Igor Fernández
Psicólogo
PSICOLOGÍA

Gracias

No siempre es posible corresponder a los favores o a lo que la gente hace por nosotros; al menos no en la misma medida, o con gestos similares. De hecho, hay una creencia extendida sobre el ‘pago’ de un favor o algo que alguien hace por otra persona, como si ese pago fuera equivalente a la reciprocidad, y no es necesariamente así. A menudo cuando hablamos de devolver el favor, de lo que estamos hablando es de que nos cuesta sostener la unidireccionalidad. Cuando hablamos de dicho pago no nos referimos precisamente al dinero y, especialmente en lo que se refiere a las relaciones, el dinero no puede cubrir lo que las personas deseamos hacer, ni la satisfacción de que lo que hacemos le sirva a otra persona. El dinero no puede equilibrar lo humano, no nos nutre en sí sino que sustituye simbólicamente lo dado, el tiempo empleado en ello.

Si pensáramos la cantidad de tiempo humano que se ha empleado en construir lo que tenemos, en manufacturar lo que vestimos, en generar lo que comemos, quizá nos daríamos cuenta de lo insuficiente del dinero para agradecer a los desconocidos que han empleado tiempo de su vida en algo que vamos a utilizar, a menudo sin pizca de recapacitación al respecto. Y es que hay reciprocidades que no se pueden establecer más que con tiempo dedicado a ello, o con un agradecimiento que abarque el sentido de lo recibido, su impacto en nosotros y el reconocimiento de la intención del otro al hacer lo que ha hecho por nosotros.

Hay quien dice que el altruismo no existe, que siempre actuamos en la búsqueda del beneficio propio incluso cuando creemos que no y, más allá de disquisiciones filosóficas que no tengo la capacidad de desarrollar, claro que cabe preguntarse por qué hacemos lo que hacemos, incluidos los favores que realizamos o los esfuerzos para que otra persona se sienta mejor. Lo más probable es que todo ello lo hagamos con la esperanza de que incida en el vínculo, que el objetivo último, más allá incluso de la consciencia, de hacer favores a otros sea fortalecer la influencia que tenemos en ellos y viceversa, de modo que cuando se den situaciones de verdadera necesidad, podamos contar con dicha persona. Y es que, más allá de una estrategia premeditada manipuladoramente, dispuesta a generar una predisposición a la ayuda futura –que después podremos honrar o no–, el hábito de hacer cosas por otras personas teje una red en lo social mientras que también tiene un efecto interno en quien lo ejecuta. Tener dicho hábito, incluso con desconocidos, tiene el potencial de generar en nosotros una conexión de grupo mucho más amplia, sin la cual, ninguno de los grandes avances de nuestra especie se habrían dado. Es algo así como creer que, aunque uno no lo vaya a ver, este gesto tendrá algún efecto beneficioso que continuará en otro lugar, con otra gente; e incluso que nosotros vamos a recibir el beneficio de algo que otra persona que no nos conoce estará haciendo en otro lugar.

En la cultura de lo concreto que estamos empeñados en crear, en un sistema que todo parece responder a la lógica del coste y el beneficio parece difícil pensar en que hay aspectos de lo humano que no pueden mercantilizarse ni tienen un precio, que cuidar se puede pagar pero no tiene precio, es un acto voluntario, de afecto y de honor al vínculo creado previamente a la necesidad que surge; o que construir un hogar con alguien no tiene que ver con lo bien que cocine o el dinero que tenga sino con un deseo de tener a esa persona cerca, o que incluso otros, como unos futuros hijos, se beneficien también de tener a esta persona cerca. Todo ello está más allá de una cifra o un acto equivalente, y es lo que realmente mueve el mundo, el deseo de cuidar las relaciones y soportar que a veces ese cuidado sea asimétrico. Soportemos esa ‘deuda’, dejemos que nos emocione y expresémoslo, puede ser una de las formas más atávicas de decir aquello de «cuento contigo para lo que esté por venir».