Miguel Fernández Ibáñez
MOLDAVIA

Moldavia, entre la estrella y la hoz

La lucha de poder entre Rusia y la Unión Europea por el control de las ex repúblicas soviéticas encuentra en el país más pobre de Europa un terreno proclive para continuar la desestabilización iniciada en Ucrania. Otro problema más para una sociedad acostumbrada a emigrar por la corrupción endémica.

La estrella, la hoz y el martillo adornan la mayoría de los productos en el mercadillo comunista de la estación de tren de Chisinau. En este céntrico rincón de la capital decenas de jubilados malvenden reliquias de los años en que Moldavia vivió bajo la Unión Soviética. Parece su única opción para sobrevivir. Sus pensiones no son suficiente para conservar una cámara Zenit, valorada en 5 euros, en el país más pobre de Europa. Al igual que sucede en otras ex repúblicas soviéticas, cruzar este mercado sugiere al transeúnte un pasado vivo, o que tal vez nunca se fue. En la República de Moldavia esta sensación es recurrente en gran parte del país, quizás por su frágil nacimiento tras el colapso comunista, acompañado de las influencias de Rusia y Rumanía, la autonomía en Gagauzia y la derrota en la guerra de Transnistria, o tal vez por las turbulencias del presente, sin solución para sus conflictos congelados y con una sociedad aún más dividida entre Rusia y Europa desde que el gobierno proeuropeo firmase el tratado de Asociación con la Unión Europea.

Eduard Tugui, analista del think tank IDIS, indica que el problema son los actores que pueden desestabilizar Moldavia: «Rusia puede incidir a través de la tradición comercial y los lazos con Transnistria y Gagauzia, mientras la coalición proeuropea trata de evitarlo con los votos como garantía». Las elecciones parlamentarias del pasado noviembre respaldaron con timidez al tripartito proeuropeo (45% de los votos aunque perdió seis escaños) y, con fuerza, la teoría de la división Este-Oeste. Durante la campaña, los principales problemas del país, la corrupción institucional y el desempleo, pasaron sin relevancia en la región de Besarabia. «La gente desconoce los beneficios de la integración y asocia la UE a estos políticos. Por eso votan solo por la UE o Rusia, no por un programa», explica Tugui.

Al igual que sucede en países del ámbito europeo como Bulgaria, la UE no significa una mejor vida. Quienes levantaron el país son ahora los más desfavorecidos y los jóvenes deben emigrar. En Moldavia las pensiones apenas llegan a los 50 euros, un tercio del coste mensual para subsistir, y cerca de un millón de moldavos (el 25% de la población) vive en otras fronteras, la mitad en Rusia. Según un estudio de German Economic Team, el dinero de los emigrantes supone el 32% del PIB moldavo. El 60% de estas remesas provienen de Rusia. Una crisis prolongada podría variar la ligera ventaja de los proeuropeos que, desde que accediesen al poder en 2009, no han cumplido su promesa de luchar contra la corrupción: una investigación de Organized Crime and Corruption Reporting Project destaca que entre 2010 y 2014 se lavaron 20.000 millones de euros, el doble del PIB moldavo de 2013.

En el mercado central de alimentos de Chisinau los moldavos son conscientes de esta realidad difícil de cambiar. Entre los productos locales, destaca una abarrotada cantina tradicional. Allí, Lilian escucha hablar castellano y se acerca sonriente para explicar que reside en el Estado español desde hace una década. A sus 40 años ha vivido las dos “moldavias”, bajo el comunismo y como Estado independiente, y recuerda que el principal problema es la corrupción con la que nació el país: «Durante el comunismo no había tanta, aunque sin duda el peor momento fue en los años 90». Tras varias cervezas marca Chisinau con pescado ahumado, la conversación pasa por las influencias que desestabilizan la región. Lilian cree que los 200 años de historia rusa no se pueden sustituir por Europa al ritmo de los acontecimientos actuales. Para explicarlo utiliza la metáfora del embutido: «Exceptuando el jamón, yo prefiero el embutido moldavo, es algo a lo que nos hemos acostumbrado desde niños. Para nuestro comercio es parecido, siempre hemos estado con Rusia, ellos pagan mejor y quieren nuestros productos».

