Ibai Azparren
Aktualitateko erredaktorea / Redactor de actualidad
Elkarrizketa
Ane Sagües Abad
Creadora escénica y actriz

«Es muy pretencioso pensar que puedo cambiar las cosas desde mi obra»

De familia teatral, Sagües debutó a los 14 años antes de formarse en Madrid. Después cofundó Las Nenas Theatre, y ganó su primer premio por «Ramos y Gramos». Su obra «Torcidx» fusiona autoficción, estética queer y crítica generacional. Galardonada con el Premio a la Promoción del Talento Artístico, su teatro interpela al espectador desde la vulnerabilidad del cuerpo en escena.

(Iñigo Uriz FOKU)

Ane Sagüés Abad (Etxauri, 1998) ha encontrado un lenguaje escénico que mezcla violencia estética, trauma, humor negrísimo, pensamiento crítico y autotune. Su teatro no viene a explicar ni a salvar: viene a manchar, a empujar al espectador a ese punto incómodo donde la risa y el colapso se pisan los talones. No hay redención. Y, si alguien busca mensaje, ya lo dice ella: «No me interesa lanzar un mensaje, nuestra obra es una experiencia que el público tiene que transitar con nosotras».

Criada entre bambalinas, focos y ensayos -es hija del director y dramaturgo Ángel Sagüés y de la productora y actriz teatral Asun Abad, al frente de compañías como T.E.N. Pinpilinpauxa o Atikus-, Sagües se formó rodeada de escena desde mucho antes de pisarla. Sin embargo, su teatro es profundamente generacional. No porque represente a nadie, sino porque habla en un idioma que reconoce el glitch emocional como herencia compartida: precariedad, ansiedad, disforia, cultura del esfuerzo y el anhelo constante de apagarse un rato sin que nadie te llame productiva.

Ganadora del Premio a la Promoción del Talento Artístico del Gobierno de Nafarroa, la creadora y actriz forma parte de una escena joven que no teme mezclar referencias bastardas, excesos pop y autoficción sin moraleja. En “Torcidxs”, su pieza más reciente, no hay consuelo: hay cuerpos desnudos, letras de trap, divas destruidas y, sí, comentarios sacados del Instagram de Leticia Sabater lanzados como si fueran poesía urbana.

Tras conocer a Cristina Tomás en el Laboratorio de Teatro William Layton de Madrid, ambas crearon la compañía Las Nenas Theatre, y su obra “Ramos y Gramos” ganó el primer premio en Encuentros de Arte Joven. Su trabajo no busca pedagogía ni complacer al espectador; le interesa, más bien, descolocarlo. Empujarlo al borde del colapso emocional con ironía, sinceridad y un uso escénico del cringe como herramienta política.

7K se encuentra con ella en Iruñea, justo antes de que se largue -sin drama ni nostalgia- a esquivar sanfermines como quien huye de una conversación de ascensor que se hace interminable. Hablamos de referentes, del cuerpo en escena, de la disociación como lenguaje y del placer de hacer teatro desde el fallo. Lo que sigue es una conversación sin filtros, como sus obras: punzante, contradictoria y, por supuesto, honesta.

(Iñigo Uriz | FOKU)

¿Esperaba el Premio a la Promoción del Talento Artístico? De hecho, como nadie me iba a presentar, me presenté yo misma. Le escribí a gente que conocía del mundo del arte, con quienes había coincidido a lo largo de mi trayectoria, en residencias y procesos. Les pedí cartas de recomendación y presenté mi candidatura. Así que, en parte, fue sorpresa -porque sé que es difícil que te lo den, hay muchas propuestas potentes-, pero al mismo tiempo también lo había buscado.

El premio se lo dieron por «la creación de un lenguaje alternativo». ¿Usted cómo lo interpreta? Últimamente le estoy dando muchas vueltas a eso. ¿Sabes cuando escuchas algo tantas veces que ya te lo crees o lo cuestionas? Pues eso. Y no sé hasta qué punto es realmente alternativo. Creo que todo está inventado y vamos apropiándonos y haciendo collage de las cosas que nos van interesando.

