Kike Gómez
Montes para todos

Yo también subo al monte

Para las personas con diversidad funcional, ir al monte puede resultar un ejercicio muy complicado. La asociación alavesa Montes Solidarios se encarga de organizar salidas para que personas con problemas de visión o de movilidad puedan disfrutar y sentir el placer que desprenden los entornos naturales.

Entre cinco y seis personas se encargan de transportar la silla Joëlette por el monte.Fotografía: Kike Gómez
Entre cinco y seis personas se encargan de transportar la silla Joëlette por el monte.Fotografía: Kike Gómez

Acceder a la montaña no es fácil. Una vez que acaba el asfalto, todo se vuelve escarpado o pedregoso o embarrado o todo a la vez. Por eso, para las personas que no ven o no ven bien; o para las que no pueden caminar o no caminan bien, la montaña ha sido un lugar místico, inalcanzable; solo conocido a través de los relatos de esas personas que sí ven y también caminan y suben y suben y alcanzan los picos más elevados. La asociación Montes Solidarios de Araba trata de acercar el monte a quien quiera, incluidas las personas con dificultad visual, motriz o cognitiva.

—Adolfo, que no nos caigamos…

—Tranquila, que no nos caemos.

—Está lleno de barro, ¿eh?

—Es que ha llovido esta noche.

La única rueda de la silla Joëlette acaba de saltar por encima de una piedra suelta en medio de un camino empinado, plagado de cantos hundidos en el barro y Maia se ha asustado; pero ni Adolfo, ni Iñaki, ni ninguna de las otras cuatro personas que rodean y empujan la silla hacia arriba dejarían que la pequeña Maia cayese al suelo.

Iñaki abre camino con un arnés atado a su tronco con el que tira de la silla hacia adelante. Adolfo está justo detrás sujetando la silla en el frontal. Al lado derecho y al izquierdo, equilibrando la silla, hay otras dos personas más. Una última, detrás, empuja y activa el freno en caso de necesidad. Otras dos más rondan cerca para turnar cada 20 minutos a los que están activos.

—A veces pasa un poquito de miedo –dice Maura, madre de Maia, al tiempo que acaricia la cara de su hija sin dejar de avanzar ya por un terreno menos resbaladizo–. Se asusta porque les oye a ellos darse instrucciones y luego los desniveles y tal… pero lo pasa muy bien. Es parte de la aventura.

—Y a ti, ¿te da miedo?

—No… –ríe–. A mí ya no me da miedo nada.

Maia está contenta por su “aventura” y también porque va a cumplir 12 años dentro de poco. Se inclina sobre la silla con mirada atenta y el pelo negro oculto bajo un gorro de lana y el casco obligatorio que llevan todos los usuarios de la silla Joëlette. Maia tiene parálisis cerebral , pero no es la primera vez que sube al monte.

—Ya hace un tiempo que me costaba subir con mis hijas. Cuando Maia era un bebé aún subíamos al monte, pero al crecer… no puedes –dice Maura, quien roza los cincuenta y se confiesa enamorada de la montaña como todo buen vasco–. Quieres ir a un monte como este, pero es imposible. Al final, tus amigos también se cansan de hacer pistas y, bueno, la relación se va enfriando. Entonces apareció Montes Solidarios y lo cambió un poco todo. Me permite venir a mí, que me encanta, y también que venga ella.

Unai, dejándose guiar por el equipo de Montes Solidarios.

El mismo camino para todos. Al mirar hacia arriba y ver la ladera bien empinada y escarpada tengo dos posibilidades: puedo asustarme o puedo motivarme. Nico mira, pero no puede ver aunque, del mismo modo que yo, orienta sus ojos azules hacia la cima y se motiva igual y su corazón late de la misma manera por el reto que tiene delante. Un corazón de 72 años que sigue disfrutando del monte alavés, aunque siempre haya sido más un montañero de bocata y bota de vino que de club de montaña.

—¿Dónde estamos, Nico?

—Esto parece tierra –dice arrastrando el pie derecho sobre un suelo de arena: ras, ris, ras–. Huele a naturaleza, a campo... El olor, el tacto y el oído los desarrollas mucho.

Miope de niño, Nico fue perdiendo vista hasta que con 35 años tuvo un desprendimiento de retina que le dejó prácticamente invidente; aun así, el resto de sus sentidos no le engañan. Tiene razón. Estamos en pleno Valle de Zuia, avanzando en dirección a la cumbre donde se encuentra el Monasterio de Oro (841m) por un sendero rodeado nada más que de matorrales bajos a ambos lados del camino que son agitados por un viento templado y el sol, que asoma tímido de vez en cuando tras nubes espesas.

Con la mano izquierda Nico sujeta un bastón, mientras que con la derecha se agarra fuerte a una barra direccional proporcionada por Montes Solidarios. Se trata de una especie de pértiga de algo más de dos metros que sujeta en medio de otras dos personas más: una guía, voluntaria de la asociación, que va en el extremo delantero informando de la clase de terreno que hay, y otra en el extremo contrario, que hace las veces de timón.