Desde junio, fecha de la firma del acuerdo con la UE, el veto ruso a los productos moldavos ha provocado protestas entre los agricultores, que ven en Rusia a su mejor aliado comercial. La agricultura contribuye al 14% del PIB y emplea al 28% de los trabajadores, sin contar con las industrias relacionadas. El bloqueo afecta al 40% de las exportaciones moldavas, que en 2013 tenían como destino Rusia y sus ex repúblicas. Esta presión, a la que Putin ha recurrido varias veces, ha fructificado y, según Insitute for Public Policy, el apoyo social a la UE ha bajado del 75% en 2007 al 44,7% actual; la Unión Euroasiática recibe un 43%. «Si siguen gobernando así temo que solo el 20% quiera la UE», lamenta Tugui, que apoya la idea de Europa. Para Bogdan Tirdea, diputado del Partido Socialista (PS), el futuro debe de ir de la mano de Rusia no solo por el vínculo económico: «Los productos moldavos no son tan competitivos en Europa. Nuestros estándares de producción no se adaptan y no los compran. En Europa quieren una manzana enorme y la tenemos pequeña. Se venden bien en Rusia y a mejor precio. Además, ¿por qué vamos a ir a la UE, un lugar en donde hay gays, musulmanes y prostitución legalizada y, ahora, además, no hay trabajo?».

La influencia rusa fue evidente durante el proceso electoral. El PS cosechó la mayoría de votos, un dato que no sería de extrañar si no fuese por su vertiginoso ascenso, en el que pasaba del 1% de los votos al 21 en cuatro años y en la última semana, del 6% en intención de voto a la victoria. La polémica ilegalización del partido Patria por usar fondos extranjeros obligó a Putin a buscar otro títere in extremis. Recordó entonces que una imagen vale más que mil palabras y con una instantánea junto al líder moldavo del PS marcó el camino para quienes desean una orientación rusa. «Mucha gente sabe que el señor Putin es el líder más fuerte del mundo y, por lo menos, es el más importante de Moldavia», bromea Tirdea.

A pesar del complejo panorama, Tugui cree que «las elecciones han conseguido cierta estabilidad»: «Mucha gente pensaba que Chisinau sufriría el siguiente Maidan». Considera que nada sería mejor que comerciar con todos los países, pero no es posible: «Hasta 2012 Moldavia disfrutó de los acuerdos de libre comercio con las ex repúblicas soviéticas y podía tener acuerdos con otros países, pero si firmásemos el acuerdo con la Unión Euroasiática significaría pasar a un segundo grado en donde hay políticas y aranceles comunes con terceros países. Por eso Rusia pide cortar las relaciones con la UE».

Transnistria, el conflicto congelado. Al complejo e interesado juego de fuerzas externas se une el conflicto en Transnistria, un estado de facto prorruso que ocupa el 12% de Moldavia a pesar del rechazo internacional. A poco más de 70 kilómetros de Chisinau está Tiraspol, la capital, el último rincón de Europa en donde la hoz y el martillo ondean en una bandera. Tras cruzar al este del río Dniéster, el alfabeto latino muta al ruso y rumano cirílico y el reloj se equipara al de Moscú. Aquí, estudiar rumano latino está permitido solo en los colegios internacionales, es decir, los financiados por Moldavia. La población moldava (alrededor del 35%) choca con ambiguos muros legales tras más de 20 años de independencia en los que líderes rusófilos han desacreditado las virtudes moldavas, agrandado la teoría de la integración con Rumanía y demostrado que el dinero ruso posibilita una mejor vida para los 500.000 transnistrios, de los que cerca del 60% son rusos y ucranianos. Entre las medidas que Rusia dispensa a este satélite hay un fondo anual para pensionistas de 27 millones de dólares, fuerzas de seguridad y gas “gratuito” abastecido por la empresa estatal rusa Gazprom, que carga la factura a Chisinau porque Rusia, que controla la franja, no reconoce la independencia de Transnistria.

Históricamente, este terreno fue una región autónoma ucraniana hasta 1940. La política de Stalin para igualar la balanza demográfica en su esfera hizo que incluyese Transnistria en el Soviet moldavo. Tras la II Guerra Mundial, el lado este del río Dniéster fue industrializado hasta aportar el 40% del PIB con tan solo el 17% de la población. El desmoronamiento de la URSS trajo consigo unos políticos moldavos demasiado cercanos a Rumanía y poco sensibles con la composición étnica del país. Se introdujo la historia, lengua y literatura rumana en el marco educativo y se declaró el moldavo latino –similar al rumano latino– como lengua oficial, relegando el ruso para relaciones interétnicas. Los rusos, que por entonces conformaban el 35% de la población moldava, protestaron por lo que creían una integración progresiva en Rumanía y una rebaja de los derechos adquiridos bajo el comunismo. A finales de 1990 estos grupos rusófilos declararon la independencia antes de que Moldavia naciese como estado.