¿Cómo surge la idea de «Torcidxs»? ¿Fue una motivación personal o artística? Llevo años con esta idea. Fue antes de empezar con Las Nenas, por 2019 o 2020, en plena pandemia. Cuando Cristina y yo nos juntamos, yo estaba dándole vueltas a un proyecto que imaginaba como un monólogo que era algo así como la deconstrucción de la Barbie. Años antes de que saliera la peli, ¿eh?

Me imaginaba algo tipo Bad Gyal, literalmente. Una Bad Gyal desmoronándose. En un escenario tétrico, con las uñas puestas, peluca, pestañas postizas… e iba arrancándose todo en escena: las uñas, los ojos. Algo muy gore. Tenía presente esa cosa de la mujer perfecta, pero también la Barbie que lo empieza todo y no termina nada. Que tiene todas las profesiones del mundo, pero todas a medias. Y eso, creo, fue el germen de “Torcidxs”.

Años después, tras la primera obra que hicimos juntas, Cristina y yo retomamos esa idea para crear algo nuevo. Partía de ahí, pero también de la necesidad de hablar de nuestras propias vivencias. Al principio lo planteamos como algo muy autoficcionado, pero luego se fue alejando de lo personal. Aunque hay cosas que nos atraviesan, no queríamos algo tan realista.

Luego nos centramos más en definir la temática, en concretar qué queríamos investigar sobre violencia estética. Y claro, ahí también surgieron las referencias: toda la estética dosmilera, Paris Hilton, las Gemelas Olsen...

¿Y Britney Spears? Sí, claro. Todo ese universo de divas del pop. Se ha construido una narrativa sobre ellas, como si hubieran perdido el hilo. Pero, ¿realmente lo han perdido? ¿O es que han sufrido tanta violencia que se han vuelto locas, o la sociedad directamente las ha destrozado, sin piedad?

¿Por qué ese universo de iconos rotos resulta tan atractivo? Pues no lo sé. Pero creo que tiene que ver con que empatizamos con eso. Con el éxito, que es algo súper ambiguo, que puede significar muchas cosas. Y con el fracaso, que también lo vivimos todo el rato. Y, sobre todo, desde la perspectiva queer y desde la perspectiva de género, es algo que nos atraviesa constantemente. Tenemos esos iconos, y nos encantan, sí, pero también nos fascina su decadencia. Nos interesa el downfall. Esa luz, ese éxito, y también las sombras. De hecho, la obra se acerca a esa imposibilidad de ajustarse a una perfección.

¿El fallo es una herramienta o es algo a evitar? Es una herramienta. Y también es algo que siempre se ha intentado evitar, pero que al final acaba ocurriendo. Y eso es maravilloso. A nosotras nos encanta. Es algo que ahora estamos reivindicando. El fallo ha sido siempre algo a corregir, pero cuando aparece… tiene una potencia brutal. Poder trabajar con él, reconciliarse con él, ponerlo en escena... es genial.

Dice que trabajan desde una estética queer. ¿Cómo se relaciona eso con su vida? Estamos totalmente atravesadas por eso. Lo queer está en la obra porque está en nosotras. Y todas, de una forma u otra, venimos de vidas no normativas. Todas pertenecemos de alguna manera al colectivo. Pero lo queer no solo como identidad o como política, sino también como lo raro, lo no normativo. En lo estético y en lo no estético.

(Iñigo Uriz | FOKU)

¿Hay cosas que solo se pueden decir desde lo torcido, desde lo raro? Yo creo que sí. O al menos a nosotras nos pasa. Es como una forma de estar, algo que vivimos todo el rato: lo torcido, lo incómodo. Y es precisamente desde ahí desde donde podemos decir muchas cosas. Porque, si lo dijéramos desde un lugar neutral, sonaría pretencioso. Pero si lo llevas a un lenguaje grotesco, super incómodo, puede que sea más fácil de escuchar.

