Igor Fernández
Psicólogo
PSICOLOGÍA

El caballo del miedo

Son las once de la noche, todo está en calma, te has lavado los dientes, apagas la luz y te acercas a la frontera del sueño. Y entonces, sin saber cómo ni de dónde, empiezan a sobrevolarte imágenes de situaciones cotidianas que te inquietan. En ese borde, la oscuridad empieza a llenarse de ansiedad, de miedos que crecen y crecen manteniendo la vigilia más allá de lo que tenías previsto. Para cuando te duermes, has recorrido casi todos los asuntos pendientes, algunos de ellos pertinentes, otros peregrinos, pero todos ellos con un componente de realidad en cierto grado. Al día siguiente, con la nueva actividad, la radio, el café, todo aquello parece una exageración, una preocupación excesiva que no ‘debería’ ser tan invasiva. Durante una temporada sucede algo similar por las noches, hasta que coges unas vacaciones o cambia el clima y empiezan las actividades al aire libre.

Todos hemos oído alguna vez una historia así, y más en los tiempos que corren, invadidos por el estrés y las demandas del mundo laboral o familiar. Y es que una de las facetas humanas que los estilos de vida actuales no atienden particularmente es el miedo. Somos seres gregarios, diurnos, habituados a ver y oír los peligros antes de que lleguen, pero bastante mermados a la hora de defendernos de depredadores en campo abierto o en situaciones de baja visibilidad; no somos particularmente rápidos ni fuertes y no tenemos medios de camuflaje individual ni habilidades acrobáticas.

Y, aun así, estos métodos de supervivencia palidecen ante el que es genuinamente nuestro: el grupo. Junto con la inteligencia individual, el grupo ha sido y es el principal método de supervivencia de los humanos, lo cual nos hace particularmente dependientes del mismo por mucho que creamos ser omnipotentes individualmente. Hemos dominado los principales peligros a los que estamos expuestos de forma directa, en una ilusión de omnipotencia que parece dejar nuestros miedos en un lugar de irracionalidad, de sinsentido, como si nos sorprendiera sentirnos así ‘si todo está controlado’.

Sin embargo, cuidar de esta característica, de esta emoción genuina, mirarlo de frente o al menos respetar su existencia como una faceta más, eventualmente también nos hace más fuertes. Esta aceptación nos permite aprovechar las movilizaciones que hace el organismo para adaptarse ante algo que prevé que va a venir, nos permite entresacar nuestra realidad de entre las imágenes y escenas aterradoras que nos imaginamos, y convertir la parálisis en algún tipo de acción. Algo así como si se tratara del dolor, el miedo también es un indicador de una faceta de nuestra vulnerabilidad que necesita ser atendida o cuidada para que no se produzca un daño. El dolor, como el miedo, no ‘es’ el daño, solo alerta de él o nos previene; a veces de una forma certera y otras de una manera amplificada, pretende que nos fijemos y que hagamos uso de nuestros recursos para anticiparnos. Cuando el miedo se convierte en insoportable es cuando estamos solos y nos es imposible entresacar alguna acción que nos permita prepararnos, notar nuestras posibilidades de supervivencia y nuestra fuerza, en definitiva. Se convierte en insoportable cuando tratamos de evitarlo y este, para cumplir con su propósito de avisarnos, se ve ‘obligado’ a gritar más fuerte. La acción es importante en algún punto para que la obsesión –que es realmente lo que hace amplificarse el miedo, nos acogota, nos somete y nos hace pequeños–, se reconvierta en un pensamiento útil.

Actuar puede ser hablar, puede ser salir de la cama y escribir los pensamientos que rebotan para darles una pensada más fina a la luz del día; puede ser también erradicar la fuente de peligro cortando una relación, o simplemente dar una oportunidad a la actividad física. Escuchemos, acompañémonos para hacerlo, pensemos juntos, y actuemos de algún modo. Algo así como subirse a un caballo encabritado hasta que se calme, para después galopar sobre su lomo.