—Este terreno es de barro con piedra suelta mezclada con raíces –dice Lidia abriendo camino con la barra–. Si veo que se estrecha el camino o que hay ramas, también tengo que avisar. Pero es un placer acompañarles porque confían muchísimo. Es un placer.

—¿Tú te fiarías igual?

—Yo he probado la silla en los cursos que hacemos y… jo, les admiro –dice Lidia sin perder la atención en el camino–. Lo primero que te viene a la cabeza es la inseguridad. Verte que estás ahí atado… Todos deberíamos pasar por ello para ver lo que supone. Al final la única forma en que aprendemos es viviéndolo en nuestra propia carne.

Pau, Juanma, Rebeca, Raquel y Adolfo.

En la parte posterior de la barra camina Lier, hijo de Lidia, de 8 años de edad. Observo que el chico hace medio giro con la muñeca que sujeta la barra; un sutil gesto con el que acaba de indicarle a Nico que hay una curva hacia la izquierda.

En Montes Solidarios hay unas 15 personas que pueden actuar como guías y unas 160 personas asociadas que abonan una cuota anual de 10 euros para una persona o 15 euros para dos. No todas hacen todas las salidas, ni todos los fines de semana que se proponen desde la junta; pero desde que comienza la temporada, usuarios y familiares –madres, padres, cónyuges o hermanos– alaveses que quieren visitar el monte acompañados, ya fuesen aficionados con anterioridad o que han encontrado un lugar donde socializar con otras personas, llenan al menos un autobús de unas 50 plazas.

La formación como guías para este colectivo no es específica. Para el manejo de la silla Joëlette y de las barras direccionales tampoco existe una formación reglada, pero sí que hay cursillos internos donde se enseña todo lo que hay que aprender para realizar este tipo de salidas. En cuanto a las rutas, desde la asociación no buscan rutas accesibles como tal, pero sí «que permitan una accesibilidad con las herramientas que nosotros llevamos. No son recorridos que personas con diversidad funcional pudieran practicar por sus propios medios, pero sí para que las personas que les acompañan no requieran de una experiencia ni media ni alta en montaña», dice Rafa Miguélez, vicepresidente de Montes Solidarios.

Desde la década de 2010, en el Estado español hay diversas asociaciones que trabajan en el mismo ámbito: Peña Halcón en Madrid, Rodamunt en Catalunya o la Federación de Deportes de Montaña, Escalada y Senderismo de Castilla y León. Montes Solidarios nació en 2016, después de que Josu Vázquez, el presidente, terminara su participación en la Ultra Trail del Mont Blanc –la que se considera la carrera a pie de trail running más prestigiosa del mundo–. En la cima del monte francés Josu pensó: «Todo el mundo tenía que tener la oportunidad de ver y sentir lo que yo estaba viendo y sintiendo en ese momento».

En cualquier caso, el objetivo principal de la asociación no es organizar actividades para un determinado colectivo. «Lo que queremos es promocionar actividades de montaña en las cuales todas las personas tengan cabida», explica Rafa.

—Llevo varios años viniendo aquí con ellos –dice Nico cogiendo aire después de otro alto en el camino–. La experiencia es magnífica. Pero más que por la naturaleza, que también me gusta mucho, es por la compañía. Estar con esta gente, que es maravillosa, es estupendo. Te ayudan muchísimo.

Nico está casi a la cola del grupo, a la misma altura que la silla de Maia y otras dos más. Unos metros por delante hay otro grupete con alguna barra direccional y una silla Joëlette más. Entre ellos marcha Blanca, la mujer de Nico, muy concentrada en sus pisadas y, en cierto modo, despreocupada de lo que ocurre más atrás.

—Totalmente… –sonríe cuando le pregunto–. Es que es un día en el que puedes decir: voy un poco a mi bola. Yo decía que para el monte se me había pasado la edad, pero con este grupo es una manera de ir a la naturaleza con más gente y estar más protegidos.

Las partes más embarradas, escarpadas o boscosas son donde más atención pone el equipo de Montes Solidarios, pero también donde más disfrutan los usuarios.

Salud y seguridad. Durante una de las paradas programadas cada 20 minutos para que se realicen los relevos en los puestos de la silla, se ultiman las instrucciones para los nuevos voluntarios que tienen su primera prueba de fuego.

—Esto tiene que ir todo el tiempo tenso –le dice Josu a Carmen, nueva en la asociación, quien lo escucha con atención, y también un poco nerviosa–. Si no se tensa, tienes que bajar el ritmo. Y tienes que avisar a Héctor para que tire un poco más…

Carmen se coloca sosteniendo la parte delantera de la silla, justo por detrás de Héctor, quien tira hacia delante con el arnés atado a su cuerpo.