En escena se desnuda completamente. ¿Qué papel juega el cuerpo en este proceso? Todo. Desde el principio sabíamos que el cuerpo tenía que estar ahí, literal y simbólicamente. Durante el proceso de creación, nos preguntábamos: ¿qué línea hay que cruzar para bautizar un cuerpo como torcido? También hablábamos de sacrificio. De cómo tenían que ser cuerpos normativos, que transmitieran una idea de perfección, para luego deformarlos. Y eso ha acabado pasando. Cristina y yo elegimos a Maddi y a Jon Muñoz, en parte porque veíamos algo más normativo en ellos. Incluso funcionaban como dobles: ellos podían llegar a lugares a los que nosotras no. Eso también atraviesa cuestiones como la disforia. En mi caso, haber querido tener un torso masculino, esculpido, como el de Jon. Algo que, para mí, solo sería posible a través de operaciones. Y esa imposibilidad también está ahí. Todo eso ha aparecido en escena, y el desnudo es una parte más de ese proceso.

En «Torcidxs» también tocan el tema de las redes sociales. Ha hablado de lo normativo, pero también juegan con lo absurdo... Hay textos que están construidos literalmente con comentarios del Instagram de Leticia Sabater. Hay una escena entera que es eso. Comentarios tipo: “Leticia, no te cansas de trabajar”; “Por si a alguien le interesa, en Tarazona de la Reina son fiestas del 27 al 7 de septiembre”; “Un consejito, pon las provincias en mayúsculas”. Y, claro, tú lo ves en escena e igual piensas; qué creativo. Pero qué va, es el muro de Leticia Sabater (ríe).

¿Y usted cómo se maneja en redes? Yo consumo muchas redes, tengo cultura de internet e incluso podría decir que he sido un poco niña rata. Es una cultura que me ha formado. Está en lo que hago, en cómo pienso. Me encanta Juana Dolores, La Pringada, Junior Healy… Estoy en Twitch solo por él. Hace true crime con perspectiva queer y se define como gaycel, un incel marica. Y todo eso también está en la obra: esa necesidad de comentar, de opinar sobre la opinión, de hacer una review de la review.

Una de las cosas que más llama la atención es el uso del autotune en su obra. ¿De dónde viene esa decisión? Pues de muchas cosas. Para empezar, porque hay un contexto musical que nos interpela muchísimo, que es súper referencia. Además, Cristina y yo siempre decimos que queríamos ser estrellas del pop. Como no sacamos música, pues la metemos en nuestras obras. Y, claro, como no cantamos bien, pues autotune.

¿Qué papel juega el espectador en su trabajo? ¿Le interesa más que entienda, que sienta, que cuestione o que simplemente se sienta incómodo? Un poco de todo. Si cuestiona, guay; si se incomoda, también. He recibido críticas malas y no las viví como un ataque: “me sentí violentado”, “no sabía dónde poner el foco”... ¡Perfecto! Ese era el objetivo. No creo que sea una obra para entender. Hay tanta información que, si intentas abarcar todo, te da ansiedad. Puedes disfrutarla cuando decides poner el foco en algo y dejas de intentar controlarlo todo. Hay muchas capas, muchas imágenes. Me gustan las piezas que te dejan una resaca, que vuelves a ellas, como pasa con ciertas pelis o libros.

¿Le reconforta tratar emociones densas desde la comedia? Totalmente. Vivimos obsesionadas con la serotonina constante, la estimulación, las vidas perfectas de Instagram... Y la comicidad es una herramienta muy guay para hablar de cosas violentas. En “Torcidxs” te ríes y a la vez te pincha. Y eso descongestiona. Cristina y yo somos unas quejicas -todo el rato estamos mal, aunque no es verdad- y eso también está en lo que hacemos. También durante el proceso pensábamos mucho, ¿cuál es el mensaje? Es que igual no hay un mensaje y es una experiencia que el público tiene que transitar con nosotras.

¿No viven en una tiranía de la eficiencia también en el teatro? Sí, total. Hay un sistema de producción que te obliga a crear según el calendario de subvenciones. Todo está delimitado: en otoño se estrena todo lo del Gobierno de Nafarroa, por ejemplo. Dependemos de las ayudas, y eso marca los tiempos. Y, claro, como soy freelance, tengo mi compañía y además trabajo en mil cosas. Sería fantasía escapar de eso. Mi sueño: que nos patrocine Adidas o Red Bull. Hacer la obra con el vestuario de Adidas, por ejemplo. En algunos sitios como en Barcelona se ha llegado a hacer, y puede que aquí termine llegando. Si es así, que nos llamen, por favor.

