Igor Fernández
Psicólogo
PSICOLOGÍA

De fantasmas y sueños

Quien más y quien menos le da vueltas a la cabeza. A veces sobre asuntos de importancia, otras, más banales, pero siempre sobre lo que habla de nosotros, de nuestra manera de estar en el mundo. Todo lo que pensamos lo hacemos desde el lugar único de nuestra subjetividad y, desde ella vamos recorriendo la imaginación, nuestra capacidad de análisis y nuestra experiencia; y de cada parada obtenemos algo relevante que termina conformando eso que nos ronda la cabeza.

Esa enorme fuerza que tiene nuestra mente en esos trayectos internos para proyectar y analizar, para soñar, a veces en determinadas etapas de la vida se nos va de las manos, y termina dando a luz por dentro a pedacitos de nosotros mismos, de nosotras mismas, que se quedan congelados con una entidad propia.

Si hemos hecho mucho esfuerzo por afrontar una determinada situación, si esta nos colocó en una posición difícil o incierta y tuvimos que reaccionar con velocidad para sobrevivir o adaptarnos, quizá algo en todo ello nos deje un poso de duda, de sobreesfuerzo, de dolor; y, pasado el tiempo, ese eco sigue resonando como si hubiera algo incompleto. Sería algo así como si se instalara un personaje que nos representa en ese recorrido interno por esa época, que se nos parece y que preserva, ante el paso del tiempo, la posibilidad de ‘haber hecho algo diferente’. Cuando nos queremos dar cuenta, se ha instalado en nuestros recuerdos un ente con cierta melancolía con una tonada recurrente: “si hubiera…”, y cada frase continúa contando una historia distinta. “Si hubiera terminado de estudiar…”, “si hubiera vuelto a mi pueblo en su momento…”, “si hubiera insistido un poco más…”, etc. Habitualmente, cada una de estas proposiciones termina con un deseo frustrado, una necesidad que nunca se cubrió, un resultado que podría haber tenido algún efecto mágicamente transformador.

Sea como fuere, el final de esa frase melancólica al mirar atrás, puede también hablarnos del futuro. Sin embargo, cuando escuchamos en la mente a este personaje que vaga como un fantasma por los pasillos de la vida que no pudo ser, las reacciones y sensaciones pueden no ser particularmente agradables y querríamos no escuchar. Pero a veces su lamento nos conmueve por su melancolía o por su amargura, como si viéramos a la madre de un marino que mira al horizonte a la espera de un barco que nunca llegará; otras veces nos irrita por su crítica velada e irreversible ante una elección que considera errónea; otras tratamos de cuidarla, prometiéndole una nueva oportunidad, un nuevo escenario, que nunca le es suficiente o que muy pocas veces llega; y cuando lo hace, no suele encajar porque ya las circunstancias son otras. Ese fantasma. Y, como en todas las historias de fantasmas, ese espectro de lo que no fue puede atormentarnos, apareciéndose en nuestra vida de hoy en el momento más inesperado, asustándonos a nosotros y a quienes puedan estar en ese lugar con nosotros.

Su irrupción, abrupta y disruptiva, tiene la capacidad de anular nuestra visión de hoy para imponerse, hasta que atendamos sus lamentos y completemos su historia. Y quizá, también como en todas las historias de fantasmas, es en su lamento donde reside su capacidad de ayudarnos a crecer. Más allá de la magia, ¿qué sigue siendo relevante para mí hoy de –siguiendo los ejemplos anteriores– estudiar, de volver al pueblo o de permitirme insistir cuando creo que necesito hacerlo? ¿Qué sucede si entrevisto a mi fantasma y le pregunto qué necesita, qué me quiere decir? Porque quizá entonces descubra que tengo oportunidad hoy de crear las condiciones de estudiar o de apreciar lo que hice en su lugar, o quizá descubra que hay algo en volver a mi pueblo que me une a mis raíces de las que me he alejado, o que insistir en aquello que es importante para mí me permite tener voz o notar que tengo poder. Si tenemos la suerte de tener un fantasma, lo que podemos hacer por él es traducir sus lamentos en sueños, y entonces, descansará.