La guerra del 92 evidenció la debilidad moldava y los intereses rusos. El gobierno de Tiraspol obtuvo casi toda la franja situada al este del río Dniéster, y Rusia logró mantener de forma legal su 14º Ejército. El 21 de julio de 1992 Rusia y Moldavia firmaban en Moscú el final de la guerra y el establecimiento de una zona de seguridad con fuerzas para la paz provenientes de Rusia, Moldavia y Transnistria, los tres actores del conflicto. Tugui se pregunta «en qué conflicto las partes enfrentadas son mediadoras», y recuerda que «los soldados rusos están de forma legal desde que se firmó la paz y ahora Putin amenaza con reconocer Transnistria si Moldavia sigue con Europa».

Los diferentes gobiernos moldavos han optado por varias vías para solucionar el conflicto, sin lograr avances y otorgando cierto reconocimiento legal a Transnistria. Desde que concluyó la guerra, nada ha cambiado y por eso es conocido como un conflicto congelado. El problema siempre ha sido qué beneficio obtendrá con la reunificación Rusia, que apoya económica y militarmente a Transnistria, al igual que hace con países como Abjasia. El momento en el que más cerca estuvo una solución fue en 2003, cuando el líder moldavo Vladimir Voronin, del Partido Comunista, iba a aceptar el memorándum Kozak como base para una reintegración federal. Al final, Rusia cambió las condiciones al introducir que sus soldados permanecerían 20 años más en la región. Las protestas y la presión internacional forzaron a Voronin a rechazar un acuerdo que supuso el final de las relaciones Rusia-Partido Comunista, formación esta última que ha bajado en los últimos comicios del 39 al 17% de los votos.

Desde entonces, se han incluido actores internacionales en las negociaciones hasta llegar al sistema 5 (Moldavia, OSCE, Rusia, Transnistria y Ucrania) + 2 (UE y Estados Unidos, como observadores). El gobierno de Yevgeny Shevchuk, un títere de Putin que sustituyó al halcón comunista Smirnov, rechaza cualquier acercamiento como contraprestación a la protección rusa. En 2013 declaró que la solución pasa por un divorcio civilizado entre las partes: «Un acuerdo similar al de la República Checa y Eslovaquia o como Serbia y Montenegro es lo que tenemos que hacer. El reconocimiento internacional de Transnistria solo traerá beneficios y estabilidad». Con la crisis en Ucrania esta alejada postura se ha acentuado.

Desde hace 20 años una federación ha estado encima de la mesa como posible solución y fue el sistema que Voronin pensó en aceptar. Si prosperase significaría un 15% más de prorrusos que inclinarían la balanza electoral hacia Rusia. Por eso Tirdea, que ve la federación como única salida, arguye que «los partidos proeuropeos no quieren la solución». Tugui se opone: «Significaría una federación asimétrica que daría una opción de veto a Gagauzia y Transnistria para cualquier cosa incluso siendo minoría». Tirdea va más allá y ve en este sistema la vacuna ante un posible choque armado: «No queremos que Moldavia termine en una guerra y por eso queremos una federación. Si Rusia reconociese la independencia de Gagauzia y Transnistria el país iría directo a la guerra. Pero la oposición piensa que el federalismo es solo dividir a pesar de que el país ya lo está».

Gagauzia, la autonomía prorrusa. Un sistema federal es algo que agradaría también a la tercera pieza del puzzle moldavo, la Unidad Autónoma Territorial de Gagauzia. Los gagauz son turcomanos ortodoxos llegados desde Anatolia que primero se establecieron en Bulgaria y más tarde en Moldavia. En el mundo hay cerca de 250.000, de los que 160.000 residen en Gagauzia. Los 200 años de influencia rusa han sido bien utilizados por esta nación para respaldar sus intereses y por eso organizaron el referéndum de hace un año, en el que se preguntaba por los acuerdos con la UE. El 98% eligió la Unión Euroasiática. En otra pregunta, incrementaron la tensión al recordar, con el apoyo del 99% de los votos, que no seguirían a Moldavia si perdiese su soberanía y volviese a ser parte de Rumanía.

