Igor Fernández
Psicólogo
PSICOLOGÍA

Síntomas

Pocas cosas son tan humanas como tratar de evitar el dolor psicológico, y que esto suceda con la mayor celeridad posible. En una vida atareada, además, hay poco tiempo para arreglar realmente las cosas, así que al menos que no duelan. Y es que bajar al barro no es plato de buen gusto para nadie, y nos conformamos con ‘ir tirando’. Puede que no tengamos más opción, en muchas ocasiones, que apretar los dientes, tragar saliva y tirar ‘palante’, ya que ni mucho menos todo cae bajo nuestro control, ni nuestros recursos lo pueden todo. Todo es una palabra demasiado grande como para abarcarla, así que lo que nos queda es ir adaptándonos como podamos.

Uno de los costes que tiene la vida, lo que nos desgasta mientras la caminamos, es precisamente la impotencia y su gestión, lo finitos, limitados y escasos que somos en ocasiones para hacer que nuestro entorno cambie, las relaciones cambien o incluso nosotros mismos, nosotras mismas, lo hagamos. Es frustrante necesitar –no solo desear– que ese cambio se dé e intentar, e intentar y no lograrlo, máxime si el tema entre manos es de relevancia. Así que en algunas de esas ocasiones no nos queda más remedio que rendirnos ante la evidencia, la oposición o la carencia irreparable para seguir adelante y colocar esa ‘derrota’ en algún lugar para hacerlo.

Nos rendimos en una batalla que luchamos durante un tiempo para cubrir estas o aquellas necesidades y que tenía que ser luchada en su momento. Quizá no salió como queríamos y eso nos decepcionó, nos entristeció o nos enfadó pero nos encontramos de bruces contra un muro infranqueable que parecía no dejarnos otra opción que asumir la imposibilidad. A partir de ahí queda la pregunta en el aire: ¿qué hago con la necesidad que quise cubrir y no pude? Aquí hay que aclarar que una necesidad es algo irrenunciable, una urgencia que tiene que ser atendida para mantener la salud, el equilibrio. Los deseos son reemplazables o renunciables, las necesidades no. Quizá para resolver ese dilema en ese momento, para digerir que aquí y en estas circunstancias nuestra necesidad no se va a cubrir, nos tenemos que poner creativos, y no notarla parece la opción más sensata; como en aquella fábula en la que, cuando la zorra no llegaba a coger las uvas que deseaba, se convencía de que estaban verdes para que no le apetecieran tanto.

Nosotros podríamos desmontar la circunstancia que no nos satisface, no nos nutre y nos asegura dicha carencia en adelante, pero más habitualmente somos capaces de desensibilizarnos de la importancia de lo que necesitamos con tal de quedarnos en la situación. Quién sabe, igual tememos a la soledad si la confrontamos y eso nos da más miedo, o quizá simplemente hemos aprendido a que la compañía exige renunciar a cosas esenciales. Sin embargo, sea cual sea la estrategia y el esfuerzo, la necesidad no desaparece por mucho que la neguemos (recordemos que es irrenunciable) y sigue pidiendo su cuota de atención. A veces lo hace explícitamente, pero podemos ser muy testarudos a la hora de desoírla, así que encuentra otras maneras. Se nos presenta entonces en forma de consecuencias, de síntomas aparentemente desconectados de nosotros, sensaciones curiosas que vivimos como ajenas y tratamos como tal –recordemos que nos hemos empeñado en negar la necesidad para seguir adelante, así que es lógico que no recordemos dónde empezó todo–.

Entonces, lo único que nos queda para volver a estabilizarnos cuando hemos olvidado lo que necesitábamos es tratar el síntoma; quizá tiramos de ansiolítico, por ejemplo, o de una técnica mecánica para calmarnos y lo repetimos las veces que sea necesario, volviéndonos dependientes del síntoma y su paliación. Deshacer entonces el camino hasta la necesidad inicial es hacer el camino hacia la identidad, al encuentro de lo que para mí fue y es importante, irrenunciable, y poseerlo para que los síntomas dejen de ser necesarios para que nos enteremos de qué va nuestra propia historia.