¿Cree que a esta generación se le exige demasiado? ¿Que nadie reivindica el descanso, el no hacer nada? Total. Pero también eso es un privilegio. Esta exigencia es la vitamina para seguir en el sistema. Nadie dice “hasta aquí”. Es más fácil seguir en la cultura del esfuerzo. Creo que lo que hacemos sirve para reflexionar, pero también es muy pretencioso pensar que desde mi obra subvencionada por X voy a cambiar algo. Estoy súper agradecida por las ayudas. ¿Qué voy a decir? Las necesito. Va unido a la precariedad.

(Iñigo Uriz | FOKU)

El teatro siempre ha formado parte de su vida casi desde antes que naciera. Su familia tiene una tradición cultural, teatral, que no ha querido dejar escapar. ¿Lo tenía claro desde el principio? No. O sea, de hecho, siempre me ha dado mucha vergüenza. Cuando veía actuar a mis padres, me quería morir. Era como: “¿pero qué hace esta gente?”. Tengo imágenes traumáticas de pequeña viendo a mi madre hacer movidas encima del escenario y pensar: “¡qué horror, que alguien pare esto, por favor!”.

Pero de pequeña ya participaba en las obras. Sí, pero yo me apuntaba a los talleres de mis padres solo para estar con la gente. A mí me gustaba el salseo, me divertía mucho. Lo importante era no perderme nada. FOMO total.

¿Cómo era crecer en ese ambiente? ¿Cómo era esa vida de ser artista desde tan joven? Pues no sé. Supongo que otra gente habrá vivido otras cosas, y para ellas eso será lo normal. Para mí esto lo fue. Y, claro, ahora soy mucho más consciente del bagaje que tengo, de la trayectoria, del privilegio de haber mamado teatro desde pequeña. Ahora sí veo todo lo que me ha dado.

Y luego estudió teatro en Madrid. ¿Tenía ganas de salir de Etxauri, de Iruñea? ¡Totalmente! O sea, yo me fui a Madrid porque quería irme de aquí, no porque quisiera estudiar teatro. En ese momento para mí era más importante la experiencia vital: salir de casa, vivir en una ciudad grande, perderme, desahogarme.

¿Y eso de entrar en la vorágine de crecer, de producir, de castings? ¿Le iba ese rollo? Pues he hecho castings y no me han cogido en la mayoría, la verdad. Así que también fue como: “mira, me gustaría montar mi propio proyecto y salirme de ese sistema". Y con el tiempo me he dado cuenta de que también soy creadora. Me interesa estar en proyectos donde pueda crear, aportar, donde mi creatividad esté implicada. Pero también me encanta ser actriz, así que estoy abierta a lo que venga.

Pero hay temporadas sin proyectos, ¿no? ¿Cómo se gestiona la autoestima en esos momentos? Como puedes. Yo me dedico solo a esto, pero Cristina, por ejemplo, ahora trabaja en Correos por la mañana y actúa por la tarde. Es agotador. Y sí, aunque vivas de esto, hay temporadas mejores y peores. Es militancia pura. Porque ricas no nos vamos a hacer, te lo digo.

¿El futuro impone? ¿Da miedo pensar en lo que viene después de tanto reconocimiento? Sí, claro. A veces lloro, eh. En plan: “mierda, ¿qué he hecho?, no quiero”. Tenemos un proyecto bastante heavy para el año que viene y me da miedo. Me entra el síndrome de la impostora: no voy a saber, estoy engañando a todo el mundo, no soy tan buena como creen. Ahora que he ganado el premio es guay, pero digo, joder, ahora voy a tener que cumplir con algo que es mentira.

¿Se prepara para sanfermines? Me voy a ir. Corriendo. No me gusta nada. Hace dos años trabajé en San Fermín y dije: nunca más. Es como una peli rara. Todo se deforma. Como “El show de Truman” o “El día de la marmota”. La ciudad se convierte en decorado. Mi calle, la tienda donde compro, ya no existen. Todo está disfrazado. Todo el mundo vestido igual. Me agobia muchísimo.