Gracias a este gesto, el veto ruso sobre los productos moldavos no afecta al apreciado vino gagauz. Su gobernador, Mihail Formuzal, explica por qué organizó el referéndum: «Lo hicimos para abrir las puertas de nuestros productos a Rusia. Dijimos que no hicieran eso (el acuerdo con la UE) ahora; para estar listos, habría que esperar entre 5 y 10 años. Luego no habría ningún problema. La segunda razón fue por el presidente rumano Basescu. Dijo que la prioridad es unirnos con Moldavia. Hay que respetar los derechos y luego el presidente de Moldavia llega y dice que la lengua oficial es el rumano. Si ellos quieren ese camino nosotros queremos otro. Queremos quedarnos en Moldavia, pero en Chisinau hay una élite política que solo piensa en Rumanía y lo que yo digo es que se vayan a vivir a Rumanía y sean allí ministros».

Los gagauz obtuvieron una garantía constitucional que permite el derecho de autodeterminación si Moldavia volviese a ser parte de Rumanía. Al igual que en Transnistria, el miedo a la influencia rumana ha sido alentado por Rusia. Para Tugui, «la unión con Rumanía no es realista. Hay políticos como Basescu que especulan para ser más populares».

Durante el siglo XX los gagauz labraron el terreno para la autonomía rechazando cualquier influencia rumana y aceptando la interesada ayuda rusa. En 1906 declararon una efímera república, aunque no sería hasta el ocaso soviético cuando el auge del nacionalismo gagauz sentó las bases de la actual autonomía. En 1990 declararon su independencia por la falta de derechos y las medidas prorrumanas de la élite política. La posible fragmentación del país provocó que miles de moldavos cercasen Gagauzia en un conato bélico que el superior Ejército ruso impidió al proteger la región. El nulo reconocimiento internacional no evitó que volviesen a votar en referéndum en 1991 para seguir en la esfera soviética. La debilidad moldava tras la derrota en Transnistria, el descarado apoyo ruso y la constante reclamación de sus derechos encontraron respuesta en diciembre de 1994 con la autonomía reconocida en la Constitución.

En Komrat, la capital de Gagauzia, una región discontinua formada por cuatro áreas en el sur de Moldavia, el ruso es el idioma que empapela la ciudad. En una cantina de la calle Lenin, Nikolai ejemplifica la rusificación al decir que «los jóvenes no saben bien el moldavo». La mayoría de los colegios imparten en ruso a pesar de que moldavo y gagauz son allí lenguas oficiales, algo que sorprende si se tiene en cuenta que el 80% de los habitantes son de etnia gagauz. En las pruebas nacionales de educación, cerca del 10% de los gagauz tienen problemas en el examen de moldavo. Tugui dice que Chisinau ha abandonado la región «y por eso está más cerca de Rusia», aunque ve poco probable un nuevo Donbass en Gagauzia.

Nikolai habla de la influencia de Rusia y de los moldavos que allí trabajan. Él pasó siete años en Turquía y ahora regenta una cantina. Quiere una vida tranquila, sin conflictos bélicos porque «los gagauz siempre han dialogado». Formuzal coincide en la importancia rusa, aunque cree que el futuro gagauz «mirará más a Turquía y menos a la UE y Rusia». Afirma que el camino de su pueblo está con Moldavia si no se une a Rumanía. Si por esa razón estableciesen su país gagauz, destaca que «Turquía debería decir que no se toca a los gagauz porque así lo estipula la Constitución».

A pesar del crecimiento económico de la última década, las condiciones de vida de los moldavos no han mejorado y el Índice de Desarrollo Humano está en cifras anteriores a la caída de la URSS. En ciudades como Soroca el todo y la nada conviven. Allí, muchos campesinos no disfrutan de servicios básicos como transporte mientras surgen miles de casas de lujo en “nuevo Soroca”. Una señora pide dinero para ver su casa-museo. Por su desparpajo, debe de superar el encanto de la fortaleza edificada por Esteban el Grande que resistió a los otomanos. Unas casas más abajo está Svetlana, que sale junto a su familia. Quieren ver las obras de su nuevo chalet con tejados cincelados. Su vida debe de parecer un oasis para quienes trabajan en el campo en esta región a mitad de camino entre Europa y Rusia. En Soroca, como en todo el país, la opción intermedia parece olvidada mientras los políticos dirimen el futuro de Moldavia entre la estrella europea o la hoz de Putin.