismas características; lo que yo declaro de mí y otros ven de mí es necesariamente distinto pero con una posibilidad de ser conciliado. Si bien algo de la percepción de otros o de la experiencia íntima siempre permanecerá ajeno a la otra parte. Es decir, nadie nos va a ver como nos vemos a nosotros mismos ni podremos aceptar plenamente como definición íntima las definiciones de otras personas.

Sin embargo, este no es un proceso sencillo, lineal ni discreto. Erikson, uno de los teóricos principales en este tema, veía la identidad ‘como algo que puede concebirse tanto como una configuración como como un proceso, y que conlleva elementos conscientes e inconscientes’. Es una vivencia que está en constante cambio y puesta a prueba en las grandes reflexiones sobre sí mismo pero también en las pequeñas interacciones de minutos. Es cierto que hay fases de la vida en las que la formación de dicha vivencia es más incipiente que en otras pero siempre nos estamos construyendo, particularmente a medida que el tiempo avanza y nuestra identidad se enfrenta a nuevos retos corporales o sociales. Definir quiénes somos realmente no es sencillo sin ser reduccionistas.

Hablábamos hace unas líneas de esas fases vitales en las que este proceso es más fluido, como la adolescencia o la adultez inicial, en las que más aspectos de la persona están en revisión activa, en busca de reflexiones que den como resultado algún tipo de conclusión que pueda ser estable en adelante; y es que, con la honestidad de lo crudo, de la falta de experiencia, de la duda –mucho más honesta a veces que un axioma rígido–, el mundo no es blanco ni negro, lo cual genera parte del desasosiego de esas edades.

Quizá la supuesta certidumbre posterior sobre cómo funcionan las cosas no dejó de ser en algún momento una decisión, una inclinación sobre cómo creemos que son o deberían ser las cosas en el entorno que nos ha tocado vivir, más que una conclusión científicamente irrefutable. Y es que, no aplicamos el método científico para concluir sin género de duda –lo cual pocas veces sucede absolutamente en ciencia–, que el mundo es de tal o cual manera, la gente también; o nosotros, nosotras. Más bien, construimos nuestra identidad en una dialéctica con las opciones que tenemos en un contexto dado.

Habitualmente, necesitamos mantener un equilibrio entre la autodefinición como seres únicos, especiales, y diferentes en nuestro entorno; y la pertenencia en rasgos y opiniones que mantengan una continuidad con el grupo al que pertenecemos. Estas tensiones, y estas membranas resultantes, la disensión entre el individuo y el grupo con mayor o menor definición, permiten que se dé la diferencia entre generaciones, lo que hace avanzar y adaptarse el propio grupo mientras mantiene su sentido, su razón de ser.

Cuando nos sentimos diferentes a nuestro grupo de referencia y nos peleamos con ello, cuando nos incomoda, nos cuestiona; cuando querríamos ser más esto o lo otro para estar más cerca de la esencia del grupo pero nos damos cuenta de nuestras características disonantes, estamos también creando una nueva dialéctica de la que el grupo se beneficiará, ya que estamos incorporando en forma de sensación una vivencia que creemos íntima y exclusiva, pero que recoge el efecto casi perceptivo, no necesariamente reflexivo aún, de un mundo constantemente cambiante, nos guste o no. Es decir, nos damos cuenta en nuestras propias carnes de cómo el grupo al que pertenecemos podría adaptarse al mundo que viene. Y lo que nos descoloca tanto de sentirlo así no deja de ser la vivencia de un encuentro entre el pasado y el futuro. Estamos sintiendo como una duda y una incomodidad, la manera que tiene de avanzar el mundo.