Síndrome del impostor

En multitud de contextos, particularmente profesionales pero también relacionales, hay personas que cuestionan su lugar en ellos, como si no terminaran de pertenecer al lugar en el que están o como si otros pensaran que son un ‘engaño’. El efecto directo es que los logros propios se miran con recelo en lugar de orgullo, o lo que resulta es un miedo a la exposición, a que las personas de alrededor piensen que el lugar que ocupamos no es nuestro, o que, en otras palabras, no somos suficiente.
Durante un tiempo, nos entrenamos en hacerlo bien, en ir consiguiendo a base de esfuerzo lo que nos proponemos, y, como parte de ese recorrido, vamos sobrepasando nuestras incapacidades y avanzamos, como podemos. A veces, no nos da tiempo a apreciar lo que hemos aprendido, o a integrar en la nueva visión de sí, las capacidades que vamos adquiriendo, al tiempo que nuestra inexperiencia va disminuyendo. Es un gran esfuerzo a veces superar una visión limitada de sí, ampliarla con un conocimiento, comportamiento o actitud que nos lleva más allá.
Tanto es así que, cuando notamos que nos hemos alejado demasiado con respecto a lo que conocemos de nosotros, de nosotras, a nuestra versión histórica, y nos hemos superado innegablemente, nos entra el vértigo. Y entonces nos frenamos en lugar de simplemente seguir. Empezamos a imaginar esas escenas que describimos más arriba, en las que se descubre lo que hemos intentado superar -y tapar- para seguir. A partir de ahí, hay un riesgo de dejar de seguir probando lo que acabamos de descubrir, o retirarse de oportunidades interesantes para evitar ser ‘descubiertos’.
A partir de entonces, avanzamos como avanza un coche con el freno de mano echado, que continúa pero sin cuidar de sí mismo, desgastándose, al punto de quemar los componentes y dañar el motor. En nuestro caso, continuamos por la senda, pero con una sensación de peso que convierte nuestro deseo en temor y nuestros intentos en riesgo. Abrazar la nueva realidad es imprescindible aunque desconcierte. Y es que ese síndrome del impostor es una señal inequívoca de estar creciendo. La realidad es que ya no somos quienes no sabían nada de determinado tema, quienes no tenían experiencia.
Si comprobamos los hechos, comparando dónde estamos con dónde estábamos cinco años antes, si compartimos el miedo a crecer y empezamos a celebrar alguno de nuestros éxitos con gente que no nos exija más de lo que podemos dar, si dejamos que la perfección se quede en lo teórico -el único sitio donde realmente existe-, cultivamos la compasión por nosotros, por nosotras, compartimos nuestros fallos en lugar de esconderlos, y lo aceptamos como es; del otro lado nos encontraremos no con un impostor o impostora, sino con una versión un poco más madura de nosotros mismos, de nosotras mismas.
Navidades invertidas

«Ser los más salvajes tiene su belleza, y yo ahí me siento muy cómodo, porque es coherente con lo que pienso, digo y hago»

Mantala jantzi, ondarea gal ez dadin

El mercado de Santo Domingo, a debate