En otra silla viaja Unai, quien en varias ocasiones intenta que paren el avance y le dejen bajar para hacer el siguiente tramo a pie a pesar de la dificultad. Tras unos minutos de negociaciones, Josu le sugiere que siga en la silla. «No es miedo, ni inseguridad… a muchos lo que les pasa es que no nos quieren ver sufrir a nosotros», explica Josu. «Es difícil entender que para nosotros es un verdadero placer acompañarles».

Para Montes Solidarios la seguridad es lo primero y, después, el disfrute. «No hay que correr ni llegar más alto», dice Josu, «solo disfrutar. Si hay alguien que tiene miedo, todo el grupo se gira y se da media vuelta. No se fuerza nunca».

A pesar de la atención que todo el mundo pone en el siguiente paso, algunos tropezones son inevitables, como le puede ocurrir a cualquiera que sube al monte. También hay alguna caída, como la de Aitziber, una niña con síndrome de Down que tropieza en una de sus múltiples carreras arriba y abajo junto a los niños con los que juega. Su madre se acerca hasta ella con tranquilidad y la consuela.

—No es nada –me dice–. Está encantada. Si hasta tiene los días de salida apuntados en la agenda. Y yo más contenta todavía. Al final, los niños con síndrome de Down son más vaguetes y esto les viene muy bien.

Virginia Alcaraz Rodríguez, la actual responsable del comité de Deporte Adaptado de la FEDME (Federación Española de Deportes de Montaña y Escalada) y del área de Montañismo Inclusivo de la Federación Andaluza de Montañismo, publicó en 2020 una guía didáctica de deporte inclusivo en la que también hacía mención a los beneficios para la salud física y emocional en personas con diversidad funcional que traen las salidas a la montaña, como el incremento de autoestima y socialización, el freno del deterioro cognitivo o el estímulo del afán de superación.

No es la única; cada vez es más habitual encontrar publicaciones científicas que hablan de los beneficios de las actividades físicas para personas con diversidad funcional física o intelectual. Los beneficios se muestran tanto a nivel físico, social y psicológico, explican los autores de “Actividad física en poblaciones específicas: de la teoría a la práctica”, publicado por la universidad de Zaragoza en 2017.

Las vistas de la ascensión desde el Monasterio de Oro.

La montaña, mágica.

—¿A qué huele ahora, Nico? –le pregunto.

—He olido a setas hace un poquito, pero no habrá, supongo.

—Huele como a romero o a pino –interviene Rebeca, una chica de 14 años que viene un poquito más atrás, agarrada como Nico a una barra direccional por sus problemas de baja visión.

Estamos llegando a la cima. Solo queda un pequeño tramo empinado por un estrecho sendero que discurre entre árboles y matorrales que nos obligan a agacharnos a todos al pasar. Después de la zona de barro, es el tramo más complicado para transitar con la silla. En este momento se suceden las órdenes de los guías, quienes suben el tono de voz para hacerse escuchar, para darse ánimos y acompasar el empuje, al tiempo que se produce un poco de revoloteo de ir y venir mientras los demás quedamos en silencio escuchando también las pisadas sobre la hojarasca y algunos enganchones de la ropa con las ramas. Al final, poco a poco, las tres sillas, las tres barras y el resto del grupo conseguimos alcanzar la cima de Oro.

El equipo de Montes Solidarios cuenta con una amplia base de socios.

Las nubes van desapareciendo del cielo y apenas queda rastro del viento.

—¿A qué huele ahora? –le pregunto a Rebeca, sentada con Aitziber a un lado, que ya ha olvidado su tropezón, con el buzón de la cima a la espalda.

—Huele a comida –ríe –. A dulce, a fruta y también a hierba húmeda.

Justo frente a ella está Nico comiendo una onza de chocolate y también algunas almendras que le ha dado Blanca. La madre de Rebeca saca unas mandarinas de la mochila. Todos aprovechan para comer el almuerzo.

—Este es el momento que más me gusta: llegar a la cima y ponernos todos en la campa a almorzar –dice Rebeca –. Pero el camino estrecho y con las escaleritas de roca y el barro también me ha gustado... Me gusta complicarme la vida un poco.

Rebeca se ríe.

Para Rafa, para Josu y demás miembros de la asociación la montaña es un lugar único donde florecen sentimientos muy especiales: el compañerismo, la solidaridad y el esfuerzo, acompañados de entornos visuales muy atractivos. «Si a eso le sumas determinadas reacciones en personas que, por lo que sea, habían desestimado el acudir a estos espacios y ves las caras de satisfacción… Jo, es un chute de… de algo muy emocionante. Y no hay nada que agradecer. Nos gusta ir al monte y nos gusta ir acompañados. Entonces unas veces voy con mis amigos, otras con mi familia, otras con el club de montaña y otras con la asociación. Quiero decir que yo estoy disfrutando como ellos de ir al monte», explica Rafa.